El ingreso a la escuela constituye, para el
niño, una experiencia social distinta de la vivida en el seno
familiar. Este primer choque con una realidad que desconoce y lo pone en crisis,
que lo afecta emocionalmente pero que es inevitable, se corresponde con la
necesidad de su desarrollo social. A partir de este momento, la seguridad del
hogar, el amor de la familia y las atenciones de la madre comienzan a
compartirse. Sus maestros y la comunidad escolar son los nuevos ejes de
su vida. Su crecimiento ha de tener lugar en un grupo al que deberá integrarse
como par entre pares.
Corresponde a sus maestros arbitrar los recursos
que faciliten la inserción del niño en el nuevo mundo que le toca vivir. Así
como la escuela no sustituye al hogar, la maestra nunca ocupará el lugar de la
madre. Esto, no obstante, no exime, ni a la una ni a la otra, a asumir
los roles que les competen como colaboradoras de la educación del niño.
La maestra tendrá que apelar a su
capacidad comprensiva para ayudar al pequeño a superar el cambio lo menos
traumáticamente posible, y la familia aprenderá que las nuevas circunstancias
imponen una puesta en común, un compartir al niño, que antes no se daba.
En artículos previos hemos leído acerca del papel
que juega la escuela. ¿Que se espera en el hogar respecto de las incumbencias
de la maestra del nivel infantil?
Ante todo, una identificación plena con la familia
para poder brindar al niño el arropamiento afectivo que necesita para
sobrellevar el tránsito desde el hogar.. La familia espera que el docente
sea la medida y el refugio del niño. Su medida porque marcará los límites, su
refugio para cuando vuelva escaldado de sus incursiones por el nuevo mundo; que
los maestros conozcan la relación del niño con sus padres, las circunstancias
que envuelven su vida cotidiana; que sostengan entrevistas con los padres
para aunar criterios y establecer vínculos que los ayuden en su tarea de
insertar al niño en el nuevo ámbito; que se la considere primera
educadora de los niños y se la ayude a educarlos, que se le transmitan
pautas.
Un maestro con esta actitud no sólo favorecerá la
inserción del niño sino que facilitará su trabajo a lo largo del año cuando, ya
integrado el chavalín, deba abocarse a lo especifico de la tarea que le cabe
como profesional. El niño, poco a poco irá incorporándose y sintiéndose
parte del grupo. Se advertirá su grado de madurez social cuando,
adoptando una actitud solidaria, sea capaz de ponerse en común con sus
pares para resolver situaciones conflictivas. Familia y escuela, en común,
acelerarán este proceso.
La actividad cotidiana, las situaciones y
experiencias vividas en grupo autorizarán al docente a una reflexión que
aportará soluciones que permitan ir avanzando a través de un aprendizaje
significativo. De existir tal reflexión, el aprendizaje será el resultado de un
proceso de construcción participativo cuyo eje es un maestro imaginativo, capaz
de crear las condiciones adecuadas para que el niño, en interacción con él, con
sus compañeros y en uso de los materiales, actúe sobre la realidad
reflexionando, planteando hipótesis, experimentando y sacando
conclusiones. Así, con un docente comprometido con todas las variables,
se logra que los niños conozcan, interpreten, utilicen y valoren el medio que
los rodea.
La carrera docente obliga a una lucha sin cuartel.
Más allá de las capacidades técnicas que pueblan nuestra didáctica, debe
animarnos un afán de crecimiento que sólo se logra si nos consustanciamos con
el cambio acelerado que se está produciendo en la familia, en las
relaciones entre los hombres, en la necesidad y obligatoriedad de la
participación, en el ámbito de la tecnología... y si somos capaces de recrear
la institución escolar y el rol que nos cabe como maestros, de facilitar la
incorporación de la familia a la escuela, de terminar con los moldes didácticos
que imponen las editoriales, de dejar de pensar en los chicos como instrumentos
de nuestra profesión, de ponernos en común con nuestros colegas... , en fin, si
somos capaces de ser maestros.
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