(El País)
Los adultos
han secuestrado la infancia de los niños. El impulso de modelar a los hijos con
un celo sobrehumano, la llamada "hiperpaternidad", evidencia el
fracaso del modelo infantil actual. Es lo que el autor de 'Elogio de la
lentitud' defiende en su nuevo libro, 'Bajo presión'. Y se pregunta, en este
texto para 'El País Semanal', qué significa ser niño y padre en el siglo XXI.
Todo
comenzó durante una reunión de padres en una escuela de Londres. La opinión que
los profesores me dieron sobre mi hijo era buena, pero cuando entramos en la
clase de arte, los halagos aumentaron a niveles inesperados. Uno de sus
trabajos, un boceto de un mago realizado al estilo de Quentin Blake, estaba
colgado en la pared con chinchetas como modelo para los demás alumnos. Por
debajo del retrato, mi hijo había pintado la cabeza de un hombre desde
diferentes ángulos. La profesora de arte lo descolgó para enseñármelo.
"Es
increíble que un niño de siete años, por iniciativa propia, haya representado
la perspectiva de esa forma", me decía entusiasmada. "Su hijo,
verdaderamente, destaca en clase. Es un joven artista superdotado".
Y
ahí estaba, la S de esa palabra de 11 letras que produce taquicardia a
cualquier padre: superdotado.
Aquella
noche me puse a buscar en Google cursos y profesores particulares de arte para
cultivar el don de mi hijo. En mi mente desfilaban las imágenes del que podría
ser el próximo Picasso. Hasta la mañana siguiente. "Papá, yo no quiero un
profesor particular, sólo quiero dibujar". Me confesó mientras
desayunábamos. "¿Por qué los adultos siempre tienen que controlar
todo?".
su
pregunta me impresionó bastante.
A mi hijo le encanta dibujar. Puede pasar horas inclinado sobre un trozo de
papel inventando extrañas formas de vida, diseñando complicados libros de
cómics o haciendo bocetos de Ronaldo dando patadas a un balón. Dibuja bien y se
siente feliz con ello. Pero, por alguna razón, esto no era suficiente. Una
parte de mí quería aprovechar esa felicidad, pulir y sacar partido de su
talento, convertir su arte en un éxito. Mi hijo tenía razón: estaba intentando
controlar todo.
Aquella
conversación a la hora del desayuno resultó ser uno de esos momentos reveladores
que le cambian a uno la vida. Me hizo darme cuenta de que, como padre, estaba
perdiendo el equilibrio. También me inspiró para escribir Bajo presión: cómo educar a nuestros hijos en un mundo
hiperexigente.
Para
realizar la investigación del libro pasé dos años viajando por toda Europa,
América y Asia analizando la situación de la infancia en la actualidad. Visité
colegios, guarderías, clubes deportivos, laboratorios y ferias de juguetes; me
entrevisté con profesores, entrenadores, concejales, publicistas, policías,
terapeutas, médicos y cualquier experto en desarrollo infantil. Hablé también
con cientos de padres y de niños, y seleccioné las últimas investigaciones
científicas.
Lo
que descubrí es que los adultos han secuestrado la infancia de los niños de una
manera nunca vista hasta ahora. Bajo
presión explora el
porqué del fracaso del modelo infantil actual y ofrece propuestas de todos los
rincones del mundo para ayudarnos a encontrar una solución. El libro no es un
manual para padres. Mi intención va más lejos: redefinir lo que significa ser
niño y padre en el siglo XXI.
Desde
luego, el impulso de controlar al milímetro a los niños no es nuevo. Hace 2.000
años, un maestro llamado Lucius Orbilius Pupillus identificó a los padres con
demasiadas ambiciones para sus hijos como gajes del oficio en las aulas de la
antigua Roma. Cuando el joven Mozart hizo prodigios que se pusieron de moda en
el siglo XVIII, muchos europeos educaron a sus propios chicos con la esperanza
de conseguir niños prodigio. Hoy día, sin embargo, la presión por conseguir lo
mejor de nuestros niños parece que consume todo el tiempo disponible.
