DIÁLOGOS EDUCATIVOS
Revista de divulgación para la familia
y la escuela
Noviembre de 2005
Fundación Emilia María Trevisi
Madrid, 2005
10 AÑOS DESPUÉS:
MARZO DE 2015
La revista DIÁLOGOS EDUCATIVOS fue el puntapié inicial que dio la Fundación
Emilia Mª Trevisi para poner al alcance de todos su afán por la educación. Han
pasado 14 años. Presentamos ahora todos los números del primer apartado de la
Fundación para difundir lo que sigue siendo nuestro propósito: ponernos en
común más allá de ideologías y personalismos. Nos llamará la atención lo poco han cambiado las cosas en el ámbito
educativo desde aquel entonces.
El tiempo y la necesidad de afrontar
nuevas estrategias han dado lugar a la aparición GUADARRAMA EN MARCHA que, al
igual que entonces lo hacía DIÁLOGOS EDUCATIVOS sigue creciendo
14 años de trabajo no son poco, aunque
sí lo hayan sido los resultados obtenidos. En virtud de lo mismo la Fundación
Emilia Mª Trevisi ha decidido afrontar los cambios que exige el momento actual institucionalizando
en el ámbito de la política la lucha en la que hemos persistido durante todo
ese tiempo.
Echando una mirada a los contenidos de
las 45 revistas que se publicaron oportunamente veremos que la creación del
partido GUADARRAMA EN MARCHA no tiene nada de improvisado. La línea de
colaboración con la comunidad que dibujamos entonces sigue teniendo vigencia y
muestra muestro empeño por ayudar a mejorar las condiciones culturales y
educativas de Guadarrama.
***
Editorial (2005)
Los que hemos
comprometido nuestra colaboración con este proyecto editorial, nos
congratulamos de poder participar de un esfuerzo que está totalmente volcado a
la comunidad en un ámbito al que tradicionalmente se le ha prestado escasísima
importancia: la educación.
Como Director de Diálogos
Educativos, y luego de sucesivas reuniones con
nuestros colaboradores, hemos concluido en que, en virtud de que la
educación es tan abarcativa de la realidad que nos toca vivir, la revista
abordará temas variopintos. Nuestra línea de pensamiento, que coincide
con aquello de “poner en acto el hecho educativo” se nutrirá del aporte de
colaboradores de la
Fundación , especialistas en psicología, pedagogía, didáctica,
lenguas modernas y demás, pero también de los aportes de nuestros lectores :madres y padres de familia, estudiantes,
maestros, profesores, funcionarios, en fin, de todo el espectro social.
Nuestra propuesta es
un debate de ideas acerca de la educación y el punto de partida no puede ser
otro que la realidad misma: la responsabilidad que cabe a los padres, el
compromiso de los maestros para con los niños, su capacidad profesional
para motivarlos, el descuido que se hace de la familia en el ámbito de la
escuela y el desinterés de los padres de familia por acercarse a ella amén de
los aspectos institucionales que afectan el desenvolvimiento de escuelas e
institutos: Consejos académicos, AMPAs, etc.
Al margen de esto, la Fundación está
lanzando a la calle trípticos de distribución gratuita en los que se alienta a
los jóvenes a escribir cuentos y poesía, a los padres a participar, por
ejemplo, escribiendo sobre la importancia de la familia en el ámbito de las
escuela; y a los maestros y directivos para que, en caso de no coincidir
con nuestra apreciación de la realidad, expresen con total libertad sus ideas.
Existirá, igualmente,
una copia digital de Diálogos Educativos, la presente.
Nos despedimos ahora, a la espera de una
participación que esperamos sea para brillo de nuestra propuesta.
Índice
A modo de introducción
El sistema
La familia
¿A usted le importa quién fue Piaget?
Mis amigos los nenes
Mi amiguito NN1
Mi amiguito NN2
Una paliza al profesor
La educación ante los
escenarios del nuevo siglo
Los últimos acontecimientos que han tenido lugar en el mundo nos
obligan a una reflexión que excede el marco político, el religioso y hasta el
personal; una reflexión que está más allá de todo.
Este nuevo mundo, que se despega cada vez más de nosotros, está
destruyendo valores sin siquiera proponérselo. Simplemente los destruye porque
su derrotero no los contempla, no los necesita.
Así, los aplasta como un elefante aplastaría a un ratón: sin darse
cuenta.
Los recursos de los que se vale son la información y una red de
comunicaciones inimaginable hace apenas 15 años. Manipula la información,
domina las redes y nos transforma en convidados de piedra, distanciándonos cada
vez más del conocimiento. El crecimiento exponencial de la información, la
precisión y velocidad de las redes de comunicaciones, y los distractores que
conlleva – la televisión, el mayor de ellos-
nos van aletargando al extremo de que perdemos capacidad reflexiva. El “mare
mágnum” informativo nos sobrepasa, nos desalienta y quedamos inermes. Es el
signo de los tiempos.
Se avecina un “crack” –uno más de todos los que han sacudido la
natural tendencia del hombre a dejar que los demás hagan por él- del que nadie
va a quedar exento. El primer mundo no tiene capacidad, per se, para impedir el desastre. Por eso, quebrando
valores esenciales a la vida, y en satisfacción de necesidades no siempre justificables, acude a otras
latitudes en busca de insumos críticos con los que se hace sin complejos.
Prueba de ello son las guerras que se han desatado. A poco de terminadas relucen todas las
mentiras y afloran los intereses que verdaderamente las han impulsado. Su
frecuencia está en relación directa con le imperiosa necesidad de sostener un
sistema que está al borde de la anoxia. No pasará mucho antes de que otra
guerra sacuda nuestros adentros.
La recesión está golpeando nuestras
puertas. El desempleo –o el empleo basura, que es una vertiente de aquél- los
golpes financieros que nos empobrecen de un día para otro, la educación que no sabe dar respuesta a los
cambios, la seguridad ciudadana, totalmente apabullada por un incremento del
delito que no tiene nombre; el armamentismo (la crisis económico-financiera de
Israel, casi terminal, no se entiende a la luz de sus inversiones en
armamentos, a ese extremo se ha llegado); la sanidad (50 millones de
norteamericanos caídos del sistema de la seguridad social y un presupuesto para
la guerra de Irak que insumió cerca de 200 mil millones de dólares); la
justicia, en manos de los poderosos –léase el caso de los prisioneros de
Guantánamo , el no menos sonado de Berlusconi en Italia...
En esta crisis entran nuestros hijos; es la herencia que les vamos a
dejar. Cuando se caiga todo, nuestros hijos tendrán que asumir el desastre. Si
están capacitados para ello, no les será
difícil; pilotearán bien los cambios y podrán sacar la crisis adelante.
Si están capacitados para ello, insisto.
Por ahora, andan sueltos y
solos. Ya que el hogar y la escuela no
prestan apoyo, su necesidad de plenitud, que la tienen, se satisface, incompleta, fuera de los
ámbitos que naturalmente hasta ahora fueron los más propios para su educación.
La calle, el mundo exterior, egoísta y hostil, es su habitat y poco podrán
hacer si no entran en él con una infraestructura sólida que autorice una inserción acabada. Y
esa es tarea nuestra.
El descuido que los padres hemos hecho de los valores creyendo que
bastaba con recitarlos, el desinterés
por el conocimiento, la abulia que nos
anima, han eclipsado nuestra relación con ellos centrifugándolos del entorno
familiar. El ámbito escolar, con sus filas de bancos donde se investigan la
nuca del que los precede, en un
degenerado alineamiento antieducativo que impide el diálogo y la puesta
en común; con maestros que aún sostienen
que “eso de la informática no es para ellos”, como si pudieran decidir acerca
de los recursos prescindiendo de la realidad que los circunda; que no quieren saber nada con los padres, a
los que imputan que depositan a sus hijos en las aulas para quitárselos de
encima, y sin ninguna imaginación para
encarar una vida de relación que termine en un espléndido encuentro , los
colegios, insisto, poco aportan.
En pocos años el hogar se transformará en el lugar donde se acuda a
dormir y la escuela en un centro de información donde se obtendrán datos y se
evaluarán rendimientos. Otra forma de vida, otra forma de ser que no está
necesariamente mal, que sólo es distinta, pero que padres y maestros tenemos
que encarar ahora mismo para que los
chicos puedan asumir el cambio.
Esta es la realidad que estamos empezando a vivir y de la que no
tenemos porqué sentirnos satisfechos, sino más bien todo lo contrario.
Entendemos que la vida nos apura y apenas si tenemos tiempo para sobrevivir a
las angustias cotidianas. Pero también sabemos que tenemos una responsabilidad
que no podemos dejar de lado.
Así, ni como padres ni como maestros podemos dar pruebas de nuestra ligereza para encarar
las nuevas tecnologías porque ya habitan en nuestros hijos.
Tampoco podemos los padres mantener una estructura familiar que los
centrifugue ni puede el colegio hacerlo. La pérdida de estas dos instituciones
contribuirán a un vacío afectivo que no podrán recuperar de mayores.
Tampoco podemos, ni padres ni maestros, conculcar su independencia, se
mire como se mirare: desde el temor a que les pase algo o desde nuestra propia
incapacidad para impulsarlos a que sean ellos mismos.
Tampoco podemos abandonar nuestros intentos para que descubran las
maravillas del conocimiento como elaboración estratégica personal para afrontar
una vida rica en alternativas, fluida, creativa e imaginativa.
Ni podemos contarles cuentos de hadas respecto de Dios y de la Iglesia. Las cosas
son como son y si ambos, Dios e Iglesia se precipitan a tierra, es porque no hemos
sabido poner en acto la existencia del uno ni las virtudes de la otra.
Tampoco podemos hablar de paz si en nuestros corazones anida la
indiferencia por los demás y terminamos
aplaudiendo cualquier guerra que se montan por ahí los intereses económicos.
Ni hablar de amor si tenemos a toda la humanidad bajo sospecha.
Tampoco podemos enseñarles la virtud de la puesta en común si vivimos
para dentro, vidas individuales, incluso en el seno del hogar.
Tampoco podemos insistir en que todo es una porquería, porque no es
cierto. La vida es lo más maravilloso que tenemos y ellos lo saben; miran adelante y saben que les espera un
mundo descarnado, en el que podrán
intervenir creando circunstancias, estableciendo relaciones y celebrando nuevos encuentros.
No podemos dejar que entren desnudos, despojados de todo, como si se
tratara de un comienzo cuyo pasado no tiene nada que aportar.
Si nuestro aporte es vital, nuestro legado es irremplazable: tenemos
que convocarlos a descubrir que el conocimiento es el sustento de la vida.
Y para eso es menester que pongamos el nuestro propio en acto y
cumplamos con nuestro deber de maestros y padres.
