Salvataje
por Carlos
A. Trevisi
Nota
del autor
"Salvataje" tiene la escasa
importancia imaginativa que tienen los relatos que responden estrictamente a la
realidad.
Lo
que va a leer es un hecho que, palabra más o palabra menos, responde
exactamente a una aventura impensable en la que me vi
envuelto junto con mis hijos varones con motivo de una excursión a
la ciudad de Gualeguaychú, en la provincia argentina de Entre Ríos. Me permitió ver
los adentros de mis hijos: su templanza y afectividad. Hace de esto unos 35
o 40 años.
Salvataje
Los chicos habían crecido como para
aventurarlos en actos riesgosos, que no peligrosos. Solíamos ir a
Gualeguaychú, pequeña ciudad de Entre Ríos conocida por sus celebraciones del
carnaval, a enfrentarnos con el desafío de cruzar a nado los trescientos
metros que separan la provincia mesopotámica de una isla que campea solitaria
e inhabitada en el centro del río.
Hacia
el atardecer, cuando el tráfico del Gualeguaychú, que así se llama el
río, amainaba -lo navegan chatas cargadas de arena que se utiliza en la
construcción, mucho más propia que la del mar- nos lanzábamos al agua
para alcanzar la isla a nado. Para los chicos era toda una aventura, sobre todo
si se tiene en cuenta que el mayor de ellos, Carlos, apenas superaba los 12
años y el menor de los cuatro, Pablo, andaba por los seis o siete.
El
hecho era acompañado por curiosos circunstanciales que, temerosos por la
aventura que habían corrido los niños, ante el resultado feliz de haber logrado
la hazaña que nos habíamos propuesto, aplaudían desde la otra orilla. La
felicidad de los chicos, ya en la isla, se reflejaba en sus caritas. Pocos
visitantes se lanzaban a nado a cruzar ese espacio que se ofrecía enorme entre
la isla y la ciudad, lo que despertaba un mayor orgullo aún en los osados
mocosos. La vuelta no era menos agradecida: cuando llegábamos la gente se amuchaba
para felicitarlos y besarlos con real gusto y asombro.
La isla.
Los cinco de nosotros descansando para el
retorno. Se incorpora Ricardo, el segundo de los hijos y me espeta un
-¡Papá,
hay un tipo en el medio del río...se está ahogando!
Nos
incorporamos. En efecto, un joven, a unos cien metros de la isla, levantaba los
brazos en señal de agotamiento. Era evidente que no se podía mantener a flote;
estaba exhausto..
-¡Papá,
hay que ir a sacarlo!
Me
quería morir. No había socorristas ni servicios de salvataje. La gente en la
orilla de enfrente, con los brazos en alto, se agitaba gritando y pidiendo
ayuda. Y mis hijos empujándome para que lo salvara.
-Vamos,
papá. ¡Se ahoga!
Me
decidí.
-Voy
a ir a ayudarlo; esperen aquí.
-Te
acompañamos, papá (los dos mayores).
Los
otros dos miraban despavoridos.
Debo
decir que pensé la propuesta. ¿Por qué no?
-Bueno;
acompáñenme. Pero cuando lleguemos a él no lo toquen ni se acerquen. Si se
ponen a tiro los va a hundir; se van a ahogar todos. Yo tampoco lo voy a tocar;
le hablo para tranquilizarlo y si no responde...
No
pude terminar la frase. Sólo agregué ´Ustedes, lejos, por favor´, no se le
acerquen. Recuerden lo que les digo: NO SE LE ACERQUEN.
Allá
fuimos. Yo me aproximé a prudencial distancia y le dije, con voz
estridente:
-¡FLOTE,
CARAJO!
Nunca
supe si fue el tono, el ´carajo´ o el ´flote´, pero el joven se tranquilizó;
estaba asustado. Fui por detrás; los chicos a ambos lados, pero lejos. El
trámite fue largo: me acercaba a él y lo empujaba hacia la isla. No sé ni
cuento tiempo me llevó, ni cuántos empujones. Finalmente hizo pie. Lo
acercamos a la costa sosteniéndolo como pudimos.
-¿Qué
te ha pasado? ¿Cómo te has lanzado a cruzar si apenas sabes nadar?
-Lo
vi al más chiquito y me dije que si él podía yo también.
Lo
dejamos descansando, tumbado en el pasto.
¿Y
ahora qué vamos a hacer?, preguntó Pablo.
-Lo
dejamos aquí, dije.
Volvimos. El recibimiento fue apoteótico*.
Se había reunido una cantidad enorme de
gente que aplaudía; no podían creer lo que acababan de presenciar.
Confieso que yo tampoco. Me sentí muy orgulloso de mis hijos.
Después
de unos minutos guardamos los pocos chirimbolos que demanda este tipo de
excursiones y partimos.
Antes
de partir miré hacia la isla. Ahí estaba el tipo agitando los brazos para
que alguien fuera a buscarlo. Nadie le prestaba atención.
-Boludo
de mierda, pensé.
-¿Y
ahora qué va a hacer, preguntó Pablo.
-Van
a ir a buscarlo en un bote del bar, mentí.
Nota:
*
Apoteósico en España
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