Como
padres, sentimos el
empeño de empujar, modelar y educar a nuestros hijos con un celo sobrehumano
para darles lo mejor de todo y hacer de ellos los mejores para todo. Pensemos
en la colección de DVD de Baby Einstein o en la de yoga para niños; en el
último modelo de iPod; o en los GPS con dispositivo de localización para las
mochilas; clases de ballet, de fútbol, de cerámica, de yoga, tenis, rugby,
piano, yudo. Sentimos que fracasamos si nuestros hijos sufren de algún modo y
no brillan como artistas, profesores o atletas.
En
todo el mundo, esta forma de controlar al milímetro la educación de los niños
es conocida con diferentes nombres. Algunos la llaman
"hiperpaternidad". Otros se refieren a ella como padres helicóptero, porque
siempre están vigilando. Los canadienses bromean con los padres quitanieves, que
marcan un camino perfecto en la vida de sus hijos. Incluso en los países
nórdicos, donde se supone que viven gloriosamente relajados, se habla de padres curling: mamá y papá despejando frenéticamente
el hielo por delante de su hijo.
Está
claro que no todas las
infancias son iguales. No se encuentran muchos niños superprotegidos en los
campos de refugiados de Sudán o en las chabolas de Suramérica. Incluso en los
países desarrollados hay millones de jóvenes, sobre todo entre familias
humildes, que tienen más probabilidades de padecer poca protección que de estar
sobreprotegidos. Seamos honestos: la mayoría de los padres helicóptero proceden
de la clase media. Aunque esto no significa que este aspecto cultural afecte
solamente a la gente acomodada.
A
medida que un cambio social se produce, la clase media en general marca el
camino a seguir. Y, además, el exceso de protección de los niños está minando
la solidaridad social, ya que cuanto más obsesionadas están las personas con
sus propios hijos, menor es el interés por el bienestar de los demás.
Los
padres también forman parte de esta ecuación. Fuera de casa, todos, desde los
gobiernos hasta la industria publicitaria, tratan de manipular la atención de
los niños para ajustarla a sus propios planes. Recientemente, un grupo de
parlamentarios ingleses advirtió de que hay muchos niños cuyo sueño es crecer para
ser hadas, princesas o estrellas de fútbol. La solución que plantearon:
aconsejar a los niños de cinco años sobre la profesión que querían ejercer de
mayores.
El
consumismo ha entrado
sigilosamente en cada rincón de las vidas de los niños, algo que parecía
intocable. Sólo el simple hecho de dormir en casa de una amiga se ha convertido
en estos momentos en una oportunidad para empresas publicitarias como la
Agencia de Inteligencia Infantil, que patrocina fiestas en las que las
adolescentes prueban nuevos productos y rellenan cuestionarios. Los
trabajadores de McDonald's visitan los hospitales para entregar a los niños
juguetes y globos, así como folletos para promocionar su comida. Juntando estos
datos, estimamos que muchos niños ven hoy día unos 40.000 anuncios al año.
Al
mismo tiempo que permitimos que nuestros hijos se entreguen al consumismo, les
protegemos entre algodones y les prevenimos ante riesgos que realmente les
harían bien. En muchos países, los gobiernos han prohibido actividades peligrosas tales
como las canicas, el juego de corre que te pillo o las peleas de bolas de
nieve. Casi la mitad de los niños ingleses con edades comprendidas entre los 8
y los 12 años nunca se han subido a un árbol porque sus padres piensan que es
muy peligroso. No importa que en la mayoría de los países el delito de
pedofilia sea menos frecuente de lo que era hace una generación (ocupa más
espacio en las portadas de los medios). Tenemos tanto pánico a que nuestros
hijos puedan convertirse en un caso similar al ocurrido con Madeleine McCann,
que les encerramos en casa como a las gallinas.
Veamos
lo que ha sucedido con
la educación. Los niños reciben cada vez más pronto clases particulares y hacen
evaluaciones una y otra vez con el fin de que las notas sean más importantes
que el aprendizaje en sí mismo. Hoy día, más que nunca, muchos niños toman
medicamentos como el Ritalin para ayudarles a concentrarse en los estudios. Al
fin y al cabo, ¿qué son los medicamentos? El no va más del control al
milímetro.
En
la actualidad, mires donde mires, el mensaje que recibimos es el mismo: la
infancia es demasiado preciosa para dejársela a los niños, y los niños son
demasiado preciosos para dejarlos solos. Pero ¿esto es malo? Tal vez sea este
control al milímetro de resultados. Tal vez estemos formando a los niños más
sanos, más brillantes y más felices que nunca antes hayamos visto. O tal vez
no.