El sistema
El sistema en el que vivimos –como cualquier otro sistema- es
opresivo. La opresión que ha ejercido sobre nosotros se ha manifestado a través
de sus instituciones. No obstante, nadie puede vivir ajeno a esas
instituciones que nacen a partir de
principios con los que la cultura nos consustancia desde el mismo momento en
que nacemos. A nadie se le puede ocurrir, en el mundo occidental, que la relación de pareja sea poligámica, por
ejemplo, o que se niegue la aplicación de una transfusión de sangre al que la
necesita o que el estado se quede con los ahorros de los ciudadanos. Se trata de derechos que derivan de
principios a los que adherimos por cultura y por convicción.
Sin embargo, una cosa son los principios –la verdad, la misericordia, la entrega, la
justicia y demás, de donde derivan
otros, como el derecho a la vida o a la propiedad - y otra muy distinta las instituciones que los
ponen en vigencia; lo que podríamos llamar la instrumentalización de esos
principios.
Cuando uno apela a la justicia de un tribunal para dirimir un pleito,
el principio de justicia pasa a ser una referencia en la interpretación que
hace la ”institución judicial” , es
decir el tribunal.
Es entonces cuando juega otro
tipo de principios, los que podríamos llamar “de circunstancias”.
La vida, que se enaltece en los primeros, sin embargo, transcurre
entre los segundos. Y es en ellos donde
las cosas dejan de ser blancas o negras y hay que hacerlas transitar por la
zona de grises. No podemos aplicar principios absolutos a las meras circunstancias, porque, de ser así,
matar en defensa propia, no punible judicialmente, sería tan condenable como
matar para robar.
En los últimos años, aquellos que
prácticamente cubren la totalidad de vuestras vidas, el “mercado” se ha
apoderado de la familia, del estado, de los partidos políticos, de la
salud, de la educación, de los
sindicatos, de la seguridad, de las universidades y hasta de la defensa
nacional, y maneja sus instituciones según sus propias
necesidades.
El mercado hace caso omiso de los principios, cualesquiera sean,
porque no está atado a ningún compromiso que no sea el del beneficio de la
renta. De ahí el desmoronamiento de los
valores con los que tradicionalmente han jugado las instituciones. Se ha institucionalizado aquello del tango:
“lo mismo un ladrón que un gran profesor”
En este “mercado”, que sólo podríamos aceptar por resignación pero
jamás por convicción, querer mantener en alto los “principios” sólo puede redundar
en detrimento de nuestras posibilidades.
No creo que nos hayamos transformado todos en unos mal vivientes, pero sí que, casi sin
darnos cuenta, hemos ido abandonando a la familia y a la escuela en manos de
las circunstancias, como si no nos interesaran; nada menos que dos
instituciones que, por lo que les cumple hacer en el ámbito de la sociedad, son
pilares fundamentales de nuestra vida.
La familia
Se podrá decir que hay tantos tipos de
familia como estamentos sociales. Sin embargo, como nunca antes, hay contenidos
transversales de brutal impacto que las
afectan por igual.
El “sistema” necesita una campana que suene
en todas partes. Le da lo mismo el sonido que propague. Lo que interesa es que
la gente tenga presente la campana. Tal
el caso de la televisión, del fútbol, del veraneo, del coche nuevo, entre
otros.
La pertenencia de la gente a un determinado estamento
social no la inhibe de “disfrutar” de la
tele, ni del fútbol ni de ninguna de esas “ofertas”. Si no tiene acceso a una pantalla de plasma,
o a un BMW satisfará su necesidad de pertenencia con un aparato de 14´ , con
uno de esos coches que se venden a 50 euros por mes durante diez años, o
comprando los mismos modelos de ropa que ofrecen las grandes tiendas en el
mercadillo del pueblo. Pero no le faltará nada de lo que le ofrece el mercado.
Habrá comprado un televisor para ver a los Serrano, o los programas
documentales de la 2, pero tendrá televisor; tendrá motivos de conversación
tanto siendo del Real Madrid como del Barza, pero hablará de fútbol; irá a
veranear a Benidorm, a la
Costa Brava o a Mónaco, pero veraneará: se matará en un puente dentro de su cochecito
de 50€, o en su BMW, pero se matará. Tarde o temprano a todos nos llega el
campanazo.
Cuando vemos un anuncio por televisión, por
ejemplo el de un señor que besa su coche, no pensamos que el tipo es un idiota:
todo nos empuja a pensar en el coche. El tipo que besa el coche sirve de
disparador para llamar nuestra atención; es el sonido de la campana (justo es
decir, sin embargo, que hay avisos tan artísticos que uno no recuerda qué
promocionan: el sonido ha sido tan dulce que uno ni se acuerda de la campana.
Desgraciadamente son los menos).
La campana nos convoca a lo que es accesorio.
Nunca suena para avisarnos que Savater va a dar una charla sobre educación en
el Ateneo de Madrid ni que Umberto Eco va a disertar sobre las “Ilusiones
perdidas” en la
Complutense.
Tampoco suena la campana para advertirnos de
que la familia española está en crisis, en una severa crisis que afecta, sobre
todo, a los hijos.
La familia media
No me gusta hablar de “clases sociales”
porque creo que ya no existen. Sin
embargo, si hay un grupo humano que es de analizar con detenimiento es
precisamente el de la “clase media”, denominación ésta que excede mi afán por
desvirtuar las clases sociales, tal su presencia en nuestra sociedad. Tradicionalmente la “clase media” es la
depositaria de las costumbres y jueza de las transformaciones que se operan en la
sociedad. No impulsa los cambios, pero
es principal referente cuando evidencia su aceptación o rechazo.
Hay un tipo de familias de esta condición
social, una gran mayoría, que han
aprovechado y disfrutado del “boom” económico de la España de los últimos años.
La abundancia ha autorizado a que mucha gente sin capacitación formal pero con
clara inteligencia y gran empuje, haya
accedido a una posición expectante. Sin preparación para abordar trabajos para
los que es imprescindible una formación sistemática –funcionarios, empleados
administrativos, técnicos, etc.- se han
lanzado a trabajar por cuenta propia
aprovechando los nichos que ha ido creando la abundancia -restauración,
hostelería, franquicias de cualquier género- y otros servicios que demanda una sociedad dinámica como la nuestra.
La “vieja” clase media, que aún se sostiene
desde el funcionariato y empleos que reclaman una cierta
especialización, y que ha sido la que
tradicionalmente ha marcado las pautas sociales , se va replegando ante el
empuje de los nuevos “cuentapropistas”
que no tienen tradición de “mantenimiento”.
No tienen nada que rescatar de su pasado como para transformarlo y
relanzarlo a la sociedad. Son todo
presente, aunque incierto futuro: no
saben hasta cuándo durará.
Se caracterizan por ser sumamente ansiosos;
no manejan bien sus afectos; son de fácil relación pero de difícil encuentro
con los demás; se “muestran” entre sus pares;
son consumistas; viven pendientes del dinero, que es su medida de todas
las cosas; son voluntariosos para sacar
adelante su trabajo, pero desoyen otros llamados que exigen el mismo esfuerzo:
la atención de la familia, su necesidad
de capacitarse para acompañar a sus hijos en los estudios…; su formación es
apenas rasante: son ignorantes, no saben entender un texto sencillo, un discurso;
no saben participar de una
argumentación, son dispersos. En pocas palabras, viven atados a la “campana”: el fútbol, los Serrano, el paddle, el coche nuevo, el
chalet, comidas afuera, y colegios privados para sus hijos.
¿A usted le importa quién fue Piaget?
Seguramente no. Le confieso que a esta altura
de los acontecimientos que pueblan el mundo educativo, a mi tampoco. La
relación que mantenemos con nuestros hijos excede el marco de esa necesidad.
Según estadísticas que ruedan por ahí, el 20
% de los españolitos en edades que no sobrepasan los 12/14 años tiene
trastornos de comportamiento derivados de circunstancias de vida angustiantes.
Se calcula que a este ritmo hacia el 1020 la cantidad rondará el 50 %.
La familia, victimaria y víctima de los
chicos, vive una gran angustia. La realidad de una sociedad que la ametralla con el peligro de
alcoholismo y de la droga, devastadoras ambas, poco se ocupa, sin embargo, de su
propio calvario en la lucha que sostiene contra el desinterés de los chicos al
momento de atender sus obligaciones escolares, su falta de voluntad , su escaso
afecto por el estudio…
Habría que preguntarse si la solución, tal
cual se propone en los colegios, es dedicarse más a los chicos, primera
instancias ésta que por lo general se acepta porque, poco más o menos, todos
sentimos que dedicamos poco tiempo a la prole. Cuando transcurrido un tiempo la
cosa no mejora, entonces acudimos en busca de ayuda externa. Aparecen en el
horizonte profesores particulares que “enseñan” lo que los chicos no aprenden
(la raíz cuadrada, por ejemplo). Esta etapa dura en relación directa con un
estado de vértigo que nos hace pensar que nuestro hijo es medio tonto. Nos llama la atención que la criatura sea
tonta nada más que en el ámbito de la escuela, pero, si no le entra, si no
quiere, si no… pues “este chico no es para estudiar”. Antes de entregarnos lo
llevamos al psicólogo. El profesional nos dice que es muy común en los chicos,
que es un chico normal, que está desganado por la pre-niñez, pre pubertad o
pre-adolescencia, según la edad del crío, y así nos tiramos seis meses. Al cabo
de ese tiempo la maestra vuelve a llamar para decir que el nene no puede, no
quiere, no sabe, no estudia, no…
La situación en casa es explosiva; “no te
ocupas del nene” (el padre a la madre); “el que se desentiende eres tú”, (de la
madre al padre), y hasta la abuela, que
entiende a su nieto, que habla con su nieto, que consuela a su nieto,
que malcría a su nieto, que termina siendo cómplice de su nieto, harta de tanta estupidez de
pronto dice: la maestra es una idiota. El nene no tiene nada. Es ella, la
maestra que no lo entiende.
A la pobre vieja se la quieren comer cruda,
pero , pero…
Mis amigos, los nenes
Mi amiguito NN1 tiene 10 años. Es
brillante. La madre ha contratado mis servicios porque el chaval no da pie con
bola.
-
¿Qué pasó que te suspendieron?
- No sabía dónde quedaban los ríos de España.
-
¿Y por qué?
-
Porque no los estudié.
-
¿Y por qué?
-
Porque es mucho trabajo y no sirve para nada.
-
Bueno, algún sentido tendrá…
-
No creo. Mira (El chaval se sienta frente al
ordenador, va a Google y busca “Ríos de España”).
-
Mira
-
Está muy bien. Pero eso está en el ordenador, no lo tienes en la cabeza.
-
Claro, ¿para qué lo quiero en la cabeza, si está en el ordenador? A mi me gusta
otra cosa. A mi me gusta saber otras cosas. Por ejemplo, el otro día por televisión
un programa explicaba la contaminación del aire. Y me acordé del olor que tiene
el río Guadarrama en verano. Pensé entonces que el río está contaminado. Le conté a la maestra y le pregunté
a la maestra quién contaminaba los ríos. Y me dijo que después lo íbamos a estudiar. Que ahora estudiara
dónde quedan los ríos, que después veríamos…
La
madre, muy indignada (con el hijo) le explicó que tenía que aprender por dónde
corrían los ríos porque eso era cultura general.
