viernes, 3 de agosto de 2012

¿Y SI LAS DEMOCRACIAS YA NO SON DEMOCRACIAS?


Cuando se trata de ejemplificar lo que es un Estado democrático lo habitual es hablar de los Estados de la Europa occidental y de Estados Unidos de Norteamérica. Parece que en estos países se dan todas las condiciones que se requieren para que exista una verdadera y auténtica democracia, por lo menos en el sentido en que se entiende la democracia en nuestro mundo moderno posterior a las revoluciones burguesas del siglo XIX: pluralidad de opciones políticas, procesos electorales abiertos a todos los ciudadanos, división de poderes: ejecutivo, legislativo y judicial, libertad de información, etc.

A cualquier país que pretenda considerarse democrático se le comparará con los anteriormente referidos para evaluar si cumple con las condiciones que se requieren y para detectar sus deficiencias.

Sin embargo hoy, al final de la primera década del siglo XXI, una pregunta recorre la mente de muchos ciudadanos de los Estados considerados inequívocamente democráticos: ¿y si las democracias no son democracias?, ¿y si quizás lo fueran algún día, pero ya han dejado de serlo? Plantear estas cuestiones produce un escalofrío que recorre todo el cuerpo, especialmente si se sospecha que la respuesta pudiera ser la que no se desea; sin embargo, ante los indicios inquietantes que  comienzan a aparecer, es necesario tener el coraje de plantear la cuestión abiertamente.

Sin alternativas políticas
Tomemos el caso de España,  actualmente  con un gobierno de marca socialdemócrata. La crisis económica, que acecha a los países hasta ahora centrales del sistema económico global, hace que el gobierno haya girado en su política y ya no pretenda mantener los derechos sociales que las clases populares habían conquistado durante décadas, por el contrario, empujado  por las presiones de los grandes poderes financieros internacionales, se dispone a rebajar las pensiones de los ancianos, aumentar la edad de jubilación, desregular el mercado de trabajo reduciendo los derechos de los trabajadores, disminuir el sueldo de los funcionarios públicos, etc. y esto parece que es sólo el principio. Se podrá argumentar que la deuda del Estado hace imprescindible estos recortes para que no  se produzca un colapso económico, como cada día nos recuerdan numerosos y reputados economistas liberales que con su presencia abarrotan los medios de comunicación; sin embargo entonces ¿por qué  el Estado ha entregado miles de millones de euros a las grandes entidades financieras españolas que según se decía eran solventes y no corrían ningún peligro inminente? Se dirá que es necesario apuntalar el sistema bancario español para que no entre en una posible quiebra.  Pero ¿por qué el parlamento español, con el apoyo de todos los grandes grupos políticos,  está a punto de aprobar una enmienda a los presupuestos generales del Estado por la que éste se hará cargo de las pérdidas de las grandes empresas constructoras que son concesionarias de autopistas y a las que “compensará” sus pérdidas anuales transfiriéndolas, desde la hacienda pública,  centenares de millones de euros? Se supone que si no hay dinero para los ancianos, para los parados o para los funcionarios públicos, tampoco debiera haberlo para las poderosas empresas constructoras que durante años, junto con los bancos, han hecho enormes beneficios a costa de la especulación inmobiliaria. Parece que el principio que rige es el de socializar las pérdidas y privatizar las ganancias. Resulta tan abismal la disparidad de criterios a la hora de aplicar recortes del gasto que la situación sólo se puede catalogar de auténtico escándalo.

Pero en un sistema democrático esto debería tener solución, pues los ciudadanos con su voto acabarían por poner en el gobierno a una formación política capaz de enderezar el rumbo y aplicar políticas alternativas a las que se están llevando a cabo. Sin embargo, los ciudadanos saben que no hay alternativa, que cualquier otro partido con posibilidades reales de llegar a gobernar desarrollaría las mismas políticas o aún peores. Efectivamente, no hay alternativas y crece entonces la desafección de los ciudadanos  frente al sistema político, el cinismo, el “sálvese quien pueda” egoísta y aumenta la abstención electoral, la desesperanza y el desinterés por lo público.

Hemos puesto el ejemplo de España, pero las mismas reflexiones se podrían aplicar a muchos otros países europeos grandes y pequeños. Los gobiernos, sean del signo que sean, se desgastan ante la opinión pública y los que les suceden siguen desarrollando sus políticas desde la misma lógica.

