Memorias de
un abogado que no claudicó
por
Carlos A. Trevisi a su hija María Paz, abogada
I
Había
estudiado derecho en la certeza de que en el ejercicio de la profesión
de abogado podría aportar algo, por poco que fuera, a la necesidad de
justicia que impera en el mundo. Según transcurría el tiempo y avanzaba
en la carrera comencé a formularme algunas preguntas a las que no
encontraba respuesta. La que más me acuciaba era la que vinculaba las
leyes con la justicia y con la libertad. Con el tiempo, y según me fui
“haciendo” a los vericuetos de los procedimientos, me preguntaba porqué
si durante la carrera me habían enseñado que “la ley es lo que el juez
quiere que sea”, de hecho, la norma se aplicaba a los ladrones de
gallinas, pero se la “interpretaba”, atenuantes en mano, según se
tratara de ladrones de “guante blanco”.
Aprendí
tempranamente que la ley era nada más ni nada menos que uno de los
brazos del poder para mantener un equilibrio sin enfrentamientos entre
unos y otros, que en un principio había servido para dar por tierra con
las aspiraciones de la plebe y cientos de años después con las de los
ladrones de gallinas.
II
Las oficinas
del Juzgado de Instrucción Nº 11 no se distinguían por su amplitud. Las
causas, que se apilaban en cuanto espacio libre la imaginación del
personal las iba colocando –rincones, debajo de los escritorios o la
parte superior de armarios que, repletos en su interior, se expandían
casi hasta el techo-, daban una sensación de agobio que reflejaba la
precariedad del lugar. Tres escritorios, un mostrador y un viejo mueble
donde se depositaban transitoriamente las causas en trámite, dejaba
apenas un estrecho pasillo por el que me movía sacando y poniendo
expedientes según los letrados, al otro lado del mostrador, lo
solicitaban.
Poco a poco me
fui enterando de qué iba la cosa: la policía tomaba la primera
declaración, caratulando el expediente que procedía a enviar de
inmediato al juzgado. Según el turno, la causa caía en una u otra
secretaría que comenzaba a instruirla.
No pasó mucho
tiempo hasta que, viendo el interés que yo ponía, el secretario comenzó
a asignarme la instrucción de causas simples que llevaba a cabo con
gusto y, debo decir, hasta con soltura: nunca me devolvía un expediente
ni me lo comentaba desfavorablemente; a lo sumo algún detalle en el que
criticaba un estilo literario que, sin estar mal, no acompañaba la
fórmula habitual que demandaba la justicia. Así, tomando
indagatorias, comencé a ver, no solo lo que pasaba en la mesa de
entradas donde había abogados que se robaban los expedientes ante el
mínimo descuido, sino lo que pasaba “adentro”, cuando en una causa que
entraba de comisaría a las 4 de la tarde un día viernes se postergaba
la indagatoria del imputado hasta el lunes siguiente porque a las 6
todo el mundo a casita, menos el juez que los viernes no venía y el
secretario que desaparecía al medio día dejando a cargo al oficial
primero (y sin indagar al preso que se pasaba el fin de semana "adentro") y
a mi, que más de una vez cerraba el juzgado porque no quedaba nadie para
hacerlo.
Con el tiempo
el número de aquellas pocas preguntas que me formulara en un principio
se amplió sin que sus respuestas aportaran nada distinto: todas ellas
coincidían en que el sistema estaba agotado y que no servía a los
intereses de la gente.
Alguna vez que
otra hablaba acerca de estos temas con el Oficial 1º, un tal Acha. Nunca
se comprometió en sus respuestas pero su actitud ante la máquina de
escribir hablaba del bienestar que sentía trabajando incansablemente. El
resto del personal, ya hecho a algunas de las miserias que afrontábamos
día a día, no profundizaba en los temas que yo pretendía indagar.
Llevaban varios años en el juzgado y pocas cosas les llamaban la
atención. Se habían transformado en empleados públicos y tomaban las
indagatorias con el mismo interés que uno tuesta el pan para el
desayuno: mecánicamente.
III
El encausado
tendría unos 35 años. Flaco, desgarbado; había caído preso en Comodoro
Rivadavia por una defraudación prendaria cometida en Buenos Aires. Una
licuadora, una tostadora y una heladera que había comprado en cuotas
causaron su ruina. Faltando cinco pagos para liquidar la deuda le salió
un trabajo en YPF en Comodoro y allá se fue con la familia.