El
padre le prometió que si estudiaba lo llevaba a ver el Madrid contra no sé
quién.
La
abuela le dijo: “Ven conmigo”
Yo
casi me lanzo sobre la vieja para darle un beso.
La
prueba escrita –un mapa de España donde corrían líneas que parecían dibujadas
por una araña a la que previamente le
habían mojado las patas en tinta china-, ya había sido corregida; la maestra había escrito ¡SOCORRO!
porque en su escuetísima configuración no podía aceptar que un niño de 9 años
confundiera el Guadalquivir con el Guadarrama.
Mi amiguito NN2 tiene 9 años.
¿Qué
hicieron hoy?, le pregunto.
Diptongos,
me contesta desganado.
Muéstrame.
Me
presenta su cuaderno con las
definiciones de diptongo, hiato y demás menesteres asociados con el tema. La
idea es que el chico ponga en marcha su
conocimiento del asunto desde la definición. El resultado es una catástrofe. Se
ha aprendido de memoria las definiciones pero sigue sin tener la menor idea de
lo que es un diptongo, ni cómo funciona. La maestra le pone una nota en el
cuadernillo -esos cuadernillos que dejan a salvo a la maestra y a los padres
que intercambian dejación de responsabilidades y sólo sirven para aplastar a
los chicos que, paradójicamente, se
encargan de llevarlos y traerlos en sus mochilas, ida y vuelta de casa al cole,
día tras día, como un pesado grillo- una nota de la maestra decíamos en la que
se lee: “Si no estudia me veré obligada a tomar estrictas medidas”.
Vuelvo
al cuaderno del crío. Hay dos correcciones; hechas por la maestra, claro. El
chaval había escrito “…y hiato”; la maestra le tacha la “Y” y le pone “E”, de modo que queda “…e hiato”. Más adelante la maestra, en nueva corrección
le pone acento a “suerte” suérte) y le
redondea la palabra para que el crío aprenda que lleva tilde.
Usted
dirá.
Una paliza al
profesor
Sabido
es que los profesores no ganan para sustos. Desde aquel director en cuyo
despacho se metió un padre para darle una tunda, hasta este caso reciente: dos
jóvenes acorralaron en uno de los claustros del colegio a su profesor y, mientras uno le pegaba el
otro (la otra) filmaba tranquilamente,
“desde y hasta”, todo es posible. Se
pasó el video por televisión y nos
quedamos todos atónitos.
Es
razonable pensar que es un disparate que
los alumnos les peguen a sus profesores. Lo ratifiqué cuando fui sonsacando opiniones acerca del asunto a
la gente que frecuento habitualmente. No hubo uno solo que me dijera que el
disparate era que el profesor no se hubiera defendido (se lo veía al pobre
desgraciado, hombre joven, corriendo de
un lado para otro tapándose como podía de los golpes que le propinaba el alumno).
Usted
no se imaginará que todo lo que pasa tiene que ver con malformaciones genéticas
de los jóvenes. Algo pasa.
Nuestros
chicos viven, aunque sólo sea a través de la tele, entre otras cosas, por ejemplo la guerra de
Irak . No les importa especialmente, pero ahí está: todos los días muertes y
más muertes. Han vivido la mentira que impulsó
esa guerra, el derrumbe de todos los que mintieron para llevarla a cabo;
la intolerancia, la violencia, el quebranto de las normas legales que la impedían, pero por sobre todo,
la impunidad con que se actuó.
Como
suele suceder, los imbéciles que la promovieron –infatuados a las órdenes del
poder económico- serán removidos de sus cargos , juzgados por la historia y
todo lo demás, pero el mal está hecho.
Ese
modelo de vida –al que se agregan otros de corte nacional (una oligarquía
naciente que no sabe qué hacer con sus hijos como no sea comprarlos, que no
habla -apenas dice-, que se regodea en
éxitos intrascendentes -coches, viajes,
inversiones)-, no puede ser neutralizado
por una escuela que ha perdido fuerza,
que no puede procesar las variables de
la realidad, que sobrevive como puede en
una sociedad que le deposita sus hijos a
la espera de que lo que no puede hacer la familia lo hagan los maestros.
El
problema de la educación hay que verlo más allá de la escuela. La escuela no
puede meter dentro lo que no hay fuera.
Por
favor, escríbanos a ctrevisi@fundacionemiliamariatrevisi.com
y dénos su opinión.
(En
“¿Educar o Educarse”, Editorial Misión Futuro, España, 2000. Coordinador Carlos
A. Trevisi)
Este documento, que ha de
servir de base para la presentación y discusión en el panel previsto por la
organización de las jornadas presenciales en torno al tema con que se enuncia,
aborda algunas cuestiones de naturaleza teórica y práctica en torno a los
problemas esenciales a los que habrá de enfrentarse todo profesor en la
formación de los jóvenes.
Los
puntos que analiza son de común interés para todos los docentes, cualquiera que
sea su especialidad disciplinaria, toda vez que afectan a cuestiones que
pudiéramos denominar estructurales de la teoría y la acción pedagógicas. El
oficio de profesor no está sólo condicionado por la tradición académica de que
procede, sino por el marco referencial de la educación que le incorpora a una
comunidad de intenciones que trasciende el ámbito de la propia disciplina.
El documento recurre a veces a la reflexión
histórica. Hay que convenir de principio que no hay ninguna cuestión educativa
importante que no esté determinada por su genealogía. Todo profesor, que ha de
ser un profesional intelectual y crítico, se instala en una tradición cuando,
por ejemplo:
Intenta
encontrar el sentido y la significación de lo que hace recurriendo a su
experiencia o a la memoria corporativa de la profesión.
Construye un
imaginario acerca de sus alumnos y de la sociedad de donde proceden y a la que
han de orientarse.
Revisa el currículum que gestiona a la luz de las
variaciones que se operan en la historia de su disciplina, en los textos y en
las sensibilidades culturales.
Evalúa los
efectos de los métodos de enseñanza de que se sirve en la práctica.
Examina críticamente la cultura escolar en
la que ha ido formándose como docente.
Todos
los anteriores análisis, en la medida en que son «culturales», son también
históricos. A nadie le es dado saltar hacia adelante –decía una sentencia
clásica – sin ir acompañado de su propia sombra. Ni tampoco es aconsejable que
se conduzca un vehículo sin echar una ojeada al retrovisor, aunque sea sin
perder la perspectiva del horizonte que tiene por delante.
Considere, pues, que este texto le va a
sugerir preguntas sobre cuestiones como las anteriores:
Léalo
con atención.
Subraye los
puntos que le parezcan de mayor interés.
Anote en los
márgenes, o en papel aparte, las observaciones que guarden relación con su
propia experiencia docente.
Entresaque
aquellos aspectos críticos que le gustaría comentar o discutir en el panel.
Complete estas
notas con observaciones personales sobre
temas que no aparezcan en el documento.
Objetivos
El documento que aquí se ofrece se propone
los siguientes objetivos:
a) Sugerir
una reflexión crítica acerca de la definición del perfil que podrían adoptar
los escenarios de la sociedad del próximo futuro.
b) Examinar
las implicaciones que comporta la crisis de relatos que afecta a la filosofía y
a la sociedad contemporáneas en relación a los sistemas de valor que regulan la
educación en sus dimensiones teóricas y prácticas.
c) Analizar
la función del saber en la sociedad del porvenir y las expectativas que la
evolución del conocimiento pueden generar en relación con las decisiones
curriculares.
d) Evaluar
el papel que los nuevos movimientos sociales van a tener en la configuración de
un nuevo horizonte para la educación.
e) Reflexionar
acerca de las consecuencias de la revolución tecnológica en curso que va a
desencadenar en los hábitos docentes, en la ecología del aula y en los sectores
de la educación no formal.
f) Discutir,
desde la racionalidad crítica y comunicativa, las relaciones de conflicto y
consenso a que aboca el pluralismo educativo y cultural de nuestro tiempo
esperanzador que profesionalmente se vaya percibiendo el significado del
término currículum como algo más
complejo que la simple ordenación de aquello que debe ser enseñado y aprendido
y que su desarrollo responda a un proceso meditado por parte de los profesores
y, en consecuencia, decidido y controlado por ellos, lejos de todo lo que se
identifica con la rutina y la ausencia de responsabilidad.
1. Introducción
El
texto que aquí se propone intenta suscitar, en torno a dos centros de interés,
algunos puntos de reflexión orientados a dictaminar el sentido y las
características que los escenarios del inmediato futuro ofrecerán a la
educación como marco de referencia de sus actuaciones, así como ciertos
criterios que pudieran guiar las estrategias a seguir en la instrumentación de
las innovaciones pedagógicas necesarias para dar respuesta anticipada a las
expectativas, ya presentidas, del porvenir.
Dada
la complejidad de los cambios a que se están viendo sometidas las sociedades
contemporáneas, así como la pluralidad de formas que adoptan los escenarios y
las prácticas culturales, es poco probable que se pueda formular con éxito una
propuesta de análisis o de intervención que asegure el asentimiento general.
Parece por ello aconsejable proceder con cautela tanto al diagnosticar los
escenarios como al diseñar las estrategias de acción. La prudencia aconseja,
pues, que la exposición ofrezca mejores bases para la discusión que
proposiciones demasiado precisas.
Nuestro
lenguaje y nuestro discurso se mueven por tanto más en el debate de algunos
tópicos de la discusión actual sobre las relaciones entre educación y cultura
que en la investigación y propuesta de un programa pedagógico específico.
Sirvan, pues, estas consideraciones preliminares para contextualizar el
contenido que seguidamente se expone.
Los dos núcleos de interés en torno a los que
se centra el documento son:
a)
El
pluralismo educativo en sus relaciones con la crisis de los grandes relatos,
así como con la práctica de la interculturalidad. Estos temas afectan a la
legitimación de las diferencias e identidades, pero también implican la
necesidad de definir nuevos mínimos culturales comunes.
b)
El impacto de la
racionalidad tecnológica en los escenarios del futuro, cuyo análisis implica la
revisión de los imperativos eficientistas de la «performatividad» junto a la
búsqueda de nuevas orientaciones de valor, emergentes de la misma crisis de la
cultura moderna, que sugieran pautas para fundamentar un nuevo humanismo que
trascienda las incertidumbres actuales.
