La divulgación de los resultados de las llamadas pruebas PISA
(Programa para la Evaluación Internacional de los Alumnos, por sus siglas en
inglés), una evaluación estandarizada diseñada y aplicada por la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), bastión del neoliberalismo
global, ha generado revuelo y polémica en nuestra
región.
Andrés Mora
Ramírez / AUNA-Costa Rica
Para algunos
voceros del establishment neoliberal, el pobre
desempeño de los estudiantes de los países latinoamericanos que tomaron
estas pruebas, en relación con sus pares de los países asiáticos y europeos,
constituye la mejor prueba del fracaso de nuestros sistemas educativos y de la
necesidad de impulsar reformas que nos pongan a la altura de los sistemas
del primer mundo (siempre y cuando esto
no implique pagar más impuestos o alterar la sacrosanta estructura de
distribución de la riqueza).
Quienes
expresan este punto de vista, poco dicen de las condiciones de desigualdad
social estructural en que transcurre la infancia y adolescencia de la gran
mayoría de los jóvenes latinoamericanos, y callan sobre las furiosas reacciones
de los poderes fácticos cuando algún presidente o presidenta comete el
imperdonable agravio de gobernar en beneficio de los excluidos, de los más
pobres, de los últimos entre los últimos. Ahí están los casos de Venezuela,
Brasil, Bolivia, Argentina o Ecuador, para quien necesite más pruebas sobre las
brutales ofensivas restauradoras que han debido enfrentar los gobiernos que más
hicieron por reducir la desigualdad y la pobreza en América Latina, en lo que va
del siglo XXI.
Para los
críticos de la evaluación estandarizada de conocimientos, como el secretario
general de CLACSO, Pablo Gentili, las
pruebas PISA son un mecanismo artificial, burocrático, impuesto sin mayor
discusión a los países latinoamericanos que forman parte de la OCDE, o que
aspiran a serlo, y con un problema de origen: parten “de un principio
equivocado, de que hay una forma de pensar el desarrollo y el mundo, que es
universal, de Shanghái hasta República Dominicana, todos los jóvenes con 15 años
tienen que saber un conjunto de cosas que son fundamentales para sobrevivir y
progresar en la vida”. Para Gentili, a través de estas pruebas la OCDE
“establece un horizonte, un modelo educativo colonial, dominante y para nada
universal ni científico”, que condiciona los objetivos de la educación a la
visión económica de los poderosos. Es decir, la del capitalismo
neoliberal.
Gentili da
en el clavo de la cuestión. Ese modelo educativo es el que se ha venido
instalando en América Latina, con mayor o menor resistencia, por medio de una
reforma educativa de larga duración –ya supera las dos décadas-, reproductora de
la ideología dominante y de la racionalidad tecnocrática, y que le ha permitido
a un manojo de organismos internacionales influir en la definición de los
sentidos y finalidades de la educación en nuestros países. Este neoliberalismopedagógico, como lo llama la
educadora argentina Adriana Puiggrós, se asienta en los discursos de la calidad
y la evaluación, en la imposición de una lógica gerencial sobre las prácticas
pedagógicas, y en la aceptación pasiva de la tesis según la cual los sistemas
educativos deben satisfacer, por encima de cualquier otro propósito, la demanda
de recursos humanos o mano de obra calificada para el
mercado.
La evaluación de los
aprendizajes va más allá de la simple medición cuantitativa de resultados, la
aplicación de instrumentos estandarizados, o la creación de una identidad entre
el estudiante y un número que pretende calificarlo; la evaluación supone un
ejercicio de valoración fundamentada, desde el que se reflexiona, analiza e
investiga sistemáticamente la integralidad del fenómeno educativo: su
intencionalidad, los aciertos, las imitaciones, y todos aquellos aspectos
susceptibles de ser mejorados en la praxis. Por el contrario, instrumentalizar
la evaluación del aprendizaje, como intentan hacerlo las agencias del
pensamiento y la cultura neoliberal, sería reducir la condición humana a una
relación de costo-beneficio y aceptar como única ley educativa el juego de la
oferta y la demanda.