El capital especulativo fuera del control democrático
Entre la ciudadanía comienza a correr la sensación de que quienes marcan las directrices de las grandes  políticas no son los líderes políticos a los que se vota y a los que se elige, sino poderes que están más allá de todo control democrático. A estos poderes, eufemísticamente, en los discursos de los políticos y economistas  y en los medios de comunicación se les denomina “los mercados”. Y así, cada día se nos dice que “los mercados” exigen aún más recortes sociales, que se privatice todo lo privatizable, que se les garanticen los  beneficios que pretenden y que amenazan con lanzar, sobre cada país que ponen en su punto de mira por no plegarse a sus exigencias, un ataque especulativo concertado que lo dejará arruinado para décadas.  

Pero quienes son estos “mercados” que deciden macro-políticas económicas y sociales por encima de los poderes democráticos, que hunden países, que amenazan y exigen sacrificios como si fueran  nuevos dioses despiadados y ante los que los ciudadanos se sienten desprotegidos, aterrorizados, inermes y paralizados.
Los mismos poderes financieros internacionales que con sus prácticas especulativas desaforadas y fuera de todo control llevaron a la crisis económica son los mismos que ahora imponen su ley a nivel global, aquellos que tuvieron que ser salvados con el  dinero público que los contribuyentes aportaban a los Estados son los mismos que ahora exigen a esos Estados austeridad y recortes sociales a costa de los ciudadanos que finalmente se vieron obligados a financiar su inmensa e irresponsable codicia.

Hacia un “feudalismo financiero” global
La globalización es la fuente  de la libertad del capital especulativo que se mueve a lo largo y ancho del planeta en función de sus estrategias e intereses, un capital especulativo que se está imponiendo sobre el capital productivo.   El capital financiero y especulativo es el centro de un nuevo sistema  global de dictadura difusa, sin caras, sin líderes, sin imagen, sin responsabilidades, sin ética y sin control. Un capital que enreda a todos los demás sectores económicos, sociales, mediáticos, culturales  y políticos en una tela de araña tupida, urdida a base de amenazas e intereses compartidos.

Estamos, sin duda, en una nueva fase del capitalismo que  me atrevería a calificar como “feudalismo financiero”, una fase en la que lo fundamental ya no es obtener beneficios  produciendo y vendiendo bienes y servicios, sino especular con las finanzas para establecer un poder feudal sobre los rehenes de los créditos: los hipotecados, los enfermos, los parados, los jubilados, los trabajadores, las pequeños y medianos empresarios, los ciudadanos en general y hasta los propios Estados.

Los Estados pueden poseer todas las características necesarias para ser considerados democráticos, pero de hecho ya no funcionan como tales. En esta nueva situación en la que el poder de los mercados de capital globales es muy superior al de cualquier Estado, las reglas de la democracia se están rompiendo porque el poder real no se elige democráticamente y los ciudadanos no pueden ser dueños de sus destinos. Y ningún Estado está libre de caer en esta lógica perversa. Si ahora los ataques del capital especulativo  se centran en Europa es, entre otras cosas y aparte de la debilidad política del euro, porque  Europa es un continente desarrollado y con un alto nivel de riqueza y de apetecibles recursos económicos y porque, a la vez, se trata de un continente en el que, durante décadas, se han creado servicios sociales públicos que han sido la base del estado del bienestar, servicios públicos cuyo desmantelamiento, a través de los recortes y las privatizaciones, son un bocado enormemente suculento para los capitales especulativos. La lógica que, sin duda, se ha puesto en marcha en Europa responde al siguiente razonamiento: ¿Por qué en un país va a existir, por ejemplo,  un sistema público de pensiones cuando el dinero de los ciudadanos que quieren asegurarse una pequeña renta para su vejez  puede pasar a engordar los planes de pensiones privados con los que acrecentar el poder feudal de las  grandes entidades financieras? Y esta lógica se aplicará también a la sanidad, la educación, los seguros de desempleo, etc.

Ante un poder que actúa globalmente y que cercena cualquier posibilidad de democracia, es insensato pensar que cada país podrá amurallar su sistema democrático dentro de su propio Estado, quizás pueda hacerlo durante algún tiempo fantaseando con un crecimiento económico que será producto simplemente del hecho de que los centros de poder financiero habrán trasladado los capitales de una zona a otra del planeta, pero en algún momento se tendrá que enfrentar al poder omnímodo de “los mercados”. Si algo está quedando claro es que la defensa de la democracia sólo puede ser también global. Pero hoy, desgraciadamente, tal como se está demostrando en los hechos, no existen instrumentos de defensa de la democracia que actúen más allá de los Estados y que puedan hacer frente a la dictadura difusa pero implacable de los capitales financieros.



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