2. En pos
de un nuevo milenio
En
solo un año cambiaremos no sólo de centuria, sino también de milenio. Inmersos
desde hace siglos en la corriente secularizadora de la cultura moderna, los
mentores de Occidente no parecen anunciar para estos «tiempos finales», siempre
cruciales, ninguna escatología, aunque en ciertos sectores fundamentalistas y
neoliberales se señale incluso como alternativa plausible a la racionalidad
moderna el retorno al espíritu religioso. Así lo anunciaba, por ejemplo, Daniel Bell, para quien la gran
confusión en que está sumida la cultura moderna podría producir algún tipo de
respuesta de ese orden. La búsqueda de nuevos significados para eludir el
nihilismo o el vacío en la sociedad posindustrial encontraría en esta salida el
retorno a un vínculo roto (capitalismo-ética protestante) por el modernismo
(2). En un trabajo más reciente, traducido al castellano bajo el título Milenio, el economista argelino Jacques Attali prevé igualmente el
encuentro con el sentido religioso de la vida,
tolerante o fanático, en un mundo que cambiará más en los próximos diez años
que en ningún otro período de la historia humana. Esta será la respuesta al
imperio de la tecnología y al silencio que los objetos impondrán a los
hombres (3). Y hasta el pensador marxista A.
Schaff, en su última autoconfesión, no descarta que este siglo «tenso y
neurótico» corra el peligro de ser víctima del Apocalipsis o de tener que
recurrir al «solaz» de la religión (4).
Pero los pronósticos más comunes se debaten
en otra dirección al tratar de definir los escenarios a que abocará nuestra
crisis cultural. Probablemente ni los mitos milenaristas que, despojados de su
original legitimación sobrenatural, pervivieron, bajo formas secularizadas, en
los movimientos revolucionarios de nuestro siglo, tal como mostró Norman Cohn (5), tendrán virtualidad
tras el año 2000, salvo en aquellos ámbitos culturales en los que los procesos
de modernización no se integraron bien con las tradiciones. Los escenarios del porvenir,
en lo que se refiere al sentido de la cultura, se debatirán más bien, tal como
especulan hoy los analistas de la crisis de la modernidad, entre las
incertidumbres con que se perfila la llamada era posmoderna, la recuperación
del proyecto ilustrado inconcluso o la búsqueda de una nueva cultura de «Alta
Modernidad» que emergería de las transformaciones inmanentes que se operan en
el seno de ésta (6).
Ninguna época ha
tenido seguramente una tan clara conciencia de su historicidad como la nuestra.
La toma de conciencia histórica es, como subrayó H. G. Gadamer, «la revolución
más importante de las que hemos experimentado tras la llegada de la época
moderna».
Esta conciencia es sin duda un privilegio, aunque pueda
asimismo constituirse en «una carga que, como tal, no ha sido impuesta a
ninguna otra de las generaciones anteriores» (7).
Ello quiere significar que si no percibimos
hoy un horizonte claro al que orientar con seguridad nuestras acciones, sí
contamos con una importante memoria que nos ayudará a sobrevivir. Esta memoria
no sólo garantiza nuestra identidad, sino que, como la sombra del relato
clásico, nos proporciona perspectivas y nos acompaña en los saltos hacia
adelante (a nadie le es dado saltar sin ir acompañado de su sombra). El llamado
«fin de la historia» que anunciara F.
Fukuyama en 1989, al cumplirse el segundo centenario de la Revolución francesa,
difundido por la John M.
Olin Foundation (institución norteamericana de reconocida tradición en la
revisión conservadurista de la enseñanza de las ciencias sociales), no es otra
cosa, como advierte J. Fontana, que
la reelaboración de las tesis de Hegel sobre el cierre de la historia humana
(8). Por lo demás, conviene recordar que los estructuralismos también
contribuyeron a la formulación de los discursos que propiciaron el declinar del
sentido histórico y la muerte del hombre.
¿Por
qué reivindicar el recurso a la historia en la definición de los escenarios de
fin de siglo y de las estrategias que se instrumenten para anticiparse a ellos?
En primer lugar, porque los datos que
nos ofrece la realidad actual no son simplemente sincrónicos, sino elementos
dotados de una genealogía que los conforma.
De otra parte, porque el análisis
histórico facilita la interpretación crítica de esa realidad y la percepción de
sus desarrollos inmanentes que emiten prolongaciones hacia el futuro.
Finalmente, porque la reflexión sobre el pasado posibilita la
formulación de hipótesis alternativas en las que fundamentar el diseño de
escenarios y estrategias para el porvenir.
Desde los anteriores
planteamientos parece razonable pensar que la «noche del siglo», como ha
llamado Edgar Morin al punto de tránsito hacia el nuevo milenio (9), no será,
pese a las incertidumbres en que nos movemos, una noche oscura y apocalíptica,
sino un estadio esperable de un proceso, que se verá asistido por la memoria y
la experiencia, por el privilegio y el peso de la historia, que se sumarán a
los discursos de la imaginación audaz.
Observe
y reflexione
Si el
futuro aparece incierto, el pasado se presenta con multitud de sugerencias y
posibilidades. En este sentido, los escenarios en los que se puede desarrollar
la plenitud humana se caracterizan por su diversidad y por su relación con el
contexto.
Esboce
unos puntos de reflexión que permitan señalar características de hipótesis de
futuro; por ejemplo: la educación futura se caracteriza si, y sólo si, existe
un conocimiento tecnológico.
Desarrolle brevemente
la idea, discútala con sus compañeros y extraiga una conclusión personal.
3. Los
escenarios de fin de siglo
Aunque
el recurso a la historia, como hemos argumentado, proporciona algunas
seguridades, es verdad también que, como ya advirtió Edmund King, el mundo en el que aprenden y viven nuestros niños y
jóvenes es, en cierto modo, «un mundo sin precedentes», por lo que a quienes
tenemos que arriesgar en la educación del porvenir nos interesa afrontar las
«incertidumbres», «en vez de cargar el acento sobre el manejo de las certezas»
(10).
Hace
algunos años participé en un curso de la Universidad Internacional
Menéndez Pelayo (Santander, 1984) con una ponencia de intención prospectiva: «Qué educación y qué profesor en la España de los ochenta»
(11). Era el año orwelliano, una fecha símbolo de un futuro ya consumado, que
invitaba a ensayar nuevos futuribles, comprometiendo a la razón, como quería
Kant, con la memoria histórica y la audacia imaginativa. Ésta era tal vez la
actitud más racional, adoptada frente a la tentación por la simple complacencia
nostálgica en el pasado, o por ensayismo anarquizante en favor de un futuro sin
tradición. Al año siguiente, en los Cursos Internacionales de la Universidad de
Salamanca, tuve ocasión de continuar el análisis anterior al presentar otro
texto titulado como la misma reunión: «¿Para
qué futuro educamos?» (12).
No
me es posible resumir aquí aquellos análisis y propuestas, que en algún caso,
además, yo mismo revisaría. Utilizaré, eso sí, cuando proceda, algunos puntos
de aquellas comunicaciones, pero centraré mi reflexión ahora en los dos
requerimientos fundamentales de esta Unidad Didáctica: la definición del perfil
de los escenarios del futuro en relación con el pluralismo educativo y la
racionalidad tecnológica.
3.1. Primer
requerimiento: La definición del perfil de los escenarios
A mi modo de ver, el debate prospectivo sobre
los escenarios a los que han de responder los sistemas educativos, en relación
con el pluralismo, tiene que referirse, al menos, a tres cuestiones:
a) El problema de la
crisis de los relatos y de las consecuencias que esta crisis comporta en los
sistemas de valor que inciden en la teoría y práctica de la educación.
b) La función del
saber en la sociedad del porvenir y las expectativas que la evolución del
conocimiento va a plantear a la educación formal y no formal en lo que se
refiere a las decisiones curriculares.
c) El impacto que
los nuevos movimientos sociales y culturales (minorías, ínter culturalismo,
ecologismo, pacifismo, no sexismo, vanguardias artísticas, postmo-dernismo...)
van a tener en la configuración de un nuevo horizonte para la educación.
3.1.1. La primera de estas
cuestiones, como ya se apuntó al principio del trabajo, afecta al análisis de
la crisis de la modernidad y de los discursos que en la
actualidad pretenden explicarla, trascenderla o encauzarla
actualidad pretenden explicarla, trascenderla o encauzarla
Como
es bien sabido, el debate sobre esta crisis tuvo una destacada presencia en la
literatura filosófica de los setenta y ochenta, y aún hoy continúa viva. Aunque
no podemos obviamente entrar a examinar la controversia que ha polarizado buena
parte de los impulsos críticos de la última generación de intelectuales de
Occidente, es inexcusable resumir con fines didácticos algunos aspectos
nucleares del debate.
Tomemos, conforme a los propósitos
anteriores, como punto de origen de nuestra reflexión, el conocido ensayo de J. F. Lyotard sobre La condición
posmoderna (hay que hacer notar que el arranque de la discusión es desde luego
bastante anterior, como ya advertimos al referirnos a la obra de D. Bell (13).
Según aquél, los grandes relatos que guiaron las filosofías y las políticas
emancipatorias (también las pedagogías) han perdido vigencia y legitimidad. La
narrativa de la modernidad se centró precisamente en torno a estos relatos: la
realización del espíritu, la sociedad sin clases, la paz universal, la
ilustración general... (conviene recordar que este veredicto de crisis se
formuló bastante antes de la caída del socialismo real o de la destrucción de la Biblioteca de
Sarajevo). El hombre posmoderno ya no cree en estos relatos ni en los lazos
sociales de las instituciones que los encarnaban.
Esta crisis
de creencias ha conducido a la fragmentación y debilidad de los discursos
(aparición del «pensamiento débil» de que habla G. Vattimo) y a la disolución
de las formaciones sociales (nuevos énfasis en las diferencias, renacimiento de
los nacionalismos con su carga de modernidad imperfecta, balcanización).
También se
ha exacerbado el papel de la tecnología, sobre todo la relacionada con la
información y los nuevos lenguajes, como instrumento de poder sustitutivo de
los meta relatos caídos (sobre este tema volveremos más adelante).
La nostalgia del relato perdido, que
puede estar presente aún en las generaciones formadas antes de los comienzos de
esta crisis, no es observable en los jóvenes, y sí es evidente en éstos su confianza
en la interacción comunicativa por la tecnología y en los valores y poderes que
esta racionalidad comporta.
La disolución de los discursos procedentes de
la racionalidad moderna, ilustrada, y de los lazos sociales tradicionales
asociados a aquellos relatos, ha suscitado una crisis de cultura comparable en
parte, como han sugerido algunos haciendo una pirueta anacrónica, a la crisis
que sucedió a los momentos de esplendor de la Grecia clásica. Es bien conocido que, a partir
del siglo iv a. C., la crisis de
la polis dio origen a una sociedad más abierta y dispersa, así como que la
cultura se fue haciendo cada vez más ecléctica y retórica. Los grandes relatos
(Platón, Aristóteles) fueron perdiendo funcionalidad dialéctica y analítica,
orientándose entonces la cultura helenística hacia la erudición enciclopédica (enkyklios paideia), el discurso
retórico, el pluralismo ético, el ecumenismo, la moral epicúrea, el estoicismo
y otras filosofías «menores».
