miércoles, 29 de julio de 2015

LOS NIÑOS, LOS JÓVENES Y YO MISMO A LOS SETENTA Y PICO LARGOS

Los niños, los jóvenes, sus padres y los que vamos viviendo los setenta y pico de edad

Solo nos damos cuenta que la marcha nos ha llevado tan lejos cuando contamos el número de años que muestran nuestros calendarios personales. Las imposibilidades a las que nos someten nuestros achaques nos llevan a reconocer que la “carrocería” ya no va más. Sin embargo el motor,  en muchos casos, sigue funcionando y, aunque también tiene sus limitaciones, nos permite establecer comparaciones entre  lo que fue aquel mundo de nuestros primeros años y el actual, en mi caso setenta años después de que comenzara a tomar conciencia de cómo iba la cosa.
De ninguna manera quisiera caer en la estupidez de que en el pasado todo era mejor. Eso quedará a criterio de mis lectores. Por de pronto, anticipo que no creo que sea así; era distinto, pero no mejor. Cada momento histórico tiene sus cambios. No son las revoluciones, sino más bien de alteraciones del ritmo social las que impulsan los cambios. 
La apreciación que tenemos del pasado es tan subjetiva como para que varíe de comunidad en comunidad y hasta de individuo en individuo. El espectro social es tan amplio y las personas tan sujetas a variables que no se puede generalizar. Solo se puede estimar, tocando aquí y allá, algún que otro segmento representativo del todo del que ha sido extraído.
En mi adolescencia hicieron su aparición los Beatles. Fue todo un escándalo. Lo que yo aprecié entonces como algo estupendo ha hecho carne más tarde y el reconocimiento que se ha otorgado a su calidad los ha colocado en un lugar preferencial entre las bandas musicales como pocas lo han logrado a lo largo de la historia de la música popular. No se podría afirmar que toda la juventud, cualquiera fuera su extracción social, entendía el cambio que se avecinaba, ni siquiera que los Beatles gustaran a todos los jóvenes, pero el puntapié inicial del cambio se había hecho presente.

Hay cambios que marcan una época. Se trata de los que afectan una forma de vida. Algo de eso pasando ahora. La familia, la educación, las relaciones personales, el sexo, la amistad, la fe religiosa, el matrimonio, la movilidad social, el desarraigo, el afán lucrativo y todo lo que usted, amigo lector, quiera agregar se ha hecho presente repentinamente. Todos estos cambios se están dando simultáneamente en el mundo. Abordarlos para adherir o rechazarlos ya no depende de cada uno sino, más bien, de la fuerza que conllevan. Es como si de pronto se hubiera destapado la olla del cambio. Una de las primeras consecuencias es que la adhesión es masiva, como si la gente hubiera estado al acecho esperando que tuvieran lugar.

El verano es una época donde relucen las diferencias. Apostado en el balcón de mi piso observo los aconteceres de la piscina y medito las actitudes que asumen no solo los jóvenes sino también sus padres –gente que ronda los 45 años, la plenitud de la vida. Veo un distanciamiento muy grande entre ambas partes, dado que actúan como si no se conocieran. Sin embargo todos tienen en común algo que se ha metido inexorablemente en sus vidas: el teléfono móvil  (y vaya solo como un ejemplo de entre muchísimos otros de lo abarcativo que es el cambio que se está operando) y la dictadura que ejercen sobre sus usuarios. Los padres sentados cómodamente a la vera de la piscina y los jóvenes sentados en el bordillo con los pies en el agua; cada uno a lo suyo; los padres hablando de su trabajo, las madres tomando sol o hablando con algún amiguete/a,  y los hijos comunicándose a través del móvil con el que tienen sentado a su lado. No los veo nadando ni disfrutando del placer al que invita una inmensa piscina donde se podrían organizar hasta torneos de natación. Lo primero que se me ocurre es que las circunstancias actuales han  sembrado el desencuentro, todo lo contrario de lo que es menester establecer para que la relación, que  exige contacto físico (tocarse, por ejemplo), y el disfrute  de la presencia del otro (intercambiar ideas, proyectos, inseguridades para aprender a estar en los demás) derive en un enriquecedor encuentro. 

Los padres de los más pequeños no se hacen cargo de sus hijos. Los dejan solos en el agua al cuidado de los socorristas. Los chiquilines, llenos de vida, se divierten a fuerza de gritar a lo loco sin que sus padres intervengan para que bajen los decibeles. Evitando –acaso sin darse cuenta- el provecho de estar con ellos y compartir sus juegos, para que aprendan a vivir un momento que es grato para todos, incluso para la población de la piscina.
Olvídese ahora de lo que acaba de leer y  PIENSE SI ES NATURAL QUE UN ADOLESCENTE SE COMUNIQUE CON OTRO QUE ESTÁ SENTADO A SU LADO USANDO UN TELÉFONO.