Cuando lo
trajo la policía al juzgad oera una miseria de persona. Sin cordones en los
zapatos, sin cinturón, esposado, sin afeitar, despeinado, la ropa
arrugada y sucia… Era un despojo humano: lloraba como un niño, hablaba de su
familia –tenía tres hijos que había dejado en Comodoro con su esposa y
no dejaba de repetir que pagaría su deuda no bien pudiera volver a
Buenos Aires. La policía lo sacó de la casa sin más explicaciones; lo
metieron en un avión y lo llevaron a la Capital, dónde se había cometido
el delito; declaración en la comisaría y directo al juzgado, donde me
tocó en suerte indagarlo.
Le pedí que me
relatara porqué estaba allí y lo que había sucedido cuando la policía lo
fue a buscar a su casa en Comodoro.
Su declaración
fue sincera. No le dio ninguna importancia a la deuda que tenía porque
era muy poco dinero y su necesidad de afrontar el viaje a Comodoro para
instalarse en su nuevo domicilio tan imperiosa, que decidió postergar el
pago de las últimas cuotas hasta cuando su nuevo trabajo le diera un
respiro. Respecto del viaje manifestó venir solo él en el avión –se
trataba de una avión militar- y que cuando fueron a buscarlo a su casa
la policía lo ultrajó sacándolo a los empujones delante de sus hijos
como si se hubiera tratado de un asesino. Ante tamaño escándalo tenía la
certeza de que había perdido su trabajo y que al no saber que sería
de su familia pedía que la trajeran de vuelta a Buenos Aires.
Terminada su
declaración se la hice leer y la firmó sin más trámite.
Yo estaba
consternado. No podía imaginarme que en “cumplimiento de la ley” se
hubiera infligido tanto dolor a una familia; que se hubiera gastado
tanto dinero del estado en su traslado; que se lo hubiera tratado como
un asesino delante de sus hijos; que le hubieran hecho perder el trabajo
que acababa de conseguir y con el que pensaba solucionar buena parte de
los problemas que había padecido al quedar cesante en su trabajo
anterior…
Elevé el
expediente al secretario.
IV
Cuando el
juzgado estaba de turno, era tal el aluvión de causas que entraba que mi
trabajo se remitía sólo a recibir expedientes, sellarlos, caraturarlos y
repartirlos entre la gente de la secretaría. A veces “ayudaba” a más de
un abogado, del que el tiempo me había hecho amiguete, que venía a
preguntar extraoficialmente por algún preso que acababa de “entrar”.
Una mañana de
esas que parecía asomar con tranquilidad, se presentó en el juzgado un
abogado al que en alguna oportunidad le había facilitado la lectura de
una resolución de la fiscalía antes de elevarla a consideración del
secretario. Era un hombre que rondaba los setenta años. Muy cordial,
zorro viejo, habíamos establecido una relación mutua muy cercana: Para
mi, por lo que me podía aportar su conocimiento de la profesión, y para
él, que en más de una ocasión me invitó a trabajar en su estudio con el
gancho de un mejor sueldo del que ganaba en el juzgado. Sostenía que el
año que llevaba ahí me había aportado más que suficiente como para dar
por terminada mi campaña en el fuero criminal y que era hora de que me
dedicara a incursionar por lo civil y comercial, mucho más rico en
oportunidades, especialmente por el conocimiento que se tomaba con gente
del ámbito de los negocios.
Fue hablando
con él que me esclarecí, si no en todo, por lo menos en buena parte de
lo que hasta me había llevado a pensar respecto de abandonar la carrera.
Me seguía
dando vueltas el procesado de Comodoro. No me lo podía quitar de la
cabeza; acaso lo olvidaría en unos días más, cuando la causa volviera de
la fiscalía a mis manos y me enterara de cómo seguía el trámite procesal
en el que ya no cabía mi intervención. Este hombre y sus circunstancias
habían resultado ser el eje que daría respuesta a mis interrogantes.
V
Poco interesa
la ley al hombre de la calle. Será por eso que la mayoría de la gente
elude apelar a la ley en busca de justicia, prefiriendo acordar con la
otra parte sin que se metan en medio abogados, jueces y demás. La gente
se mueve entre lo que su propia conciencia estima que está bien y lo que
que entiende que está mal. No le interesa recurrir a los profesionales
del derecho porque rompen la linealidad de su pensamiento y lo
confunden. Su deseo es terminar cuanto antes con el conflicto sin
advertir que los hechos no son tan lineales ni la solución de los
conflictos tan simples como a él le parecen. En alguna medida no le
falta razón, porque siendo la ley el
marco regulador de las relaciones entre los ciudadanos, ¿marca en
realidad los
límites?; ¿es seguridad, razón, solidez?; ¿es confiable, certera,
confortable… o es solo limitativa? ¿No es la ley taxonomía, cantidad?