Desde
luego, deberíamos tomar con cierta precaución los informes sobre que el
concepto de infancia se muere. Son muchas las ventajas de crecer en un mundo
desarrollado de principios del siglo XXI: los niños tienen menos probabilidades
de padecer desnutrición, abandono, violencia o muerte que en ningún otro
momento de la historia. Están rodeados de comodidades impensables hace una
generación. Legiones de profesores, políticos y empresas utilizan todos sus
esfuerzos para procurarles nuevas fórmulas de alimentación, educación, moda y
entretenimiento. La ley internacional protege sus derechos. Son el centro del
universo de sus padres.
Y
aun así, algo sigue mal. Todo este control al milímetro, aunque bien
intencionado, está fracasando. Los niños necesitan mucha orientación y un firme
empujoncito de vez en cuando, pero cuando los adultos mandan, cuando cada
situación es programada, supervisada o estructurada, hay que pagar un precio.
Comencemos
por la salud. Los niños, encerrados en casa y sentados en el asiento trasero
del coche mientras conducimos, están creciendo más gordos que nunca. La
Asociación Internacional para el Estudio de la Obesidad calcula que en el año
2010, el 38% de los niños menores de 18 años de Europa y el 50% de los de
América del Norte y del Sur serán obesos. Más aún, los kilos de más les están
condenando a padecer enfermedades coronarias, diabetes tipo 2,
arterioesclerosis y otros desórdenes en otro tiempo típicos de adultos.
Los
niños deportistas también sufren. Los jóvenes que realizan mucho ejercicio
acaban agotados. Lesiones como rotura del ligamento cruzado anterior, antes muy
comunes entre atletas profesionales y universitarios, abundan ahora entre los
estudiantes de secundaria y son tremendamente frecuentes entre los niños de 9 y
10 años.
Y
tal como funciona el cuerpo, así lo hace la mente. La depresión y la ansiedad
infantil -y el abuso de drogas, autolesiones y suicidio que a menudo los
acompañan- no son hoy día más comunes en los guetos urbanos, sino en los
elegantes barrios del centro de las ciudades y en las arboladas zonas
residenciales de las afueras donde la emprendedora clase media ejerce su
presión sobre los niños.
Los
niños controlados al milímetro pueden pasarlo muy mal para valerse por sí
mismos. Los servicios de orientación psicopedagógica de las universidades
reconocen que hay cifras récord de estudiantes con depresión. Y los profesores
comentan que algunos jóvenes de 19 años, en el transcurso de una entrevista,
les entregan su teléfono móvil con estas palabras: "¿Por qué no habla
usted todo esto con mi madre?".
El
cordón umbilical permanece
intacto incluso después de terminar la carrera. A la hora de contratar
titulados recién salidos de la universidad, importantes empresas como Merrill
Lynch han comenzado a lanzar lo que llaman "paquetes para padres", o
jornadas de puertas abiertas compartidas para que mamá y papá puedan visitar
sus oficinas. Muchos padres incluso les acompañan a las entrevistas de trabajo
para ayudarles a negociar las condiciones de sueldo y vacaciones.
Algo
precioso y difícil de valorar también está perdiéndose en el camino. El poeta
inglés William Blake resumía la magia y lo maravilloso de la infancia de este
modo:
"Para
ver el mundo en un grano de arena y el firmamento en una flor silvestre,coge el
universo en la palma de tu mano y la eternidad en una hora".
Hoy
día, los niños están demasiado ocupados corriendo de un lado para otro con
clases de violín o clases particulares de matemáticas para coger el universo en
la palma de sus manos. Y esa flor silvestre parece que da un poco de miedo. ¿No
será que tiene espinas o que el polen provoca reacción alérgica?
La
realidad es que los niños necesitan tiempo y espacio para explorar el mundo por
sí mismos: así es como aprenden a pensar, a imaginar y a tener relaciones; a
tomar gusto por las cosas; a saber qué quieren ser en lugar de ser lo que
nosotros queremos que sean. Cuando los adultos controlan al milímetro la
infancia de los niños, éstos pierden todo lo que da satisfacción y sentido a la
vida: pequeñas aventuras, disfrutar del sentimiento anárquico, viajes secretos,
juegos, contratiempos, momentos de soledad e incluso de aburrimiento. Sus vidas
se convierten en extrañamente sosas, sin logros personales y en cierta medida
aburridas y artificiales. Pierden la libertad de ser ellos mismos, y lo saben.