Para algunos
voceros del establishment neoliberal, el pobre
desempeño de los estudiantes de los países latinoamericanos que tomaron
estas pruebas, en relación con sus pares de los países asiáticos y europeos,
constituye la mejor prueba del fracaso de nuestros sistemas educativos y de la
necesidad de impulsar reformas que nos pongan a la altura de los sistemas
del primer mundo (siempre y cuando esto
no implique pagar más impuestos o alterar la sacrosanta estructura de
distribución de la riqueza).
Quienes
expresan este punto de vista, poco dicen de las condiciones de desigualdad
social estructural en que transcurre la infancia y adolescencia de la gran
mayoría de los jóvenes latinoamericanos, y callan sobre las furiosas reacciones
de los poderes fácticos cuando algún presidente o presidenta comete el
imperdonable agravio de gobernar en beneficio de los excluidos, de los más
pobres, de los últimos entre los últimos. Ahí están los casos de Venezuela,
Brasil, Bolivia, Argentina o Ecuador, para quien necesite más pruebas sobre las
brutales ofensivas restauradoras que han debido enfrentar los gobiernos que más
hicieron por reducir la desigualdad y la pobreza en América Latina, en lo que va
del siglo XXI.
Para los
críticos de la evaluación estandarizada de conocimientos, como el secretario
general de CLACSO, Pablo Gentili, las
pruebas PISA son un mecanismo artificial, burocrático, impuesto sin mayor
discusión a los países latinoamericanos que forman parte de la OCDE, o que
aspiran a serlo, y con un problema de origen: parten “de un principio
equivocado, de que hay una forma de pensar el desarrollo y el mundo, que es
universal, de Shanghái hasta República Dominicana, todos los jóvenes con 15 años
tienen que saber un conjunto de cosas que son fundamentales para sobrevivir y
progresar en la vida”. Para Gentili, a través de estas pruebas la OCDE
“establece un horizonte, un modelo educativo colonial, dominante y para nada
universal ni científico”, que condiciona los objetivos de la educación a la
visión económica de los poderosos. Es decir, la del capitalismo
neoliberal.
Gentili da
en el clavo de la cuestión. Ese modelo educativo es el que se ha venido
instalando en América Latina, con mayor o menor resistencia, por medio de una
reforma educativa de larga duración –ya supera las dos décadas-, reproductora de
la ideología dominante y de la racionalidad tecnocrática, y que le ha permitido
a un manojo de organismos internacionales influir en la definición de los
sentidos y finalidades de la educación en nuestros países. Este neoliberalismopedagógico, como lo llama la
educadora argentina Adriana Puiggrós, se asienta en los discursos de la calidad
y la evaluación, en la imposición de una lógica gerencial sobre las prácticas
pedagógicas, y en la aceptación pasiva de la tesis según la cual los sistemas
educativos deben satisfacer, por encima de cualquier otro propósito, la demanda
de recursos humanos o mano de obra calificada para el
mercado.
La evaluación de los
aprendizajes va más allá de la simple medición cuantitativa de resultados, la
aplicación de instrumentos estandarizados, o la creación de una identidad entre
el estudiante y un número que pretende calificarlo; la evaluación supone un
ejercicio de valoración fundamentada, desde el que se reflexiona, analiza e
investiga sistemáticamente la integralidad del fenómeno educativo: su
intencionalidad, los aciertos, las imitaciones, y todos aquellos aspectos
susceptibles de ser mejorados en la praxis. Por el contrario, instrumentalizar
la evaluación del aprendizaje, como intentan hacerlo las agencias del
pensamiento y la cultura neoliberal, sería reducir la condición humana a una
relación de costo-beneficio y aceptar como única ley educativa el juego de la
oferta y la demanda.
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