¿No es que vela, oscurece, limita, obliga?
La justicia y
la libertad, sin embargo, fuera del ordenamiento legal, trascienden lo
meramente relacional para dispensar el encuentro, el acto desalienante
por excelencia, el instante de suprema lucidez que somos capaces de
alcanzar los hombres. La
auténtica libertad consiste, así, en la creatividad espontánea con que
una persona o comunidad realiza su verdad, es fruto de una fidelidad
sincera del hombre a su propia verdad. La libertad y la justicia son conciencia,
adentro-verdad; diálogo, comprensión; comunión; solidaridad, exigencia,
amplitud, reflexión, apertura, pasión..., develan, esclarecen, amplían,
invitan; son inciertas y hasta incómodas, pero nos pertenecen; están más allá
de la ley. En este contexto la libertad no sólo no se acota sino que se
amplía en el encuentro con otras libertades; la insignificancia de uno
en libertad deviene en la grandeza de una comunidad en libertad. Y la
justicia es la plenitud del reconocimiento que disfrutamos por parte de
los demás.
Siendo que los hombres apelan a su conciencia y las instituciones a la ley, corresponde a ésta disipar los temores de una subyacencia de recelo con respecto de sus libertades e iniciativas. En tal cumplimiento, la ley tiene que exhibir actitudes francas, alejadas de toda sospecha de indiferencia para con situaciones humanas concretas o de intencionalidad en la creación de un mundo abstracto con valores desconectados de la realidad.
Si los hombres
apelamos a nuestra conciencia será
menester que pongamos en claro que ésta es producto de un fuero íntimo
al que la vida y sus circunstancias van matizando. Sin embargo mi verdad
no es "la" verdad; es apenas la mía y poco valdría mi libertad si
fuera solo fruto de la fidelidad que mantiene con "mi" verdad. No sería
así, sin embargo, si mi libertad y mi verdad nacieran de una íntima
necesidad de ser en los demás. La ley existe para esclarecernos de que
mi verdad y mi libertad no pueden lesionar la verdad común ni el
ejercicio de la libertad en la sociedad sino más bien para ordenar las
relaciones que autorizan la convivencia. El logro de tal ordenamiento
debe contemplar las calidades y condiciones de vida de los distintos
planos sociales y de la vida íntima de las personas. Es en esa intimidad
donde fraguan su conciencia, sus reservas, sus frustraciones, sus
ilusiones, sus deseos, sus errores. Es el espacio donde se forja la
distancia que existe entre el "ser" y el "humano". Es el espacio del
señorío, del encuentro definitivo entre el alma y el cuerpo en una sola
pieza; es el espacio de la respetabilidad, el espacio que le compete al
juez para hacer justicia..
VI
VI
El juez era un
tipo parco que rara vez aparecía por las secretarías del juzgado a su
cargo. Dedicaba un día de la semana a jugar al tenis –los viernes- y
como no fuera que su apariencia lo destacaba como de “buena familia”
–alguna sonrisita mediante del personal- poco se comentaba de él en lo
profesional.
El secretario
era un hombre joven bien preparado que se desempeñaba con eficiencia,
aunque en más de una ocasión acudía al oficial 1º en busca de ayuda. Se
notaba que su puesto de secretario era apenas una etapa en una escalada
que podía terminar en cualquier actividad, no necesariamente en la
carrera judicial. Un tipo agradable, sensible, gran aficionado a la
música clásica, solía dar conferencias de todo cuánto le salía al paso.
Había
publicado dos o tres libros que lo habían proyectado en su carrera, “El
delito continuado”, uno de ellos, y algún otro que tenía que ver con
compositores clásicos (un trabajo sobre Enrique VIII que destacaba su
virtuosismo como compositor). El hombre sólido de la secretaría a su
cargo, aquél al que acudía en busca de consejo, Acha,
lucía entre sus pares de otras secretarías pues les servía como hombre
de consulta. El resto del personal más o menos como yo, aunque con una
gran diferencia: ya habían dejado de formularse preguntas.
