Los niños, los jóvenes,
sus padres y los que vamos viviendo los setenta y pico de edad
Solo
nos damos cuenta que la marcha nos ha llevado tan lejos cuando contamos el número
de años que muestran nuestros calendarios personales. Las imposibilidades a las
que nos someten nuestros achaques nos llevan a reconocer que la “carrocería” ya
no va más. Sin embargo el motor, en
muchos casos, sigue funcionando y, aunque también tiene sus limitaciones, nos
permite establecer comparaciones entre lo que fue aquel mundo de nuestros primeros
años y el actual, en mi caso setenta años después de que comenzara a tomar conciencia de cómo iba la cosa.
De
ninguna manera quisiera caer en la estupidez de que en el pasado todo era
mejor. Eso quedará a criterio de mis lectores. Por de pronto, anticipo que no
creo que sea así; era distinto, pero no mejor. Cada momento histórico tiene sus
cambios. No son las revoluciones, sino más bien de alteraciones del ritmo
social las que impulsan los cambios.
La
apreciación que tenemos del pasado es tan subjetiva como para que varíe de
comunidad en comunidad y hasta de individuo en individuo. El espectro social es
tan amplio y las personas tan sujetas a variables que no se puede generalizar.
Solo se puede estimar, tocando aquí y allá, algún que otro segmento representativo
del todo del que ha sido extraído.
En
mi adolescencia hicieron su aparición los Beatles. Fue todo un escándalo. Lo que
yo aprecié entonces como algo estupendo ha hecho carne más tarde y el reconocimiento
que se ha otorgado a su calidad los ha colocado en un lugar preferencial entre las
bandas musicales como pocas lo han logrado a lo largo de la historia de la
música popular. No se podría afirmar que toda la juventud, cualquiera fuera su extracción
social, entendía el cambio que se avecinaba, ni siquiera que los Beatles
gustaran a todos los jóvenes, pero el puntapié inicial del cambio se había hecho presente.
Hay
cambios que marcan una época. Se trata de los que afectan una forma
de vida. Algo de eso pasando ahora. La familia, la educación, las relaciones
personales, el sexo, la amistad, la fe religiosa, el matrimonio, la movilidad
social, el desarraigo, el afán lucrativo y todo lo que usted, amigo lector,
quiera agregar se ha hecho presente repentinamente. Todos estos cambios se están
dando simultáneamente en el mundo. Abordarlos para adherir o rechazarlos ya no
depende de cada uno sino, más bien, de la fuerza que conllevan. Es como si de
pronto se hubiera destapado la olla del cambio. Una de las primeras
consecuencias es que la adhesión es masiva, como si la gente hubiera estado al
acecho esperando que tuvieran lugar.
El
verano es una época donde relucen las diferencias. Apostado en el balcón de mi
piso observo los aconteceres de la piscina y medito las actitudes que asumen no
solo los jóvenes sino también sus padres –gente que ronda los 45 años, la
plenitud de la vida. Veo un distanciamiento muy grande entre ambas partes, dado
que actúan como si no se conocieran. Sin embargo todos tienen en común algo que
se ha metido inexorablemente en sus vidas: el teléfono móvil (y vaya solo como un ejemplo de entre muchísimos
otros de lo abarcativo que es el cambio que se está operando) y la dictadura
que ejercen sobre sus usuarios. Los padres sentados cómodamente a la vera de la
piscina y los jóvenes sentados en el bordillo con los pies en el agua; cada uno
a lo suyo; los padres hablando de su trabajo, las madres tomando sol o hablando
con algún amiguete/a, y los hijos comunicándose
a través del móvil con el que tienen sentado a su lado. No los veo nadando ni
disfrutando del placer al que invita una inmensa piscina donde se podrían organizar hasta torneos de natación. Lo primero que se me ocurre es que las
circunstancias actuales han sembrado el
desencuentro, todo lo contrario de lo que es menester establecer para que la relación,
que exige contacto físico (tocarse, por ejemplo), y el disfrute de la presencia del otro (intercambiar ideas, proyectos, inseguridades para aprender a estar en los demás) derive en un enriquecedor encuentro.
Los padres de los más pequeños no se hacen cargo de sus hijos. Los dejan solos en el agua al cuidado de los socorristas. Los chiquilines, llenos de vida, se divierten a fuerza de gritar a lo loco sin que sus padres intervengan para que bajen los decibeles. Evitando –acaso sin darse cuenta- el provecho de estar con ellos y compartir sus juegos, para que aprendan a vivir un momento que es grato para todos, incluso para la población de la piscina.
Los padres de los más pequeños no se hacen cargo de sus hijos. Los dejan solos en el agua al cuidado de los socorristas. Los chiquilines, llenos de vida, se divierten a fuerza de gritar a lo loco sin que sus padres intervengan para que bajen los decibeles. Evitando –acaso sin darse cuenta- el provecho de estar con ellos y compartir sus juegos, para que aprendan a vivir un momento que es grato para todos, incluso para la población de la piscina.
Olvídese
ahora de lo que acaba de leer y PIENSE
SI ES NATURAL QUE UN ADOLESCENTE SE COMUNIQUE CON OTRO QUE ESTÁ SENTADO A SU
LADO USANDO UN TELÉFONO.
