Lo contamos todo sobre los libros para saberlo todo
por Sergio C. Fanjul
Aprender idiomas con 10 palabras al día. Saberlo todo sobre filosofía en un solo volumen ilustrado. Adquirir los conocimientos sobre literatura universal en un fácil y divertido libro. ¿Qué secreto se esconde tras los libros para saberlo todo?
A principios del siglo XXI yo todavía albergaba el deseo de convertirme en una persona culta, así que me compré un tochete titulado La cultura. Todo lo que hay que saber(Taurus). Era inaudito que leyendo aquel único libro, por grueso que fuese, uno llegase a saber todo “lo que hay que saber”, signifique eso lo que signifique para quien lo signifique. En la portada aparecían los lomos rojos, marrones, avejentados, de los verdaderos libros de los que provenía el conocimiento y que el autor había tenido la gentileza de leer por nosotros, resumir, agitar y batir para que yo, ahora, deglutiendo aquel mejunje literario resultante me enterase de absolutamente todo, me convirtiese, abracadabra, en una persona ilustrada igual que la rana se transforma en príncipe. Incluso en su epílogo el libro incluía curiosos consejos para aparentar saber y poder debatir sobre temas de los que uno lo ignora todo. Me leí el libro con fruición y es cierto que aprendí un montón de cosas que tiene que saber un joven nacido en Frankfurt o Baviera (el autor, Dietrich Schwanitz, hace un refrito bastante germanocéntrico), pero, desde luego, no lo aprendí todo. Y así me va, con esta ignorancia a cuestas como un pesado caparazón lleno de belenes estébanes. Desgraciadamente hay cosas de esas “que hay que saber” que todavía no he aprendido, y ni siquiera sé cuáles son. Eso sí, el epílogo para traer la conversación a tu propio terreno y hablar sin tener ni puta idea de lo que se tercie me ha venido fenomenal en miles de bares de toda España y parte del extranjero. Gracias, Dietrich.
No era la primera vez que yo me adentraba en este tipo de libros misceláneos y omnicomprensivos. Recuerdo que de chaval era bastante amigo de unos volúmenes en los que Carlitos y Snoopy te retransmitían cada día del año un conocimiento, ya fuera la estructura atómica del diamante o la toma de la Bastilla, todo acompañado de sus anécdotas y sus coloridas ilustraciones. El formato “para cada día” también se daba en otras temáticas, en plan 365 mitos universales, 365 refranes castellanos y así, lo cual es una idea muy práctica, el aprender a base de píldoras (mejor que tuits) y al ritmo que se pasan hojas del calendario. Ahora hay otras colecciones para que los adultos aprendan rápido, que falta les hace: Filosofía para dummies, Cultura general para dummies, Bolsa para dummies y hasta Ansiedad para dummies. También Descartes en 90 minutos o Foucault en 90 minutos o Las 50 cosas que hay que saber de Economía o Las 50 cosas que hay que saber sobre Física Cuántica. A mí me gustan mucho todos estos compendios, como me gustan enormes volúmenes como Historia de las Ideas o Historia Intelectual del S.XX, de Peter Watson, en los que me zambullo sobre todo en verano, o en otros periodos depresivos, e intento parecer mucho más listo de lo que soy, con desiguales resultados.
Aunque, en definitiva, lo mejor para culturizarse a marchas forzadas es leer los periódicos a diario y con detenimiento (sobre todo los impresos, que te obligan a pasar por secciones que ni en sueños pincharías en una web) y visitar librerías. Una librería es como un universo expandido en el que cada libro que se abre es también una puerta, un agujero de gusano, que te lleva a otro universo paralelo. Por ejemplo, al universo del Ulises de Joyce, al de las 1.001 recetas de cordero o al alucinante mundo de los fox terrier. Para saber de libros más que leer hay que visitar estanterías, hojear, trastear por las esquinas donde moran las arañas, sobre todo leer las solapas, trazar conexiones, llenar vacíos mentales. Leyendo solapas, como a mí me ha gustado hacer compulsivamente desde siempre, se puede configurar un mapa mental del mundo y la existencia que casi coincide con el territorio. Al final, pasados los años, lo que recordamos de la lectura de un libro es, básicamente, lo que diría en la solapa (tesis similares sostiene Pierre Bayard en el magnífico Cómo hablar de los libros que no se han leído). Los libreros son de las personas más cultas e informadas que existen, y no es precisamente por leer libros (no tendrían tiempo de leer ni un mínimo porcentaje de la mercancía con la que trafican) sino por mercadear con ellos, con todo lo que ello implica. La cultura casi se transmite físicamente de las tapas del libro a la piel del que lo manosea, como el ébola.
Lo que a mí me parece más extraño de todo es que en las encuestas salga que hay un porcentaje tan enorme de españoles que en la puta vida coja un libro. Porque no tiene que interesarte la más alta filosofía o la más profunda literatura para ponerte a leer. Libros hay de todo y para todos, y se adaptan a todas las esquinas y recovecos de la existencia: desde las motos hasta las plantas de jardín, de la Segunda Guerra Mundial a la crianza de los hijos, de las peripecias de don Quijote a los lenguajes de programación informática. Es decir, si una buena parte de la población española jamás toca un libro es porque, o no sabe de la existencia de tales instrumentos, o no le interesa lo más mínimo ninguna de las diversas cosas que pueblan el Universo. No sé qué es peor. Y, luego, ya saben, pasa lo que pasa.
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es periodista y poeta. Colabora en medios como El País, El Asombrario o Vice. Recientemente ha ganado el Premio Poesía Pablo García Baena con Inventario de Invertebrados (La Bella Varsovia, 2015).
No hay comentarios:
Publicar un comentario