Es evidente,
repetimos, que tal analogía es un anacronismo, pero, a condición de salvar las
diferencias que cada tiempo y cultura comportan, es útil servirse de referentes
históricos para estimular la propia reflexión. ¿A qué responde hoy el
contractualismo, esa especie de bonanza consensual que todo lo asume, donde
toda información es aceptable (enciclopedismo ecléctico) y sirve para ejecutar
la retórica, sin ponderar si la nueva sofística se ordena a algún valor moral o
se reduce a una práctica cínica?
Éste sería, pues, el primer componente del
escenario de fin de siglo a que habría de responder la educación. Un componente
ciertamente complejo y desalentador, que además sería determinante de los demás
elementos que configuraran el cuadro o escenario, toda vez que constituiría el
marco de referencia del conjunto de la situación. No en vano son estos relatos
los que han de orientar no sólo la práctica educativa, sino la misma reflexión
pedagógica, como bien lo vio J. F.
Herbart al formalizar a comienzos del xix
la ciencia de la educación, haciendo descansar epistemológicamente la nueva
disciplina sobre el poder constitutivo de la ética o filosofía moral.
La crisis de relatos
generaría, por consiguiente, una crisis de valores que afectaría en su misma
estructura a la educación en la actualidad y en el inminente comienzo de siglo.
Pero
no todos valoran así la situación por la que atraviesa nuestra cultura. J. Habermas considera que «el proyecto
de modernidad todavía no se ha completado» y que «la post modernidad se
presenta claramente como anti modernidad», es decir, como una «corriente
emocional» que pretende colocarse en la post ilustración e incluso en la post
historia (14). El conocido filósofo frankfurtiano, integrando las tres
tradiciones que dan razón del momento histórico que viven las sociedades
occidentales –la ilustrada, la marxista y la funcionalista-sistémica, intenta
salvar aquel programa de la
Ilustración , aún inconcluso, que aspiraba a la comprensión
del mundo por la objetividad de la ciencia, al progreso moral y a la felicidad
de los individuos. Todo ello ha sido demolido por nuestro siglo, pero la razón
comunicativa, única vía para asentar el orden normativo-social en esta fase de
la modernidad en la que todas las tradiciones se cuestionan, es al propio
tiempo la esperanza para fundar, mediante procesos discursivos públicos, el
nuevo consenso moderno que precisa nuestra cultura (15).
La
alternativa anterior, en lo que a la legitimación de los relatos que debieran
orientar a la educación, buscaría la superación de la crisis por la vía del
contractualismo comunicativo que aseguraría, al menos, no sólo un método para
la elaboración del consenso cultural y moral, sino también una renovada versión
de la teoría del pacto ordenada a la elucidación pública de los valores de la
modernidad que aún pueden ser conciliados con las exigencias de una sociedad
avanzada y en crisis.
Otra
actitud ante la crisis de los relatos modernos es la que sostiene A. Giddens en su reciente estudio sobre
las consecuencias de la modernidad. Para este autor, el orden posmoderno aún no
ha comenzado. En la actualidad, hemos entrado en un período que él denomina de
«alta modernidad», en el que las tendencias anteriores en vez de debilitarse se
radicalizan y universalizan. Muchos de los fenómenos llamados posmodernos son
en realidad formas históricamente inéditas, pero no expresiones fragmentarias o
de disolución de un sujeto dentro de un mundo de signos sin centro. Además, «la
modernidad está inherentemente orientada al futuro», y en ello basa el autor su
posición de «realismo utópico» que combina las tendencias institucionales en
curso, inmanentes, con las previsiones que por ser decididas desde el presente
reinciden sobre las formas que adoptará el porvenir (16). Giddens sostiene una
interpretación «discontinuista» del desarrollo social moderno basada en la
consideración de los ritmos y ámbitos del cambio. La percepción de estas
discontinuidades y cambios es una consecuencia de la ruptura con las teorías
evolucionistas que representaban los grandes relatos como una narración
ordenada, sin saltos, de la idea de progreso, pero una visión abierta de la
modernidad puede asumir también el principio de la cohesión dentro de la
discontinuidad. Esta cohesión se salva cuando la modernidad empieza a «comprenderse a sí misma» y no intenta
escapar de su propio discurso, que en este caso se identifica con la
apropiación reflexiva de su racionalidad (circularidad de la razón) (17).
No obstante este retorno, «la futurología –una
cartografía de posibles/probables/ disponibles futuros– se convierte en algo
más importante que la cartografía del pasado». Se han operado, desde la Ilustración ,
transiciones de largo alcance, y aunque no hemos ido «más allá» de la
modernidad, sí estamos viviendo una fase más radical y universal de sus
discursos que ha incidido incluso en escenarios no occidentales (18). Este
nuevo estadio no supone la disolución de la episteme moderna e identifica los
desarrollos aparentemente fragmentarios, intuye la marcha dialéctica de la
modernidad hacia formas globalizadoras y percibe en el hombre el poder de la
reflexividad (19). En realidad, tal interpretación de la crisis de la
modernidad y de sus desarrollos plausibles no está tan alejada de la que nos
ofreció Habermas. De nuevo aquí, la Ilustración sigue siendo un proyecto inconcluso.
Observe
y reflexione
Se habla de relatos
como gemidos en el escenario, aunque el «hombre moderno» parece que los elude
porque los valores son endebles. Esta crisis de valores, incluso la nostalgia
del «relato» perdido, es: algo característico del hombre moderno «y, por ello,
se impregna todo el escenario», o es una peculiaridad del escenario, que
influye en todo ser que está en el mismo.
¿Podría expresar brevemente cuál es su opinión al
respecto?
3.1.2. La segunda cuestión
del debate prospectivo actual, en lo que interesa a la educación, es la
relativa a la función del saber en la sociedad del inmediato porvenir y las
implicaciones que la evolución del conocimiento comportará en la definición de
los escenarios que van a condicionar las estrategias educativas, especialmente
en lo que afecta a las decisiones sobre el currículum.
Vivimos,
como se ha dicho y reiterado en tantas ocasiones, en la sociedad del
conocimiento y de la información. La revolución científico-técnica, como ya vio
R. Richta, ha transformado el saber en una fuerza productiva de primer orden
(20), y por supuesto también en una fuente de poder, tal vez el factor más
decisivo en la competitividad mundial por la preeminencia económica y política
en el futuro (21). Así lo reconoce, por citar un documento reciente, el Libro
Blanco de las Comunidades Europeas que intenta diseñar los retos y pistas para
entrar en el siglo xxi, en el que
la calidad y velocidad en la gestión del conocimiento se considera un «factor
clave de la competitividad» que como «insumo» condicionará la economía en todos
sus procesos y etapas (22).
El anterior pronóstico, en verdad, no es
nuevo, aunque hoy se formule con especiales tintes de actualidad. La sociedad
posindustrial, tal como vieron los analistas y futurólogos, a partir sobre todo
de la crisis de los setenta, se caracteriza:
por el peso cada vez más fuerte que en
su estructura económica juegan el sector terciario y el llamado cuaternario;
por la mayor presencia de los
profesionales científicos en la división del trabajo;
por las estrechas interdependencias
entre conocimiento e innovación, y
por
la aparición de una «tecnología intelectual» capaz de enfrentarse con problemas
de alta complejidad (23).
Las implicaciones que
un escenario así descrito tiene para la educación son numerosas y todas ellas
de extraordinario calado. No hay que olvidar que son los sistemas educativos
los principales instrumentos de formación de capital humano y los encargados de
diseñar los currícula, de todos los niveles educativos, a partir de la masa crítica
de conocimientos que en cada momento ofrece el estado de la ciencia, la
tecnología y la cultura.
Resulta
de todo punto imposible desarrollar todos los aspectos que se suscitan desde la
anterior consideración, por lo que me constreñiré a presentar algunos datos y
puntos de vista referidos a otro nudo gordiano de la educación del futuro: el
problema de la «academización» del saber a través del currículum desde una perspectiva pluralista. Si en las primeras
reflexiones nuestro discurso giró en torno al binomio relatos-valores, ahora se
polarizará en el que forman los términos saber-currículum.
La
escuela academiza el conocimiento producido fuera de ella, esto es, reduce a
disciplina parte del saber que le ofrece la cultura de la época. No es
frecuente que las instituciones docentes creen por sí mismas la ciencia que
transmiten, salvo las superiores, en las que la investigación y la enseñanza
son funciones adscritas simultáneamente a los profesores. Tampoco es inédito
desde luego que las escuelas de primer o segundo nivel elaboren el saber. Sólo
hay que recordar que la gramática o la retórica, como cuerpos de conocimiento,
se inventaron en el interior de las escuelas de la Antigüedad clásica.
Pero lo más habitual, en lo que se refiere a nuestro tiempo, es que los
sistemas de educación seleccionen de entre el conjunto discreto de saberes que
la cultura de una época le muestra aquellos que pueden tener mayores
virtualidades formativas en función de los valores que la escuela pretende
desarrollar.
Más aún, cada disciplina, al ser reducida a
sistema, reduce a vulgata los contenidos que toma de aquel conjunto, dando
origen a una especie de paradigma didáctico (utilizamos el concepto de
paradigma por analogía al que Th. Kuhn
ideó para la historia de la ciencia) que es compartido por la mayor parte de
los docentes mientras conserva su vigencia. Los estudios sobre historia del currículum, que utilizan a menudo como
fuentes los manuales escolares, muestran cómo la vulgata de una disciplina se
mantiene idéntica a sí misma en distintos textos (24). Los conceptos, la
terminología, la ordenación del corpus de conocimientos, los títulos de los
epígrafes y los tipos de aplicaciones responden a un mismo modelo, con escasas
variantes, de tal suerte que hasta el plagio es asumido por la corporación de
editores. Ello prueba, entre otras cosas, el conservadurismo pedagógico de las
escuelas, que hipoteca por lo demás la capacidad de anticipación que la
educación habría de impulsar para atender a los requerimientos del futuro. Pero
ésta es otra cuestión.
Retomemos el hilo
anterior del discurso. ¿Cuál será el estado del saber en los escenarios del
futuro, aceptado sin más justificaciones el relevante papel que el conocimiento
desempeñará en la sociedad industrial avanzada?
La
primera afirmación que conviene reflejar aquí se refiere a la previsión de un
ritmo de crecimiento exponencial del conocimiento. Como ya comprobó Derek J. S. Price desde sus primeros
trabajos, que cumplen ahora un tercio de siglo, la ciencia moderna y
contemporánea se duplica cada diez o quince años tomando como indicadores el
número de revistas y abstracts y de investigadores que se han publicado o
existido desde los comienzos de la primera revolución científica hasta la
actualidad. Por otro lado, la
Big Science se manifiesta hoy en el hecho de que entre el 80
y el 90 por 100 de todos los científicos que han existido en la historia de la
humanidad son contemporáneos nuestros y porcentajes similares sirven para
objetivar los conocimientos adquiridos por los científicos e intelectuales
después de sus estudios universitarios. Sólo un 10 o 20 por 100 corresponderían
a etapas anteriores, lo que muestra la acelerada obsolescencia del saber en
nuestra sociedad (25).