En
época escolar pasa lo mismo. El alboroto que arman en las piscinas se traslada
a la escuela y el desorden se generaliza: ya no solo es un problema acústico el
que invade el recinto sino también aquél de no haber aprendido a vivir en
comunidad, A colaborar con los otros chicos y pasarla bien aprovechando la
libertad que se les concede. Tengo muy claro que el sistema educativo no alienta su
socialización. No se puede “juntar” a los chicos por edad – todos los de 9 años
a quinto curso, los de diez a 10 años a
sexto curso prescindiendo de las capacidades personales de cada uno, pero es lo
que hay: se aprende cuánto mide el Tajo en quinto y las tablas de multiplicar
en 4º sin tener en cuenta que a más de uno le interesa poco aprender tanto una
cosa como la otra. Así pretendemos acomodarlos a una realidad que no existe más
allá de los intereses que imponen ignaros ministros de educación. El resultado,
padres y escuela mediante, no es sino una rebeldía que se manifestará en la
adolescencia con tintes subidos de tono y en la edad adulta en la queja improductiva
continua. Hasta da la impresión de que está todo diseñado como para que sea
así.
Llega
un momento en que la adolescencia comienza a tomar posesión de nuestros
jóvenes. La época más versátil de nuestras vidas, cuando todo es un
interrogante que tenemos que resolver para seguir adelante, se transforma en un
pasar el rato en estrambóticos conciertos donde escuchan música que no es verdaderamente
ejemplo del bel canto, o en discotecas que con parecida calidad musical bailan
entre infusiones de alcohol y un ensordecedor bochinche donde se entremezclan
parejas que ni se conocen. Se da así, una vez más, la muestra de la falta de
necesidad del “otro”; así empezamos a transcurrir por un mundo en el que reina
el ensimismamiento. Hay otros jóvenes que se apasionan de tal manera con las
nuevas tecnologías que quedan igualmente pegados a una soledad que descarta la
otredad: hay también otros que caen en el absurdo de querer ser cantantes de fama –véanse sino los
que presentan las cadenas de televisión- o dominar el famoso cubo de RubiK donde
se anotan miles de jóvenes que lo manejan hasta con los pies. ¿Y?
En
lo personal he llegado a manejar las nuevas tecnologías con alguna soltura, soltura
que comienzo a perder por los cambios que se van produciendo. Tengo fuerza aún
para seguir adelante con mi ordenador, con mi e-book, con mi móvil y con muchas
otras cosas que me tira el mundo por la cabeza. Son mis herramientas de
trabajo, tal cual era durante mi adolescencia la máquina de escribir o la duplicadora
de páginas.
Ha
sido en aquellos años que se iba despertando mi afán por conocer los adentros
de mi entorno. Las bibliotecas eran mi lugar de trabajo; allí investigaba
autores, todo lo que estaba a mi alcance en el ámbito de la política, de la
sociedad, de la pobreza. en fin, de todo lo que era significativo de una forma
de vida que se venía elaborando desde mis visitas furtivas a la biblioteca de
mi casa paterna -alí había de todo- en plena pre adolescencia.
Miro
ahora mi propia biblioteca abarrotada de libros que han perdido interés (la Enciclopedia
Británica y muchos autores que han dejado poca herencia) gracias al servicio que me brinda el ordenador -donde no me imagino encontrar a Archibaldo J. Cronin (que sigue en la biblioteca), o mi móvil, donde, ipso facto, encuentro el dato que me interesa vía Internet allá donde me
encuentre: ya en el metro o paseando por Madrid, donde me topo con el nombre de alguna calle que
despierta mi curiosidad.
He podido llenar de contenidos esos aparatejos; no se trata de un mero entretenimiento intrascendente, son lugares en los que guardo mis trabajos, mis inquietudes, los datos para poblar un nuevo proyecto, mis imágenes, mis fotos, mis vídeos y qué no.
He podido llenar de contenidos esos aparatejos; no se trata de un mero entretenimiento intrascendente, son lugares en los que guardo mis trabajos, mis inquietudes, los datos para poblar un nuevo proyecto, mis imágenes, mis fotos, mis vídeos y qué no.
Todo
esto que acabo de describir es producto de una vida en compañía de mi padres, de
mi familia, de mis amigos (ninguno de ellos circunstanciales) y de una
formación académica que despertaba mis inquietudes porque se correspondía con
la realidad de un mundo que por entonces era apacible, sin distractores.
Hasta
que el mundo pegó un giro allá por la década del 60-70 y me enfrenté a una
realidad para la que no estaba preparado. O me quedaba plantado en la queja y
el lloriqueo o luchaba por adentrarme en él. Al optar por la lucha se me vino
el mundo encima. No coincidían las variables aprendidas con las nuevas
circunstancias. La lucha fue ímproba y acaso haya ganado una que otra batalla,
pero perdí la guerra. Me afectó el hecho pero cambiando de rumbo conseguí, aún
en medio del desastre que afrontaba, salir adelante. Mis adentros estaban consubstanciados como para enfrentar cualquier cambio.
Un
repaso a mi propia historia me recordó buena parte de lo que acabo de escribir. No sé que
habría sido de mi sin aquel apoyo que recibí de mis padres, de mi familia, de
mis profesores ni de haberme abocado a la docencia con todo un bagaje de vida como
el que llevaba conmigo. Fue desde la cátedra que aprendí a ver a mi prójimo. El precio ha sido alto pero valió la pena.
¿Podrán
nuestros jóvenes afrontar el cambio que padeció mi generación? ¿Podrán librarse
del mundo de la diversión? Espero que así sea, que lo logren. No tiene porqué
no ser así. La gran diferencia que veo es que el éxito se remite al dinero o a la fama; que
el dinero no tiene corazón; que tendrán que luchar arduamente contra un medio
hostil que acaso aumente su hostilidad hasta lograr el desamparo en el que ya
han comenzado a caer millones de seres humano. Así, para este mundo que les
tocará vivir, el otro, la otredad como hemos dicho más ariba, no existe.
Lo que es verdaderamente penoso
Lo que es verdaderamente penoso
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