Respecto de mi
tarea, según pasaban
los meses se me aligeró la carga de salir a la calle para hacer
citaciones a eventuales testigos, casi siempre vecinos, profesionales de
la medicina o sicólogos, a los que los mismos procesados hacían
referencia en las indagatorias. Los policías de guardia en la secretaría
comenzaron a dedicarse a ello y con gran gusto dado que la alternativa
era estar de pie al lado de la puerta, sin moverse de allí entre las 11
de la mañana y las 18.00, cuando el tribunal cerraba.
Mis visitas a
la comisaría de turno, o a tomar un café con alguna abogada que se
prestara a aceptar una invitación posterior eran placeres mayores que
alternaban con la rutina diaria.
VII
Como solía suceder, el secretario, previa lectura de la indagatoria que le había tomado al procesado por defraudación prendaria, la elevó al juez sin hacerme ningún comentario, como no fuera que ya la había despachado.
Como solía suceder, el secretario, previa lectura de la indagatoria que le había tomado al procesado por defraudación prendaria, la elevó al juez sin hacerme ningún comentario, como no fuera que ya la había despachado.
No habían
pasado 20 minutos que el juez me mandó llamar. Me manifestó, de muy mala
manera, que yo no me había dado cuenta de la función que tenía el
juzgado. Que lo que había leído era una defensa del procesado y que
nuestra misión era la de llevar a cabo un interrogatorio que facilitara
las conclusiones necesarias para meterlo preso o dejarlo en libertad
pero no la de llorar junto al infeliz. Remató el discurso diciendo que a
esa clase de gente había que separarla de la sociedad porque cerraban
todos los caminos de la verdad.
Le expliqué
que me había limitado a preguntar acerca de los hechos; que su
declaración dejaba de manifiesto exactamente lo que había sucedido y que
su opinión (del juez) contrastaba con la del secretario que, habiéndola
leído, como hacía con todas las indagatorias que yo tomaba, no había
hecho ningún comentario.
-Retírese y
dígale al secretario que venga, fue su respuesta.
Me retiré y me
dirigí al secretario en un afán de considerar con él lo que me había
dicho el juez.
La
conversación trajo a colación mi charla con el abogado que me quería
llevar a su despacho a trabajar con él y las conclusiones que había
sacado. El secretario no contradijo mi forma de pensar. Por el
contrario, me hizo sentar en su despacho y me dijo:
- Esto es así y no creo que pueda cambiar. Debo
decirle que yo mismo estoy de paso en la carrera judicial. Mis afanes
tienen que ver con la música. Soy director de orquesta y trabajo como tal en la
filarmónica de Montevideo; por eso me la paso viajando al Uruguay. En
uno o dos años me haré cargo de la filarmónica de Madrid,
donde finalmente residiré. Me incliné por la música porque era lo que
más apelaba a mi interioridad, a mis adentros, a mi intimidad.
De pronto me di cuenta, ya en ejercicio de mi profesión de abogado, que la justicia que aspiramos a lograr no es de este mundo en el que ha triunfado la solidez de instituciones que no nos pertenecen. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que nosotros hablamos de "justicia" y llamamos a nuestro Tribunal Supremo "Suprema Corte de Justicia" y el mundo "civilizado", el norte de Europa, de donde proviene la civilización, llama a sus tribunales Law Courts? La gran diferencia radica en la visión que tienen del hombre. El norte de Europa creció a partir de comunidades religiosas que tenían por consigna la fraternidad; sus hombres y mujeres lo aprendieron de las iglesias de la Reforma que convivieron con el poder pero no aspiraron a ejercerlo. La civilización que vivimos, aunque con las deformaciones propias de un inclemente capitalismo, apunta al hombre en relación con los demás, en sociedad. Su peor pecado es infringir la norma de la puesta en común social. Ese hombre ha crecido en función de los demás hombres y, más aquí de la justicia, que reconocen como deseable, la ley impera por sobre todo. En cambio nosotros, los latinos, no supimos de comunidades ni de consignas fraternas: la Iglesia católica se apartó de su camino y se transformó en una institución, ansiosa de poder, abandonándonos a merced de instituciones que no sabemos respetar.
La justicia nuestra es una farsa porque íntimamente vivimos dos mundos: el de la civilización, tan categórica, tan cierta, tan confiable pero tan cruel y el de nuestra forma de ser, de nuestra cultura latina, tan afanosa de verdad pero tan alejada de la realidad de un mundo donde imperan otros valores.