No
es aventurado afirmar, de acuerdo a los modelos bibliométricos, que la curva
logística del crecimiento de la productividad científica ha reforzado su
carácter exponencial en los últimos decenios (aunque encuentre su nivel de
saturación para no llegar al absurdo), como tampoco resulta arriesgado prever
que su comportamiento se acelere hasta el fin de siglo, con lo que el escenario
que aquí tratamos de definir nos ofrecería un horizonte de saber extremadamente
erudito y complejo, depositado en espacios informatizados de memoria y
disponible en redes de comunicación automatizadas.
Todo un
universo en el que lo difícil será sin duda: elegir con inteligencia;
discriminar lo interesante de la banalidad erudita, y proceder en todo ello con economía de tiempo
y esfuerzo.
El
saber, como asegura Lyotard, será producido para ser vendido (26), y es muy
probable que proliferen nuevas estructuras de comunicación, como los «colegios
invisibles» descritos por Price, que eludan los circuitos convencionales y
abrevien el camino en la toma de contacto, a veces informal, entre los
cultivadores de ciertos temas de investigación de punta.
En estos procesos, a
los responsables de los sistemas educativos les corresponderá decidir: cómo
seleccionan y construyen los currícula; de
qué manera aseguran el pluralismo en cuanto a los contenidos y orientaciones de
valor; qué mecanismos instrumentarán para favorecer su renovación permanente
del saber, y de qué modo salvarán las
tradiciones que deseen conservar en esta dinámica acelerada de cambios
científicos y culturales.
Observe
y reflexione
Cuando una disciplina
se reduce a sistema, convierte en «vulgata» los contenidos que la definen, se
concreta «didácticamente» lo que debe ser aprendido. Es un producto que tiende
a ser vendido de manera sugestiva.
Pensando en su
disciplina, elabore una frase publicitaria y atractiva, que sintetice sus
contenidos y su necesidad de consumirla.
En una sociedad pluricomunicativa, podría plantearse el
«colegio invisible», donde el sistema de comunicación fuera muy diverso.
Imagine ese tipo de colegio y piense cómo tendría que actuar un profesor
también invisible.
3.1.3. El tercer centro de interés en el
debate sobre los escenarios del futuro, en relación con el pluralismo
educativo, lo constituyen los movimientos fácticos de orden social y cultural
que emergen en esta fase finisecular de la historia de la humanidad.
Muchos
de estos movimientos (postmodernismo, ecologismo, estéticas de vanguardia,
ultra nacionalismos, pacifismo, no sexismo...) pueden ser percibidos desde la
crítica de la racionalidad como la resultante, en el plano de la realidad, de
la deconstrucción de la modernidad o de la fragmentación social a que está
conduciendo la «aventura de la diferencia» (27). Incluso puede que sean
valorados como manifestaciones deconstructivas o contraculturales de una
sociedad en crisis, es decir, como la prueba de la disensión. Pero, desde la
perspectiva de la «alta modernidad», tales corrientes, aunque parezcan
disonancias cognitivas, son valoradas como alternativas de un «realismo
utópico» que emergen, en ocasiones de forma espontánea, como tendencias
emancipatorias radicales dirigidas a la liberación de las desigualdades y
servidumbres que la misma lógica del modernismo ha desvelado, toda vez que –no
hay que olvidarlo – los movimientos democráticos se originan en el «campo de
las operaciones de vigilancia del estado moderno» (28).
El reciente testimonio del filósofo Adam
Schaff, que viene a complementar el conocido futurible que publicara hace diez
años tras ser presentado al Club de Roma (29), observa no obstante, como ya
hicimos notar, que el clima de este fin de siglo es «más tenso y neurótico» que
el que vivieron los hombres a fines del siglo pasado. Y recurriendo nada menos
que a imágenes del Apocalipsis de San Juan, el autor polaco quiere percibir
«cuatro jinetes» en nuestro final de milenio: el peligro nuclear, siempre
terrible pese al «equilibrio del miedo» y a los cambios geoestratégicos de los
últimos años, la amenaza ecológica, la explosión demográfica y el paro
estructural (30).
Todos estos
parámetros del escenario final del siglo xx
plantean a la educación nuevas orientaciones de valor, además de exigir cambios
radicales en cuanto a los modelos de desarrollo.
El punto más novedoso del análisis schaffiano, ya
apuntado en el trabajo de 1984, es el referido al Futuro del Trabajo (sic). La revolución tecnológica
terminará por reemplazar al hombre en numerosos sectores de actividad y la
fuerza de trabajo liberada tendrá que orientarse hacia ocupaciones de utilidad
social. El mantenimiento de grandes contingentes de personas dedicadas a estas
tareas obligará a implantar una nueva fiscalidad y un nuevo reparto de la renta
nacional, que preverá el salario social para todos los ciudadanos, hombres y
mujeres. El nivel de preparación de la población habrá de ser muy elevado y
existirá un sistema obligatorio de educación permanente. Todo ello comportará
un gran cambio de civilización. El Homo
laborans será sustituido por el Homo
studiosus y el Homo ludens (31).
Hay,
finalmente, otra cuestión de especial relevancia en relación con el pluralismo
de la sociedad del futuro. Me refiero al multiculturalismo. Cada vez va a ser
más frecuente que diversos grupos étnicos y culturales compartan un mismo
espacio geopolítico. Los escenarios de fin de siglo serán por consiguiente ámbitos
pluriculturales. Las minorías históricas que viven en espacios más amplios, los
efectos de la descolonización, las migraciones, el apartheid y las situaciones
de marginación que se observan en nuestras sociedades plantean nuevos retos
educativos a las culturas en contacto (32).
Por otro lado, la creciente interconexión entre los
pueblos de las más alejadas latitudes del mundo a través de los medios de
comunicación (The global village) o
de los vínculos económicos y comerciales, los problemas ecológicos que afectan
a todo el planeta, las interacciones Norte-Sur y la configuración de nuevas
«biorregiones» (como la llamada «cultura del Pacífico»), o la reorientación de
otras (como la «mediterránea» y la «atlántica»), entre otras nuevas
situaciones, inducen la aparición de escenarios más sistémicos, globales e
interdependientes, que al mismo tiempo exigen un tratamiento cultural más
abierto, diversificado y democrático que responda, además, a los nuevos
enfoques de la interculturalidad.
Observe
y reflexione
¿Qué
tipo de alumnado le gustaría formar en su clase habitual? (expréselo en
porcentaje)
ACTUAL DESEABLE
– Homo laborans.
– Homo ludens.
– Homo studiosus.
– Homo studiosus.
¿Qué implicaría, en términos globales, en su estilo de enseñanza atender a esos tipos?
3.2. Segundo
requerimiento: La racionalidad tecnológica
El
segundo eje sobre el que pivota la organización de esta Unidad Didáctica, al
que hay que aludir para terminar de perfilar los escenarios del futuro a que ha
de responder la educación, es el relativo a la revolución tecnológica y sus
consecuencias en el ámbito de la cultura y de las estructuras educativas de
nuestras sociedades.
Ya se han hecho algunas alusiones en la
exposición de los puntos anteriores al impacto que la tecnología está teniendo
en la organización social y en las formas de vida de las sociedades
contemporáneas, así como a algunas implicaciones que estos fenómenos van a
tener en el futuro de la educación (33). Es evidente que el cambio tecnológico
(automación, microelectrónica, cibernética) genera continuamente nuevas
necesidades de investigación, formación y reciclaje, como también lo es que sus
efectos (paro estructural, ocio, nuevas formas de vida) requieren nuevas
estrategias en los sistemas de educación formal y no formal. En otro orden de cosas,
también aludido anteriormente, la tecnología de la información y de las
comunicaciones va a suscitar igualmente nuevos escenarios a los que la
educación ha de dar respuesta.
Pero los efectos de
la racionalidad tecnológica sobre el mundo de la educación son aún más extensos
y complejos, toda vez que afectan a los discursos y a las prácticas que
relacionan al hombre con la cultura, así como al universo mismo de la escuela.
3.2.1. En el primer caso,
interesa considerar, al menos, dos aspectos: uno referido a las mutaciones, de
consecuencias en parte imprevisibles, que la tecnología, al sustituir a los
valores y relatos en crisis, está operando en la cultura; otro alude a las
contradicciones que puede generar la racionalidad tecnológica al entrar en colisión
con otras expectativas opuestas al eficientismo como los valores igualitaristas
y de autorrealización de los individuos. Estas tensiones se van a agudizar
probablemente en la sociedad del futuro.
En
efecto, una de las salidas a la crisis narrativa del mundo actual se está
buscando en la legitimación por la «performatividad». La lógica de la eficacia
y de la operatividad, aunque no sea pertinente para juzgar lo verdadero y lo
justo, se está constituyendo hoy como saber y como poder, lo que transforma a la
tecnología al mismo tiempo en un valor, el valor de criterio técnico o
resultado de la acción (performance). J. F. Lyotard ha explicado bien hacia
donde conduce esta lógica, en la que la razón de pertinencia no es ni la
verdad, ni la justicia, ni la belleza, sino la eficiencia, lo que lleva a una
deslegitimación de los ideales humanistas y a su sustitución por los que cifran
los expertos. Por eso es previsible que en el futuro no se soliciten sabios,
sino técnicos que incrementen las posibilidades de competir por la información
y el poder (34).
En esta nueva dinámica,
además, los productos de la tecnología, los objetos, harán del hombre, como ha
dicho J. Attali, un nómada. Estos objetos perturbarán los ritmos de la vida y
las relaciones del individuo con la cultura. Al miniaturizarse, se harán
móviles, portátiles, y llegarán a todas partes, prestando los más diversos
servicios al hombre, incluidos los que afectan a las relaciones con el
conocimiento y la formación. Los microprocesadores permitirán acciones cada vez
más versátiles y modificarán todos los aspectos de la vida cotidiana.
En el
campo de la educación, algunos de estos objetos nómadas harán posible que los
niños y los adultos aprendan por sí solos muchos de los conocimientos que hoy
son dispensados por el mundo escolar.
Videodiscos
portadores de diccionarios, memorias magnéticas u ópticas con capacidad para
almacenar billones de caracteres y ordenadores personales portátiles nos
convertirán en seres libres para elegir de forma nómada cualquier tipo de
información. El maestro sólo enseñará a aprender, pero no podrá competir en la
transmisión de la cultura con tan poderosos útiles (35).
Tanto
la lógica de la performatividad como la dinámica del nomadismo abocarán a una
verdadera mutación antropológica, según la cual la condición humana se verá
sumida en juegos de lenguaje, manipulaciones objetuales y diversas formas de
simulacros culturales. Este nuevo escenario, hoy ya presentido, exigirá un gran
esfuerzo pedagógico en orden a la adaptación de las mentalidades y las
estructuras educativas tradicionales y a la elucidación de nuevos valores.
