Carlos A. Trevisi
Uno de los nutrientes
esenciales de la democracia es la puesta en común de la ciudadanía en pos de
intereses que autoricen la convivencia, la cultura de su gente, su ideario; estar
en los demás para poder ser en y con ellos al margen de enfrentamientos ideológicos;
actuar en el ámbito de necesidades comunes; el respeto por las creencias que no
se comparten; la tolerancia; comprometerse participando en un proyecto de vida
común; respetar las instituciones y el poder que emana de ellas; sostener las
comunidades de base anteponiendo la fraternidad y el bien común a las ambiciones
personales de poder; actualizar el ámbito de acción de las ideologías según manda la realidad tan cambiante que
vivimos; luchar por una educación que proponga la imaginación, la voluntad, el
afecto, la inteligencia y la libertad; involucrarse
políticamente; distinguir entre la ley que
regula la convivencia y responde a la moral, y la justicia, que se nutre de la
ética…
En fin, podría lograrse denunciado
la hipocresía, la mentira, el impúdico lucro, la soberbia de los que mandan, las
escaseces que afectan a la educación, a la sanidad, al aparato judicial, a los
ancianos, a los carenciados, a la violencia de género, a la incompetencia de la
administración pública cuando se padeciera…
Todo indica que se va tomando conciencia de que así no se
puede seguir.
Uno de los puntos de partida del cambio se va dando en
educación.
El fracaso
escolar en España tiene raíces muy profundas. No es solo la escolaridad lo que
falla. la familia falla; el afán por tener lo que no estamos en condiciones de
poseer; no asumir lo que significa ser;
nos perdemos en un mundo que nos invita a la diversión,
a tener, lo que nos hace
incapaces de ver la realidad más allá de lo que percibimos; no sabemos elegir,
consecuentemente la realidad nos es ajena: pensamos mal, reflexionamos solo
acerca de lo intrascendente, no alcanzamos el conocimiento mínimo indispensable
para elaborar un proyecto de vida que nos autorice a vivir en común, a estar en los demás para aprender
a ser en ellos y con ellos. Vivimos
amuchados pero en soledad; hemos perdido de vista al Quijote; a Unamuno; a Sorolla,
a Velázquez, a los clásicos que dieron vida a nuestra cultura; los hemos
reemplazados por los ronaldos y los mesis... No usamos nuestra imaginación ni
nuestra capacidad creativa: nos hemos transformados en discos duros, almacenes
de datos, en imbéciles de una cultura de diccionario que guarda en nuestra
memoria cuánto mide el tajo o la altura del Everest, el pretérito
pluscuamperfecto del verbo satisfacer o el binomio suma al cuadrado. No podemos
negar que los maestros somos españoles, que los políticos también lo son, al igual que
lo somos los padres y madres que somos incapaces de darnos cuenta de que lo que
acabamos de leer “ut supra” nos es ajeno, que pertenece a otro mundo no
necesariamente mejor pero fiel a su historia.
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