En época escolar pasa lo mismo. El alboroto que arman en las piscinas se traslada a la escuela y el desorden se generaliza: ya no solo es un problema acústico el que invade el recinto sino también aquél de no haber aprendido a vivir en comunidad, A colaborar con los otros chicos y pasarla bien aprovechando la libertad que se les concede. Tengo muy claro que el sistema educativo no alienta su socialización. No se puede “juntar” a los chicos por edad – todos los de 9 años a quinto curso, los de diez a  10 años a sexto curso prescindiendo de las capacidades personales de cada uno, pero es lo que hay: se aprende cuánto mide el Tajo en quinto y las tablas de multiplicar en 4º sin tener en cuenta que a más de uno le interesa poco aprender tanto una cosa como la otra. Así pretendemos acomodarlos a una realidad que no existe más allá de los intereses que imponen ignaros ministros de educación. El resultado, padres y escuela mediante, no es sino una rebeldía que se manifestará en la adolescencia con tintes subidos de tono y en la edad adulta en la queja improductiva continua. Hasta da la impresión de que está todo diseñado como para que sea así.

Llega un momento en que la adolescencia comienza a tomar posesión de nuestros jóvenes. La época más versátil de nuestras vidas, cuando todo es un interrogante que tenemos que resolver para seguir adelante, se transforma en un pasar el rato en estrambóticos conciertos donde escuchan música que no es verdaderamente ejemplo del bel canto, o en discotecas que con parecida calidad musical bailan entre infusiones de alcohol y un ensordecedor bochinche donde se entremezclan parejas que ni se conocen. Se da así, una vez más, la muestra de la falta de necesidad del “otro”; así empezamos a transcurrir por un mundo en el que reina el ensimismamiento. Hay otros jóvenes que se apasionan de tal manera con las nuevas tecnologías que quedan igualmente pegados a una soledad que descarta la otredad: hay también otros que caen en el absurdo de querer ser cantantes de fama –véanse sino los que presentan las cadenas de televisión- o dominar el famoso cubo de RubiK donde se anotan miles de jóvenes que lo manejan hasta con los pies.  ¿Y?

En lo personal he llegado a manejar las nuevas tecnologías con alguna soltura, soltura que comienzo a perder por los cambios que se van produciendo. Tengo fuerza aún para seguir adelante con mi ordenador, con mi e-book, con mi móvil y con muchas otras cosas que me tira el mundo por la cabeza. Son mis herramientas de trabajo, tal cual era durante mi adolescencia la máquina de escribir o la duplicadora de páginas.

Ha sido en aquellos años que se iba despertando mi afán por conocer los adentros de mi entorno. Las bibliotecas eran mi lugar de trabajo; allí investigaba autores, todo lo que estaba a mi alcance en el ámbito de la política, de la sociedad, de la pobreza. en fin, de todo lo que era significativo de una forma de vida que se venía elaborando desde mis visitas furtivas a la biblioteca de mi casa paterna -alí había de todo- en plena pre adolescencia.

Miro ahora mi propia biblioteca abarrotada de libros que han perdido interés (la Enciclopedia Británica y muchos autores  que han dejado poca herencia) gracias al servicio que me brinda el ordenador -donde no me imagino encontrar a Archibaldo J. Cronin (que sigue en la biblioteca), o mi móvil, donde, ipso facto, encuentro el dato que me interesa vía Internet allá donde me encuentre: ya en el metro o paseando por Madrid, donde me topo con el nombre de alguna calle que despierta mi curiosidad. 
He podido llenar de contenidos esos aparatejos; no se trata de un mero entretenimiento intrascendente, son lugares en los que guardo mis trabajos, mis inquietudes, los datos para poblar un nuevo proyecto, mis imágenes, mis fotos, mis vídeos y qué no.
Todo esto que acabo de describir es producto de una vida en compañía de mi padres, de mi familia, de mis amigos (ninguno de ellos circunstanciales) y de una formación académica que despertaba mis inquietudes porque se correspondía con la realidad de un mundo que por entonces era apacible, sin distractores.

Hasta que el mundo pegó un giro allá por la década del 60-70 y me enfrenté a una realidad para la que no estaba preparado. O me quedaba plantado en la queja y el lloriqueo o luchaba por adentrarme en él. Al optar por la lucha se me vino el mundo encima. No coincidían las variables aprendidas con las nuevas circunstancias. La lucha fue ímproba y acaso haya ganado una que otra batalla, pero perdí la guerra. Me afectó el hecho pero cambiando de rumbo conseguí, aún en medio del desastre que afrontaba, salir adelante. Mis adentros estaban consubstanciados como para enfrentar cualquier cambio.

Un repaso a mi propia historia me recordó buena  parte de lo que acabo de escribir. No sé que habría sido de mi sin aquel apoyo que recibí de mis padres, de mi familia, de mis profesores ni de haberme abocado a la docencia con todo un bagaje de vida como el que llevaba conmigo. Fue desde la cátedra que aprendí a ver a mi prójimo. El precio ha sido alto pero valió la pena. 

¿Podrán nuestros jóvenes afrontar el cambio que padeció mi generación? ¿Podrán librarse del mundo de la diversión? Espero que así sea, que lo logren. No tiene porqué no ser así. La gran diferencia que veo es que el éxito se remite al dinero  o a la fama; que el dinero no tiene corazón; que tendrán que luchar arduamente contra un medio hostil que acaso aumente su hostilidad hasta lograr el desamparo en el que ya han comenzado a caer millones de seres humano. Así, para este mundo que les tocará vivir, el otro, la otredad como hemos dicho más ariba,  no existe. 
Lo que es verdaderamente penoso

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