Desde otra perspectiva, el triunfo de la racionalidad
tecnológica puede exacerbar las contradicciones culturales de la sociedad
posindustrial que ya analizó D. Bell (36). Por un lado, el orden
tecnoeconómico, regido por el principio de la racionalidad funcional, se
orienta hacia la eficiencia, esto es, hacia lo que hemos llamado la
performatividad. Conforme a este objetivo, todos los elementos se orientan al
buen funcionamiento de la tecnoestructura o sistema. Los profesionales, en el
caso de la educación, serían tecnólogos o ingenieros en la planificación,
ejecución y control de los procesos de enseñanza-aprendizaje.
Ahora bien, este nivel de performatividad
tiene que hacerse compatible con otros dos requerimientos educativos de las
culturas democráticas: la necesidad de ofrecer igualdad de oportunidades para
el desarrollo de todos los miembros de la comunidad y la de satisfacer las
necesidades de autorrealización y bienestar personal de los individuos. Tales
requerimientos, como es obvio, pueden entrar en contradicción con el objetivo
de la performatividad, especialmente en campos como el educativo, en el que los
intereses y aspiraciones de las personas no siempre coinciden con los criterios
de rendimiento que el sistema impone (37).
Estas
contradicciones, que son inducidas por la tecnología, en su racionalidad y en
su concreción histórica, condicionan las interacciones del hombre con la
cultura y con la educación. Por lo que respecta a este ámbito, es frecuente que
los profesores y otros agentes formativos, al tratar de optimizar mediante la
técnica los resultados de los sistemas, sufran la contradicción de no poder ser
al mismo tiempo educadores que promuevan el desarrollo social y personal.
Por
último, debe llamarse la atención también sobre la previsión de que la
tecnología modificará el mismo universo de la educación, comenzando por el
propio escenario material en que ésta se lleva a cabo y por los utillajes de
que se sirve en la práctica, pero incluyendo asimismo los nuevos ámbitos de la
educación informal y no formal. Los medios tecnológicos cambiarán –ya lo están
haciendo– la ecología del aula, el papel de los docentes en la enseñanza, las
interacciones de clase y los mecanismos de control de la instrucción, del mismo
modo que transformarán los modelos de comunicación en la educación formal y no
formal (38). Estas transformaciones inducirán un cambio sistémico en las
teorías y prácticas didácticas.
Observe
y reflexione
Si la razón de la
pertinencia es la eficiencia, la verdad ha de resolver más que enunciar. Por
ello, el producto educativo que se valoraría sería el que técnicamente aportase
soluciones a cuestiones cotidianas.
¿Y la formación
humanista no sirve? ¿O hay que entender el humanismo de otra forma? ¿O en el
siglo xxi todo ha de ser
diferente, hasta los actuales colegios y la forma de aprender?
Comente
con sus compañeros estos problemas y obtenga su propia opinión.
4. Nuevas
estrategias en educación
Los
sistemas educativos, si han de responder con sentido prospectivo a las
características que adoptarán los escenarios de fin de siglo, deberán diseñar
estrategias que no sólo se vayan adaptando a los sucesivos cambios que se están
operando en la sociedad, la cultura y la tecnología, sino que se anticipen a
las expectativas ya perceptibles del porvenir e incluso contribuyan a crearlas,
porque el futuro, como tantas veces se ha dicho, no hay que esperarlo, toda vez
que lo más inteligente es por supuesto investigarlo y hasta inventarlo.
La prospectiva tiene ya una importante
tradición en educación. Son bien conocidos los diagnósticos y futuribles que,
desde las organizaciones internacionales, se publicaron a finales de los años
sesenta y principios de los setenta. En ellos ya se hablaba de «crisis» de la
educación y se ponía de manifiesto, tal como evidenció el Informe Coombs de
1968, cómo a nivel mundial, y no sólo entre los países en desarrollo, los
sistemas educativos padecían diversas disfunciones motivadas por los profundos
cambios que se habían venido operando en la sociedad después de la Segunda Guerra
Mundial.
La crisis variaba de forma y severidad de un
país a otro, pero su dinámica interna era idéntica: fuerte incremento de las
aspiraciones educativas populares, escasez de recursos para satisfacerlas,
inercia e inadecuación de los sistemas educativos e inercia de la sociedad
misma. Entre los desfases se destacaba la creciente obsolescencia de los
conocimientos que los programas transmitían, las inadaptaciones entre educación
y empleo, las desigualdades educativas entre los grupos y otros desajustes
existentes entre la escuela y la sociedad. Aquel informe incluía asimismo
conclusiones para fundamentar una estrategia diseñada en la línea de la teoría
de la modernización y de la introducción de innovaciones, dentro de un enfoque
asociado al internacionalismo tecnocrático (39).
Años
después, en 1984, salía a la luz pública un nuevo informe del mismo autor en el
que se evaluaban nuevas dimensiones de la crisis, entre las que una conclusión
destacaba por su importancia: la «crisis de confianza en la educación misma».
En el primer informe se hablaba de la crisis
de la educación; ahora, de la crisis
en la educación. A pesar de los progresos que el mundo de la enseñanza había
experimentado en las últimas décadas, la recesión de los setenta, los
conflictos políticos y las transformaciones demográficas, además de otros
cambios operados en el marco interno de los sistemas de instrucción, generaron
un clima que llevó a hablar, cada vez con más énfasis, de una «crisis de
confianza» en la educación. Además, todo parecía indicar que nos encontrábamos
ante una «crisis continua» que probablemente se prolongaría en el futuro (40).
No obstante lo anterior, Ph. H. Coombs reconocía que ciertos cambios en los
conceptos y modalidades de educación (educación no formal e informal, educación
para toda la vida, nuevas redes de aprendizaje, énfasis en la calidad...)
podían orientar estrategias innovadoras, y hasta avisaba de los riesgos de concebir
el cambio como un nuevo «proyecto tecnocrático» y desde un enfoque
exclusivamente «sistémico», reconociendo así en parte las limitaciones de su
primer informe (41).
Entre
las fechas de aparición de los documentos anteriores sobre la crisis se había
publicado el Informe de la Comisión Internacional para el Desarrollo de la Educación , auspiciado
por la UNESCO
y coordinado por Edgar Fauré. Dicho
Informe, dado a conocer en 1972 bajo el sugestivo título Learning to be: The World of Education Today and Tomorrow, pasaba
igualmente revista a los «atolladeros» en que estaba enredado el mundo de la
educación y formulaba alternativas para su salvación. El futuro debía
orientarse hacia una educación para todos y para todas las edades (educación
universal y permanente) y no confiada sólo a las instituciones tradicionales
(ciudad educativa). Por otro lado, proponía numerosas innovaciones pedagógicas:
desformalización de la enseñanza, movilidad y diversificación académica,
renovación tecnológica, nuevos enfoques en la formación de los enseñantes,
reconocimiento del papel educativo de las empresas, participación
democrática... (42). Todo un programa, no exento de cierto utopismo ecléctico,
que no obstante ofrecía un nuevo horizonte prospectivo a los sistemas
educativos en crisis.
Los anteriores diagnósticos y futuribles no
fueron los únicos análisis que se hicieron por aquellos años, sino más bien los
exponentes de la «intelligentsia» de tecnoestructura supranacional de los
sistemas. Tal vez por eso, al tener que consensuar posiciones y actitudes muy
diferentes, no pudieron eludir el eclecticismo ni ir más allá del examen
estructural de los problemas. Pero por aquellos años también se alzaron las
voces más críticas y heterodoxas, que llegaron a sugerir la intrépida tesis de
la «deseducación obligatoria» (P. Goodman, 1964) y de la «desescolarización» de
la sociedad (I. Illich y E. Reimer, 1970). Eran estos escritos expresión del
«malestar de la cultura» que condujo a la explosión del 68, un alegato
iconoclasta sobre la escuela misma y la clerecía académica que la regentaba
(43). Aunque muchos elementos de los análisis anteriores fueron de gran interés
crítico, las alternativas que sugerían, además de inviables, habrían
comportado, de aplicarse, consecuencias extraordinariamente regresivas, al
abandonar a los individuos a la autogestión de su propio crédito educativo.
A la
altura de nuestro tiempo, los escenarios están cambiando. Muchos aspectos de la
crisis ciertamente permanecen, algunos se han exacerbado y otros están tomando
carta de naturaleza como problemas nuevos.
No es posible, en este limitado trabajo, examinar todas estas cuestiones ni abordar sistemáticamente las estrategias que desde la educación se deberían instrumentar para responder globalmente a las expectativas que el futuro va a plantear. Por ello, y por mantener una razonable coherencia con los puntos que hemos abordado al analizar los escenarios, centraremos estas últimas reflexiones de nuestro estudio en los cuatro aspectos allí considerados:
a) la crisis de relatos-valores;
b) las actitudes ante
el problema del saber en sus relaciones con el currículum;
c) las estrategias
ante los nuevos movimientos socioculturales;
d) los planteamientos en la interrelación entre
tecnología y humanismo en la sociedad avanzada.
¿Qué
estrategia racional adoptar ante la crisis de los relatos modernos? ¿Qué
orientaciones de valor pueden guiar la educación del presente y del futuro?
¿Podremos fundar una acción pedagógica racionalizada sin una orientación
cognitiva que proporcione un sentido a la educación? ¿Buscaremos la salida a la
situación por el consenso público a través de la razón comunicativa, como
sugiere Habermas? ¿O nos enfrentaremos a la incertidumbre aceptando la
disensión y el conflicto interactivo en un contexto dominado por las
diferencias? ¿Seremos retóricos, eclécticos o intentaremos legitimar unos
nuevos minima moralia? ¿Qué alternativa adoptar ante tanta incertidumbre?
Algunos
autores sostienen que lo que no puede hacerse es «posmodernizar la escuela»,
toda vez que la posmodernidad atenta contra el eidos de la institución educativa, es decir, contra los valores
mismos de la educación formal (44). Otros tratan de asirse, versus las vanguardias deconstructivas
de la cultura de nuestro tiempo, a una pretendida ética universal basada en la
«sociedad justa» (J. Rawls) o en el diálogo que no niegue las diferencias, sino
que se resuelva en un consenso público basado en la razón y en la
«permeabilidad de los discursos» (J. Habermas, A. Wellmer). Se trataría con
ello de restaurar en parte la racionalidad ilustrada para fundar una nueva
«razón práctica» que orientara los valores, el ethos y hasta los modos de vida (45).
Las
nuevas estrategias pedagógicas deberían fundamentarse, a nuestro entender, en
una propuesta que, desde la razón, no disolviera el pluralismo, sino que lo
profundizara e insertara en los foros de comunicación que tratan de legitimar
un nuevo contrato social y unos nuevos mínimos culturales comunes que salven la
humanidad de la entropía y la incertidumbre. Tal opinión haría de la educación
una práctica con sentido orientada-al-futuro y redefiniría a la pedagogía en el
marco de una nueva episteme basada en
la reflexividad.