"Soy el gran proyecto de mis padres", dice Ana Placente, una niña de
13 años de Madrid. "Incluso cuando estoy a su lado, hablan de mí en
tercera persona".
Y
no olvidemos lo que toda esta presión produce también en los adultos: cuando el
cuidado de los hijos se convierte en un cruce entre el desarrollo de un
producto y un deporte de competición, la paternidad pierde su mágico sentido.
pero
no todo son malas
noticias. La buena noticia es que el cambio ya se está produciendo. En Europa,
Asia y América, la gente está haciendo cosas para cambiar la situación, para
dar a los niños más libertad para explorar el mundo a su ritmo, para
permitirles ser niños de nuevo. Los colegios están poniendo freno a la obsesión
de hacer exámenes y reducen los trabajos que tienen que hacer en casa -se han
dado cuenta de que los alumnos reflexionan, estudian por sí mismos y aprenden
mejor cuando tienen más tiempo para relajarse-. Hace poco tiempo, el colegio
Cargilfield, un centro privado de Escocia, prohibió los deberes a los alumnos
de entre 13 y 15 años. En un año, las notas de los exámenes de matemáticas y de
ciencia mejoraron cerca de un 20%. Los niños también tienen más tiempo para
disfrutar y jugar. "Es mucho mejor que se diviertan cuando son pequeños y
no dediquen el día a hacer deberes", dice John Elder, director del
Cargilfield. "Estamos aquí para divertirnos y nunca más tendremos la
oportunidad de volver a ser jóvenes". Toronto se ha convertido este año en
la primera ciudad de Canadá y América del Norte en suprimir por completo los
deberes a los niños de cualquier edad.
Con
el fin de dar un respiro al apretado programa de los niños, numerosas ciudades
en todo el mundo les permiten tomar días libres cuando las actividades
extraescolares se suspenden. Muchas familias se sienten liberadas por no tener
que ir a kárate o a fútbol y tener que salir corriendo de casa, lo que reduce
sus planes durante el resto del año. Las universidades más selectas también
están lanzando un mensaje similar. El Instituto Tecnológico de Massachusetts ha
cambiado recientemente la solicitud de ingreso, poniendo menos énfasis en el
número de actividades extraescolares en las que un aspirante se puede inscribir
y más en aquellas otras que realmente le interesen. Incluso la reconocida
Harvard insta a los estudiantes de primer año a que comprueben su apretado
programa antes de matricularse. En una carta publicada en la página web de
la universidad, el antiguo decano Harry Lewis advierte a los estudiantes de que
enriquecerán más sus vidas si se dedican a hacer lo que despierta
verdaderamente su interés y no concentran todo su tiempo y esfuerzo en numerosas
actividades. "Es más probable que consigan los objetivos que requiere el
intenso ritmo de estudio si se permiten de vez en cuando tener tiempo libre,
diversión y momentos de soledad, en lugar de llenar su agenda de actividades
programadas que les impedirán pensar qué es lo que realmente quieren
hacer". Lewis también hace hincapié en la idea de los jóvenes de conseguir
un mejor puesto de trabajo si presentan un currículo perfecto.
"Conseguirán un mayor equilibrio en sus vidas si realizan actividades puramente
por entretenimiento y no con el objetivo de obtener un liderazgo que pudiera
ser una credencial para conseguir empleo. El tiempo libre que pasen con sus
amigos o compañeros de habitación podrá tener mayor influencia en sus vidas que
el contenido de muchos de los cursos en los que se inscriben". El título
de la carta es un mensaje claro y directo contra la cultura de la programación
excesiva. Dice así: "Tranquilos: cómo sacar más provecho de Harvard
haciendo menos".
Ya
hay muchas familias en todo el mundo, como los Kessler en Berlín, Alemania, que
están haciéndose cargo de esta situación. Para ellos, el momento crucial llegó
cuando sus hijos -Max, de siete años, y Maya, de nueve- empezaron a pelearse.