Mirando con atención el mundo he llegado a la conclusión de que a pesar del escepticismo que exhuman mis palabras todos tenemos un camino abierto que, una vez descubierto, satisfará nuestra intimidad. No desespere.
De pronto me di cuenta, ya en ejercicio de mi profesión de abogado, que la justicia que aspiramos a lograr no es de este mundo en el que ha triunfado la solidez de instituciones que no nos pertenecen. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que nosotros hablamos de "justicia" y llamamos a nuestro Tribunal Supremo "Suprema Corte de Justicia" y el mundo "civilizado", el norte de Europa, de donde proviene la civilización, llama a sus tribunales Law Courts? La gran diferencia radica en la visión que tienen del hombre. El norte de Europa creció a partir de comunidades religiosas que tenían por consigna la fraternidad; sus hombres y mujeres lo aprendieron de las iglesias de la Reforma que convivieron con el poder pero no aspiraron a ejercerlo. La civilización que vivimos, aunque con las deformaciones propias de un inclemente capitalismo, apunta al hombre en relación con los demás, en sociedad. Su peor pecado es infringir la norma de la puesta en común social. Ese hombre ha crecido en función de los demás hombres y, más aquí de la justicia, que reconocen como deseable, la ley impera por sobre todo. En cambio nosotros, los latinos, no supimos de comunidades ni de consignas fraternas: la Iglesia católica se apartó de su camino y se transformó en una institución, ansiosa de poder, abandonándonos a merced de instituciones que no sabemos respetar.
La justicia nuestra es una farsa porque íntimamente vivimos dos mundos: el de la civilización, tan categórica, tan cierta, tan confiable pero tan cruel y el de nuestra forma de ser, de nuestra cultura latina, tan afanosa de verdad pero tan alejada de la realidad de un mundo donde imperan otros valores.
Mirando con atención el mundo he llegado a la conclusión de que a pesar del escepticismo que exhuman mis palabras todos tenemos un camino abierto que, una vez descubierto, satisfará nuestra intimidad. No desespere.
Cuando volvió
el secretario de la “indagatoria” que le "tomó" el juez, dirigiéndose a
mi, agregó que quería verme de inmediato.
Volví al
despacho de Su Señoría. El tipo estaba furioso.
-¡Cómo se atreve a dirigirse a un juez en los términos que lo ha hecho! ¡Cómo se atreve! No me cabe duda alguna ahora acerca de la defensa que hizo de ese sinvergüenza. Nuestra misión en la tierra es emular la justicia divina que no está atada a meras circunstancias sino a principios inquebrantables de nuestra fe. ¿Cómo se atreve...
-Me he atrevido porque usted no responde a mis expectativas de lo que debe ser un juez. No vale usted para ocupar el cargo que ocupa.
Uno o dos días más tarde me llegó un telegrama de despido que hablaba de desacato pero no decía nada de los “principios inquebrantables de nuestra fe”.
-¡Cómo se atreve a dirigirse a un juez en los términos que lo ha hecho! ¡Cómo se atreve! No me cabe duda alguna ahora acerca de la defensa que hizo de ese sinvergüenza. Nuestra misión en la tierra es emular la justicia divina que no está atada a meras circunstancias sino a principios inquebrantables de nuestra fe. ¿Cómo se atreve...
-Me he atrevido porque usted no responde a mis expectativas de lo que debe ser un juez. No vale usted para ocupar el cargo que ocupa.
Uno o dos días más tarde me llegó un telegrama de despido que hablaba de desacato pero no decía nada de los “principios inquebrantables de nuestra fe”.
Conseguí una
carta de recomendación de mi amiguete, el setentón, que me llevó a
trabajar interinamente a un juzgado en lo Civil y Comercial.
Al poco tiempo recibí una llamada del secretario del Juzgado de Instrucción para comentarme que el desarrapado al que yo había prestado una defensa insólita según el juez, se había suicidado en la cárcel cortándose las venas.
Este hecho aceleró mi decisión de trabajar por la justicia desde "afuera" y monté mi propio despacho.
Así que aquí me tienes hija, luchando pero entero.
Al poco tiempo recibí una llamada del secretario del Juzgado de Instrucción para comentarme que el desarrapado al que yo había prestado una defensa insólita según el juez, se había suicidado en la cárcel cortándose las venas.
Este hecho aceleró mi decisión de trabajar por la justicia desde "afuera" y monté mi propio despacho.
Así que aquí me tienes hija, luchando pero entero.
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