Julián López Gallego
Estudiante de posgrado en Economía Internacional y Desarrollo.
Me gustaría comenzar este artículo reconociendo mi gratitud hacia todos aquellos que han dedicado tantas horas de su tiempo a la militancia para construir una alternativa real de gobierno. Su pelea debería enorgullecernos a todos, especialmente a aquellos que, por razones variadas, sólo hemos estado allí con nuestro voto o presencia ocasional. Las líneas que siguen pretenden, con modestia, contribuir a la reflexión sobre el último ciclo electoral y sus inesperados, tristes, ásperos resultados.
Lógica electoralista
Si algo ha beneficiado al Partido Popular en estas elecciones es que el debate sobre ideas, programas y, sobre todo, la fiscalización de la gestión reciente, han estado ausentes casi por completo en los meses previos a la cita electoral. El espectáculo de las encuestas, de las polémicas de campaña y del reparto de alianzas ha engullido a la crítica pública y ha aproximado entre sí a los partidos. Esto ha perjudicado particularmente a Unidos Podemos, que empeñados en dulcificar los gestos y aparecer como presidenciables, han perdido la audacia y el descaro plebeyos de quienes se atrevían a llamar a las cosas por su nombre.
Si algo ha beneficiado al Partido Popular en estas elecciones es que el debate sobre ideas, programas y, sobre todo, la fiscalización de la gestión reciente, han estado ausentes casi por completo en los meses previos a la cita electoral. El espectáculo de las encuestas, de las polémicas de campaña y del reparto de alianzas ha engullido a la crítica pública y ha aproximado entre sí a los partidos. Esto ha perjudicado particularmente a Unidos Podemos, que empeñados en dulcificar los gestos y aparecer como presidenciables, han perdido la audacia y el descaro plebeyos de quienes se atrevían a llamar a las cosas por su nombre.
Rajoy ya no era un presidente nefasto, que ampara a un clan de criminales que han saqueado las arcas públicas; el presidente de un partido que rebosa intolerancia e impunidad a partes iguales; el responsable del gobierno que ha contribuido a socavar las bases materiales de las mayorías sociales. Ya no. Ahora Rajoy era un torpón que camina de forma graciosa y que se confunde en tres de cada diez palabras que pronuncia. ¿Y el PSOE? Apenas el objeto de la petición de un pacto de no agresión. ¿Y la Troika? ¿Y la UE? Una ausencia, una incógnita sobre la que mejor no hablar.
En definitiva, a fuerza de sonreír, el músculo crítico se ha resentido y la potencia desmitificadora que un día tuvo Podemos hoy aparece algo oxidada. La política de excepción ha cedido su espacio al lenguaje del consenso y el espectáculo. Pero tan importante como crear consensos es crear disensos, tan importante como identificar al amigo lo es señalar, siquiera más contundentemente, al enemigo. Y cuando esta capacidad para desenhebrar relatos del pasado se debilita, la presión por asumir narrativas identitarias renace: tendemos a olvidar que la mejor forma de homenajear a lo que ya fue (a eso que nos emociona y nos eriza la piel) es construir lo que será.
Las condiciones estructurales
No debe tampoco olvidarse nunca que heredamos marcos culturales y económicos extremadamente hostiles, y que debemos pelear en ellos, para colmo, con el lenguaje que el enemigo ha construido a su imagen y semejanza. Hay viejas verdades que no dejan de ser ciertas por viejas: las élites controlan los medios de producción, de comunicación y de entrenamiento. El tiempo de la mayoría de nuestros conciudadanos se reparte entre el espacio de trabajo, un espacio de obediencia, y la televisión, el cordón umbilical con el mundo para las mayorías, una extraordinaria maquinaria simbólica de consuelo y de autoinculpación de lo que nos duele: “¿le va a usted mal?, esfuércese y obedezca, y un día podrá ser como él”.
No debe tampoco olvidarse nunca que heredamos marcos culturales y económicos extremadamente hostiles, y que debemos pelear en ellos, para colmo, con el lenguaje que el enemigo ha construido a su imagen y semejanza. Hay viejas verdades que no dejan de ser ciertas por viejas: las élites controlan los medios de producción, de comunicación y de entrenamiento. El tiempo de la mayoría de nuestros conciudadanos se reparte entre el espacio de trabajo, un espacio de obediencia, y la televisión, el cordón umbilical con el mundo para las mayorías, una extraordinaria maquinaria simbólica de consuelo y de autoinculpación de lo que nos duele: “¿le va a usted mal?, esfuércese y obedezca, y un día podrá ser como él”.
Recuerdo lo ya conocido no sólo para resaltar el valor de lo logrado (es casi una proeza conseguir en estas condiciones cinco millones de votos que cuestionan, al menos parcialmente, lo existente), sino para recordar que, como Gramsci advertía, luchar por la reforma de la sociedad no es sólo una tarea de ruptura, sino también de anticipación de la nueva trama social en nuestras organizaciones y en nuestros barrios. En este sentido, por supuesto, urge repensar un tejido sindical renovado e inclusivo, que se adapte al perfil productivo del siglo XXI. Sin conciencia de clase, esto es, sin traducción simbólica y cultural de las experiencias comunes, perdemos la base necesaria para articular intereses colectivos que son antagónicos a los de las clases dominantes. La clase trabajadora, plebeya, popular, como quiera llamarse, no es un dato, no es un hecho dado, sino que se constituye históricamente en un proceso largo, complejo y no exento de contradicciones.
En resumen, recuperar el discurso plebeyo huyendo de la rigidez identitaria y de la geometría variable del consenso-espectáculo, que, a diferencia de lo que se pudiera creer, no se excluyen sino que han demostrado reforzarse mutuamente. Y, al mismo tiempo, ampliar la audacia del proyecto organizativo y, por tanto, de su desafío social. Tareas imprescindibles que, si han avanzado un tanto, ello se debe a tanta gente imprescindible que, en días aciagos como el de hoy, merecen homenaje.
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