Su madre, Hanna, se dio cuenta de que el gran número de clases extraescolares
que tenían -violín, piano, fútbol, tenis, esgrima, voleibol, taekwondo,
bádminton y clases particulares de inglés- les estaba distanciando.
"Cuando era pequeña, tenía mucho tiempo libre para estar con mis hermanos;
nos llevábamos, y nos seguimos llevando, muy bien". "Cuando observé
el repertorio de actividades de mi familia, me di cuenta de que Max y Maya no
tenían casi tiempo para estar juntos porque uno u otro siempre salían de casa
corriendo para ir a alguna de sus clases". Decidió reducir a tres el
número de actividades extraescolares por niño. Los niños no echan de menos los
cursos que eligieron dejar y la armonía entre los hermanos ha vuelto al hogar
de la familia Kessler. "Ahora nos llevamos muy bien", dice Maya.
"Nos divertimos mucho juntos". Max pone los ojos en blanco. Maya le
fulmina con la mirada y parecería que, por un momento, las viejas hostilidades
podrían reanudarse. Aunque los dos se ponen a reír. Hanna sonríe. "Nunca
más volveremos a estar tan ocupados", reconoce.
con
el objetivo de que los
jóvenes vuelvan a disfrutar haciendo deporte, las ligas deportivas están
tomando medidas drásticas contra los padres que dan alaridos desde los
banquillos, y están haciendo hincapié en que lo importante es aprender y
disfrutar jugando, y no el hecho de ganar a toda costa. Un equipo de hockey
sobre hielo de Toronto compuesto por niños de 10 años ha dejado de hacer
estadísticas sobre sus resultados personales garantizando que cada niño,
independientemente de su capacidad, juega el mismo tiempo. El resultado: los
niños han vuelto a interesarse por el hockey, han mejorado su juego y han
ganado casi veinte torneos en tres años.
Incluso
los padres defensores a ultranza del deporte están aprendiendo a relajarse.
Vicente Ramos, un abogado de Barcelona, tenía por costumbre controlar desde los
lados del campo a su hijo Miguel, de 11 años, mientras jugaba al fútbol. La
mayoría de las veces le gritaba: "¡Corre hacia el centro! ¡Pasa la pelota!
¡Recupera la posición!". Después, cuando volvían a casa en el coche, le
comentaba el partido y le ponía muy poca nota. Un día, Miguel, un chico fuerte,
ágil y con una habilidad increíble para tirar con el pie izquierdo, le dijo que
no quería jugar más al fútbol. "Me quedé anonadado", dice Ramos.
"Nos peleamos y discutimos gritándonos, y al final me reconoció que estaba
enfadado conmigo porque siempre le estaba controlando".
Ramos
decidió tomárselo con calma. Ahora, lleva a Miguel algunas veces al campo y se
queda esperándole tomando un café en un bar cercano. Si decide quedarse en el
banquillo, le hace muy pocos comentarios. Cuando vuelven a casa, no le corrige
y a menudo los dos hablan de muchas otras cosas que no son fútbol. Ramos se
siente sorprendido y aliviado al comprobar que su humor ha cambiado al no
pensar si su hijo ha tenido suerte o no en el campo. Y lo más importante es que
Miguel ha redescubierto su amor por el fútbol y siente que juega mejor.
"Ahora sólo pienso en el juego y en lo que voy a hacer con la pelota en
vez de sentirme agobiado esperando los gritos de mi padre", reconoce.
"Es un gran alivio".
otra
de las situaciones que
también está cambiando es nuestra tendencia a envolver entre algodones a los
chicos para protegerles del más mínimo riesgo. Los niños de tres años de un
jardín de infancia de Escocia pasan el día en el campo soportando el riguroso
frío, haciendo hogueras y conociendo las setas más venenosas. Seguro que se
hacen arañazos o se queman, pero vuelven al colegio más felices y seguros de sí
mismos, y menos propensos a enfermedades y alergias. Y si no, hojeen el éxito
mundial El
libro peligroso para niños, un
práctico manual lleno de ideas para que los chicos se diviertan con todo tipo
de juegos de alto riesgo, desde carreras de karts hasta cómo hacer tirachinas o
catapultas.