¿Y
cómo definir –segunda estrategia– el currículum
del futuro? ¿Cuál ha de ser el contenido de la cultura escolar? ¿A qué
tradiciones se seguirá atribuyendo virtualidad formativa? ¿O tal vez habrá que
prescindir de cualquier resto arqueológico del saber al considera los
«escombros» culturales como lastre de erudición banal e inútil? ¿Qué nuevas
formas de conocimiento han de ser academizadas? Dada la tendencia al
crecimiento exponencial del saber, ¿qué perfil tendrá el currículum del futuro como espacio de memoria cultural y como red
informativa disponible según criterios de operatividad y economía? ¿Y cómo,
finalmente, asegurar el pluralismo en cuanto a las fuentes del saber, que son
al mismo tiempo resortes de poder?
Demasiadas y graves preguntas para ensayar su
respuesta en este epígrafe final del trabajo que presentamos. Tal problemática
se complicaría, además, si consideramos que la escuela no será por supuesto en
el futuro el único espacio, y probablemente tampoco el privilegiado, para
transmitir el conocimiento, o que el proceso formativo se prolongará hasta
cubrir toda la vida humana, lo que requerirá, como ya ha anunciado Schaff, la
creación de un sistema obligatorio de educación permanente (46). Los ámbitos de
la educación informal y no formal cobrarán cada día mayor presencia e
incorporarán los sofisticados medios de la tecnología nómada del futuro, de
suerte que cada ciudadano podrá llevar consigo la enciclopedia miniaturizada
del saber. Por otro lado, los sistemas de educación recurrente posibilitarán la
alternancia continua del estudio y la vida activa.
Todo ello nos permite
asegurar que el currículum del futuro
no será un saber fijado de antemano, semejante para todos y cursado en tiempos
académicos bien definidos. Más bien parece, por el contrario, que lo que los
individuos hayan de aprender será un programa abierto, plural, en gran parte
libremente decidido y renovado por lo demás de forma continua. Las estrategias
en este terreno deberán ir dirigidas, por consiguiente, a preparar a los
hombres para adaptarse a estos cambios.
Los
sistemas educativos, orientados hasta ahora hacia la transmisión de la cultura
elaborada, la cultura del pasado, tendrán que sufrir una fuerte mutación para
facilitar el aprendizaje para el futuro (47) y para los cambios que los
sucesivos futuros irán introduciendo en los escenarios de la sociedad.
Ahora
bien, junto a esta estrategia en favor de las innovaciones, es también probable
que los sistemas de educación sigan mostrando interés por mantener ciertos
elementos de la tradición, ya sea por efecto inducido del conservadurismo
inherente a todas las instituciones de educación formal o porque se considere
la historicidad del saber como un elemento fundamental en la construcción de la
racionalidad de la ciencia y del currículum.
Todas las generaciones salvan, como hace notar J. C. Forquin, de entre las «especies culturales» extinguidas
ciertas tradiciones. Así, saberes caducos, como la historia y las lenguas
muertas, y creencias perdidas en el tiempo, como
las religiones o los mitos, se siguen manteniendo en los programas educativos (48).
El curriculum es un espacio de memoria de la tradición difundida. A veces,
incluso, recapitula, de forma abreviada, toda la cultura virtualmente
formativa. Más aún, en ocasiones frente al «presentismo adaptativo», que sólo
habilita para los requerimientos del tiempo inmediato, se recurre a la cultura
general, incluida la clásica, a la que se atribuye una superior versatilidad
para ser funcional respecto a los escenarios cambiantes del futuro. Así
interpretaba, por ejemplo, Ortega y Gasset la atención que las universidades
inglesas prestaban a los estudios clásicos, como humanidades fuera del tiempo
vigente, pero que podían educar a la juventud en lo que él llamaba las «formas
esenciales del vivir», válidas para cualquier momento y lugar (49).
En
otro trabajo hemos aludido al valor que las anteriores proposiciones pudieran
tener para los tiempos de crisis, por lo que no debiera subestimarse, como
estrategia de futuro, la consideración del renacimiento de los modelos
humanistas, de inspiración liberal, al lado de otros paradigmas avanzados que
enfaticen la tecnología y la nueva retórica comunicativa (50). Éstos son los
conocimientos actuales que la cultura escolar de nuestro tiempo academiza;
aquéllos servirían de patrón humanístico que, además de asegurar la continuidad
entre tradición y modernidad, podrían funcionar como fondo de reserva de
educación general.
¿Cómo
afrontar pedagógicamente –tercera estrategia– el tema del interculturalismo? Es
esta una cuestión que, desde la óptica del pluralismo, no puede limitarse a la
yuxtaposición de patterns
diferenciales, sino que exige decisiones culturales, enfoques sistémicos y
análisis interdisciplinarios complejos. El informe evacuado por el Collège de
France en 1985, a
solicitud del presidente Miterrand, sugirió la necesidad de conciliar la unidad
de la ciencia con la pluralidad de las culturas. Al lado del universalismo del
pensamiento científico, las ciencias humanas se significarían por su
relativismo y por la atención plural a los modos de vida y sensibilidades
culturales, lo que exigiría atender al «aprendizaje de la tolerancia», al
«descubrimiento de la diferencia» y a la «solidaridad entre las
civilizaciones». El uso del método comparativo, que favorece la flexibilidad
cognitiva, se ofrece útil para analizar las tradiciones de los pueblos que han
de cohabitar en un mismo espacio y para trascender las visiones etnocéntricas y
los prejuicios. Este mismo informe, redactado por P. Bourdieu, alude también a
la conveniencia de asegurar a todos, sin perjuicio del pluralismo, un «mínimo
cultural común», que podría servir de tronco intercultural (51).
En
el campo de la interculturalidad, uno de los nudos centrales está en el diseño
de los currícula, tanto para eliminar
los datos que son contrarios al reconocimiento de la diversidad como para insertar
actitudes y conocimientos que faciliten la comprensión y cooperación de las
culturas en contacto dentro de un enfoque interactivo para todas las etnias
(52). Por supuesto, será preciso también evitar que, bajo el pretexto de la
adaptación a las diferencias, se potencien nuevas desigualdades, como ocurre
con algunos planteamientos derivados del
posmodernismo, cuando lo que debe buscar se es un proceso guiado hacia la
igualdad que incluya la pluralidad de identidades (53). El ideal de la
educación interétnica ha de orientarse, finalmente, hacia metas relacionadas
con la fraternidad universal (54), otro viejo ideal ilustrado que la «alta
modernidad», tal como Giddens la concibe, puede retomar en una visión más
globalizada y mundialista de la cultura.
Por
último, debemos formular alguna estrategia en orden a orientar el futuro de las
relaciones entre la tecnología, el hombre y la educación, hoy en proceso de
mutación tal como hemos mostrado en puntos anteriores.
Contra
los pronósticos pesimistas a que suelen inducir ciertos análisis conservadores,
y a pesar de las complejas contradicciones en que está cayendo el discurso de
la performatividad, el humanismo del futuro tendrá que legitimarse asumiendo la
irreversibilidad del orden tecnológico, que caracteriza a nuestro tiempo y que
tendrá un mayor impacto aún en la conformación del futuro.
La
tecnología fue siempre una fuerza liberadora, aunque en los procesos de
inserción social de la misma se originaran diversos problemas de adaptación y
algunas contradicciones con la cultura tradicional y las mentalidades sociales
de cada época. Es preciso constatar, antes que nada, que la técnica ha sido
históricamente un factor determinante en los cambios operados en los modos de
producción, y a partir de éstos, en los comportamientos individuales y
colectivos. Las grandes mutaciones antropológico-culturales de la historia de
la humanidad están siempre asociadas a la implantación de alguna gran
revolución tecnológica, que a menudo ha generado cambios más decisivos que las revoluciones
políticas y sociales, cuando éstas, además, no han sido impulsadas sino por los
condicionamientos de la misma cultura material.
Lo anteriormente observado comporta que el
futuro de la educación y de la cultura va a estar estrechamente asociado al
desarrollo de la revolución tecnológica y que la racionalidad implícita en esta
evolución, aunque pueda amenazar la legitimidad de los humanismos
tradicionales, tendrá que orientarse a fundar las precondiciones necesarias
para la elucidación de nuevas tendencias humanizadoras.
¿Cómo puede la educación anticiparse a los
anteriores cambios y contribuir a una nueva legitimación entre humanismo y
tecnología? Nosotros pensamos que, entre otras, habrá de propiciar las
siguientes estrategias:
Primero,
será necesario legitimar la misma tecnología. Esta proposición es más
importante de lo que a primera vista pudiera parecer, porque aunque es verdad
que la técnica, que comenzó a academizarse bajo los impulsos utilitarios de la Ilustración , es un
componente plenamente asumido por los sistemas de educación formal, también es
notorio que su estimación social y curricular nunca alcanzó niveles de
excelencia como contenido de la formación general. Llama la atención, a este
respecto, que una institución tan tradicional como el Collège de France incluya
entre sus propuestas para la enseñanza del futuro la diversificación de las
formas de excelencia cultural socialmente reconocidas, rechazando viejos
esquemas de jerarquización del saber, en los que lo práctico, lo técnico y lo
aplicado siempre aparecían subestimados frente a lo teórico, lo humanístico y
lo puro (55). Un cambio en esta dirección exige, además de revisar el papel que
las disciplinas escolares juegan en el cursus honorum de nuestra sociedad, otorgar a la tecnología y a toda la
cultura material en general una nueva legitimación académica.
Asumir
la tecnología supone dotar a esta disciplina de un nuevo estatuto
epistemológico y curricular que no sólo afecte a sus específicos contenidos
teóricos y empíricos, sino que implique el estudio de las consecuencias
antropológicas y sociales de su consideración como materia ordenada a la
formación general, y por lo tanto humanística, de los individuos.
La
anterior reconceptualización comporta asimismo una revisión axiológica que
reconozca el poder de la tecnología, más allá de sus obvias contribuciones al
progreso de la civilización material, en la elucidación de nuevos valores
individuales y sociales. Parece razonable esperar, en este sentido, que la
performatividad en los procesos y resultados de las aplicaciones tecnológicas y
la implantación del nomadismo puedan contribuir a emancipar al hombre de
importantes servidumbres y condicionamientos, lo que generará plusvalías
importantes en los órdenes de la libertad, la movilidad y la disponibilidad
para desarrollar valores más humanizadores. En el orden social, también cabe
suponer que el uso moral de la tecnología sirva para atender a la resolución de
las viejas y siempre nuevas cuentas que la humanidad tiene pendientes. Pero ésta,
como es evidente, es otra cuestión de mayor alcance que aquí no podemos
abordar, aunque sí tiene que ver, como es obvio, con la educación
orientada-al-futuro.
Por
último, hay que significar que, aunque la performatividad tecnológica pudiera
ser el origen de la «agonía de la era del
profesor», tal como ha anunciado Lyotard (56), también cabe esperar que
sirva para automatizar los procesos más mecánicos del aprendizaje humano y que
emancipe a los educadores para la asunción más plena de los roles humanizadores
que han de desempeñar en la sociedad del futuro.
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