Mempo
Giardinelli (Página 12)
Esto sucedió hace muchos años, cuando los
diciembres no eran
exasperantes para los argentinos. E incluso, pienso ahora,
cuando decir
diciembre y decir pobreza podía ser una evocación de Charles
Dickens, de
Victor Hugo o de Knut Hamsun, o sea algo que se asociaba con
países lejanos
porque entonces los lejanos no éramos nosotros, o al menos no
lo sabíamos.
Me parece ahora que esta historia remite a paralelos
porque
aquel viejo zapatero de Villa Río Negro lloraba todo el tiempo y eso
era lo
que a mí, que era un niño, tanto me impresionaba. Como en nuestra casa
no
éramos ricos, siempre había zapatos que arreglar y se los arreglaba
muchas
veces antes de que los vencieran el tiempo y las deformaciones. A
mí
siempre me tocaba ir al zapatero, y se me hizo costumbre llegar hasta
su
vereda un poco sigilosamente y, en vez de entrar, espiarlo por la
ventana.
Porque para todos los niños del mundo un hombre grande que llora es
un
espectáculo asombroso.
Este zapatero vivía y tenía su taller en un
modesto caserío del
otro lado del viejo Puente de los Inmigrantes, que era de
maderas preciosas
del Chaco y que un día se llevaron una correntada y la
estupidez municipal.
En aquellos años Villa Río Negro era menos que un
barrio, en todo caso una
apacible sucesión de quintas y casas recostadas
sobre el río que serpentea
desde el corazón del Chaco, antes de morir,
exhausto de tanto camalote,
bagres y lodo, en el Paraná. Aunque todavía
conserva un sector residencial
con pretensiones, desde que un par de oscuros
generales de la dictadura
ubicó allí sus mansiones y valorizaron esa parte
del barrio, Villa Río
Negro es hoy uno de los barrios más populosos y pobres
de los suburbios de
Resistencia. Como metáfora social de la culebrilla, con
la crisis de los
últimos años la zona residencial quedó como aprisionada por
un pobrerío
absurdo que es en sí mismo un grito contra la condición
humana.
Para mí cruzar aquel puente era una fiesta, por lo que
hacerme
cargo del mandado de ir al zapatero no era gravoso. Y además colmaba
mi
curiosidad ver a ese hombre mientras cambiaba el taco de un mocasín o
cosía
la suela de una bota, lo cual no tiene nada de excepcional en ese
oficio
salvo que este zapatero lo hacía llorando.
Ese hombre siempre
estaba solo, como enmarcado por miles de
zapatos viejos, silenciosos
testimonios de todas las chuequeras del mundo.
Sentado en un banquito petiso,
inclinado sobre una especie de plantilla de
hierro negro, siempre trabajaba
llorando. Sus manos eran bastas, como
labradas en madera, pero sus dedos
enormes tenían la destreza de los
artesanos. Su perfil parecía cortado a
cuchillo y sus cejas negras pintadas
a brochazos, y ante tanta dureza supongo
que era ese llanto íntimo,
quedito, lo que desentonaba.
Ponía un clavo
y se sonaba los mocos, ponía otro clavo y se pasaba un pañuelo sucio,
amarillento, por los ojos mojados. Tan grandes
eran su pena o su vergüenza
que yo me dedicaba a conjeturar durante un
rato, con infantil imaginación,
las razones de su dolor. Supuse alguna vez
que era la pobreza la causa,
aunque el hombre vivía dignamente y el suyo no
era un llanto de resentimiento
ni de frustración. Era otra cosa. Algunas
veces supuse que se le habría
muerto un hijo en las guerras del Paraguay,
entonces tan cercanas a nosotros,
o que su familia lo habría abandonado
porque era un hombre malo. Finalmente,
yo le entregaba lo nuestro y me iba,
sabiendo que al regresar, días después,
lo encontraría llorando.
Probablemente voy a decepcionar a quienes lean
este relato,
pero nunca supe el motivo de aquel llanto. Yo era niño y los
niños, aunque
capaces de fabular con desenfado, no indagan en las tragedias
de la gente
mayor. Pero si ahora cuento esto es porque en estos días de dolor
y de
rabia, cuando el país evoca y llora su tragedia griega, que es la
misma
tragedia colectiva de siempre, he vuelto a pasar por la que fuera casa
de
aquel zapatero, del otro lado del río, que ahora es una zona
peligrosa,
desaconsejable para caminar incluso de día y para los habitantes
del
barrio. Aunque hay un pesebre modesto en una placita, allí la Navidad no
se
festeja, yo diría que se padece.
Lo cierto es que quiso el azar
-esa literaria invención
borgeana - que volviera a caminar esa vereda para
ver, dentro de la misma
casa derruida, ahora sin zapatos, rodeado de una
decena de perros flacos y
en un marco de miseria atroz subrayada por un
arbolito viejo, descolorido y
patético hasta en su última rama pelada, a un
hombre llorando. Este es
joven pero moreno y duro como aquel zapatero. Y como
aquél, no me vio
cuando lo miré por la ventana. Fueron unos segundos, apenas,
pero lo que
más me impresionó, y me impresiona todavía, es que era el
mismo,
exactamente el mismo rostro y el mismo llanto de hace tantos años.
Sólo que
ahora no ignoro la razón de este llorar.
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