Todos
estos cambios implican un menor control en la atención hacia los niños y en
permitir que las cosas sucedan por sí mismas en lugar de forzarlas. Pero
todavía queda mucho por hacer. Necesitamos colegios, deportes, publicidad,
tecnología y planes urbanos más adaptados a las necesidades infantiles. Tenemos
que volver a la idea de que una parte esencial de la salud infantil es que
jueguen solos, sin metas y objetivos. Una buena idea para empezar sería
dejarles una o dos horas al día entretenerse ellos mismos sin la ayuda de
adultos o de ordenadores.
Aunque
para conseguir los objetivos, los padres tienen que aprender a relajarse. Pero
¿cómo sabemos si estamos forzando demasiado a nuestros hijos? No siempre es
fácil, porque la línea entre los padres que se ocupan y los que se ocupan en
exceso puede ser muy fina, aunque, con todo, hay señales indicadoras de
peligro. Puede que se extralimite si le hace los deberes a su hijo o que le
grite hasta quedarse ronco mientras juega en un acontecimiento deportivo; tal vez
le espía mientras navega por las páginas de MySpace o no le permite
arriesgarse, tal y como usted hacía a su misma edad; o quizá comprueba que se
ha quedado dormido en el coche de camino a una de sus actividades
extraescolares o a lo mejor le recita palabra por palabra lo que ha hecho mal.
El
primer paso para relajarse sería dejar de lado el perfeccionismo. No hay una
receta mágica para ser padres. La ansiedad y las dudas son una parte natural de
la educación y no una señal para comenzar a controlarles al milímetro incluso
con más firmeza. La infancia no es una carrera que sólo pueden ganar los
mejores, los niños alfa. Cada niño es diferente. Observe a las personas de su
entorno social que más admira: comprobará que han seguido varios caminos hasta
llegar a ser adultos. Muchos de ellos probablemente hayan madurado tarde. Y la
mayoría han prosperado en la vida gracias a no haber sido controlados al
milímetro desde su nacimiento.
Aun
así, una menor atención no es siempre la mejor solución. Tenemos que actuar con
mano dura si queremos proteger a nuestros hijos del consumismo. Por eso, muchos
padres de todo el mundo han emprendido una campaña para impedir a las empresas
poner anuncios publicitarios en los colegios. Hay también una reacción contra
la tendencia a celebrar fiestas de cumpleaños por todo lo alto. Son numerosos
los padres que están poniendo límite al importe de los regalos e incluso
eliminándolos por completo. Otros acuerdan con los invitados un importe máximo.
En otras palabras, los padres están aprendiendo de nuevo el arte olvidado de
decir "no".
hay
muchos niños hoy día
que realmente necesitan escuchar con más frecuencia la palabra "no".
Aunque, al mismo tiempo que invertimos tiempo, dinero y energía en ayudar a
nuestros chicos a tener un currículo impecable, tendemos a titubear cuando se
trata de impartir disciplina. Parece más fácil decir sí a jugar una hora más
con la Nintendo o a que dejen su cuarto desordenado. Pero los niños necesitan
disciplina y firmeza de vez en cuando. Los límites les ayudan a sentirse
seguros y a estar preparados para la vida en un mundo construido a base de
compromisos y reglas. A veces, los niños necesitan que les digamos
"no".
El
resultado final es que cuando se trata de la educación de un hijo, tenemos que
aprender cuándo hacer más y cuándo hacer menos, cuándo ser blandos o cuándo ser
duros. Por desgracia, los padres no podemos comprar o alquilar esa sabiduría:
nos sale de dentro. Conocemos a nuestros hijos como nadie, lo que significa que
lo mejor para un padre es confiar en nuestros instintos. Escribí Bajo presión para
dar a los lectores confianza para poner límites a la presión social y a los
mensajes confusos de la industria publicitaria y de los medios de comunicación
a fin de encontrar el equilibrio que mejor convenga a su familia.
En
cuanto a mí, bueno, me siento mejor porque logré encontrar ese equilibrio. Hace
poco, mi hijo me dijo que tenía intención de matricularse en un centro para dar
clases de dibujo. Conseguí mostrar mi satisfacción sin decir "te lo
dije". Es su decisión y sé que tiene que ser así. Sólo espero recordar
aquella lección cuando vaya a organizar su primera exposición.
Traducción
de Virginia Solans. 'Bajo presión', el último libro de Carl Honoré, editado por
RBA, está ya a la venta.
*
Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 12 de octubre de 2008
No hay comentarios:
Publicar un comentario