por Carlos A. Trevisi
Existe en cada
hombre un afán de superación que lo va empujando a cambiar sus
circunstancias. Este afán de cambio, que parece ser la norma
general, va atenuándose con el tiempo. Buena
parte se podrá atribuir a los sucesivos fracasos que
padecemos en el intento, generalmente atribuibles a un mal manejo de las
variables, pero en general, a la luz de experiencias propias y
ajenas en el mismo sentido, he comprobado que se debe, sobre todo, a que
lo intentamos desde fuera del sistema
cuyos contenidos aspiramos a cambiar.
El secreto consiste
en tener muy claro qué queremos lograr, el ámbito dónde se puede llevar a
cabo y con quién. La experiencia me dice que los “contenidos” no pueden ser
expuestos linealmente, que es cómo en verdad procede el sistema cuando los pone
en marcha. Es así como no podemos apreciarlos en su totalidad: perdemos
de vista los contenidos periféricos que son el marco de
referencia al que hay que remitirse para entender el contenido
principal.
Uno no puede cambiar
la historia, pero si jerarquizar su interpretación estudiando su causalidad
sobre el momento que nos toca vivir. Así, ampliaremos el entorno de las
circunstancias en las que nos movemos. Cuanto más amplio sea ese entorno, más
rica la comprensión de la realidad.
La tecnología ha
dado lugar a un nuevo mundo signado por el sinceramiento al que han empujado la
precisión y la velocidad con que se producen los acontecimientos. Basta con un
móvil de última generación, un e-book o una tablet que aquélla ha puesto al alcance
de cualquiera para que asumamos que es así. Lo que no alcanzamos a ver es que
nuestras vidas, todavía ancladas en hipotecas a 30 años, en la dependencia que
tenemos para con los bancos, un afán de seguridad que nos paraliza o el
casamiento por iglesia han llegado a su fin. Los jóvenes nos dan prueba de
ello. Lo más interesante de todo es que pareciera que se han hecho al cambio
sin ruido.
Las exigencias
("escandaletes" , para los que están bien acomodados) del 15 M o de
la "Spanish Revolution" están lejos de ser aquellas apuestas por un
cambio radical que reiniciaban una nueva vida de un momento para el otro. El
cambio no lo hemos operado los hombres. La tecnología se ha independizado de
nuestra voluntad y los activa sin nuestra intervención. Los jóvenes simplemente
nos alertan del cambio y adhieren. Acaso sea la primera vez en la historia
que el hombre toma conciencia de lo que ha creado: su creación llega a
todos y a todas partes.
Nuestros jóvenes han
visto la realidad desde la realidad misma y lo que han visto no les ha parecido
mal. Generosamente nos dicen que se ha acabado la parálisis a las que nos tiene
aún sometido el poder de unos pocos que todavía no han visto que las cosas
están cambiando y que por más que renieguen de la "intrascendencia"
en la que viven los jóvenes y apliquen los forceps más rigurosos para
neutralizarla, se les va escurriendo el poder de las manos. Se acerca el final
de una época. No pasará mucho antes que los devotos de la "belle
époque", que está tocando a su fin, se vean arrollados en sus afanes
especulativos: la inteligencia a la que ha apelado la tecnología acabará con
las tarjetas de crédito; con nuestros ahorros, que terminan devorando los
bancos; con los artificios de una vida social que ha impulsado sus negocios
"non sanctos" alentando a la gente al consumismo; con los paraísos
fiscales y hasta con una educación decadente, poco imaginativa, repetitiva, que
sienta a los chicos uno detrás del otro para escuchen el discurso del sistema
sin distraerse: matemáticas, lenguas modernas, física, y química para estudiar
ingenierías y así conseguir trabajo, que lo demás es accesorio: plástica, arte,
música, actividad física, aborda lo emocional y con eso no se va a ninguna
parte.
Sólo los más
imbéciles se prestan a la opinión de que los jóvenes no saben lo que quieren.
El único gran problema al que se enfrentan estos tontuelos de capirote es que
ese desarrapado que anda con un botellón bajo el brazo tiene todo tan claro que
ni siquiera se violenta; simplemente nos transmite lo que está viendo.
El mundo vuelve a
sus esencias. No es menester ser universitario para vivir en él. Basta
con un sano equilibrio de nuestros actos. Les basta con saber que el amanecer
es un punto de partida, que el día no admite ocios y que el atardecer es el
anticipo del recogimiento, de la contemplación.
No les interesa el
boato. ¡A circular en pelota viva en bicicleta por el centro de las capitales
del mundo para demostrar el disconformismo que nos agobia con mentiras que no
hay moral ni ley que las sostengan! No necesitan asambleas en pomposas residencias:
les basta con la calle; tampoco aspiran a terminar con el sistema: sólo quieren
que se les reconozca el derecho a poder elegir sin más condicionamientos que
los de sus propias capacidades; tampoco admiten mentiras: las relaciones que
sostienen no necesitan fórmulas ni leyes que la vieja tradición nos dice que
tienen que terminar en encuentro; los encuentros y desencuentros, no
necesariamente enojosos, no son eternos; son parte del juego de un tiempo
cambiante, de vidas cambiantes, de lugares cambiantes. Cada momento, que
no tiene porque ser efímero por su sola condición de "momento", goza
de puestas en común según los que participan y las circunstancias dadas: los
amores de pareja, de familia, los que impone la relación fraterna, el trabajo,
el deporte, las bellas artes, la música, simplemente entran en estado latente
porque se desactiva aquello que lo había motivado. Esto no significa rotura; es
simplemente un distanciamiento en el encuentro, que devendrá nuevamente, si se
volviera a dar, en relación amistosa y duradera.
No se atan a
las viejas hipocresías que animaron la vida de las generaciones que los
precedieron. Los afectos no admiten contratos. Tampoco entienden la libertad
limitativa que impone aquello de que termina donde comienza la de los demás; la
entienden contenida en sus conciencias, más allá de códigos o normas, y están
dispuestos a jugar con las limitaciones que impone la vida en sociedad, vida
ésta que aspiran a desinstitucionalizar de modo que en cada uno reine, sino una
entrega infinita, por lo menos una indiferencia que autoriza a que cada cual
sea lo que quiera y pueda ser.
Entienden la
política como una mentira atada a intereses ajenos a los de la ciudadanía. Sin
embargo no reniegan de su importancia, aunque nunca participarían en ella
incorporándose a las instituciones que la activan. Insistirían desde la calle
misma en que habrá que purificarla del cretinismo que demuestran sus
representantes terminando con la partidocracia e impulsando una democracia
participativa donde todo el mundo quepa.
Reniegan de una
religión, cualquiera sea, que suplanta las conciencias individuales por una
conciencia colectiva a la que hay que adherir interpósitos mediante. Su
contacto, de tener fe, se remite a una relación individual para con su dios,
aquél que él mismo ha creado e instalado en sus adentros consubstanciándolo con
su propia intimidad.
Miremos hacia el
futuro siguiendo sus actitudes, manteniéndonos alerta de sus logros y, sobre
todo, con aprecio. Veremos entonces que son valientes, viven intensamente, y
por encima de todas las cosas, no son hipócritas.
En eso estamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario