La semana del 25 de septiembre
al 1 de octubre ha sido una de las semanas más tristes y bochornosas de la
larga historia de un partido como el PSOE, que en su trayectoria ha conocido
confrontaciones internas de una gran dureza y dificultad.
Sin embargo, lo que ahora se ha
vivido produce, sobre todo, un enorme bochorno y posiblemente va a tener
consecuencias negativas en la trayectoria de esta organización a corto y medio
plazo. Y lo peor de todo es que lo que ha ocurrido se podría haber evitado si
un sector importante del partido hubiera pensado bien lo que pretendía hacer y,
sobre todo, si lo hubiera hecho ateniéndose a los cauces democráticos establecidos
en la normativa interna del PSOE.
Desde luego, no se debe dejar
de reconocer que la situación política actual en España es de una enorme
complejidad –y dificultades de gobernabilidad− y que el PSOE, al igual que
otros partidos socialdemócratas de nuestro entorno, está atravesando una etapa
de desgastes y retrocesos electorales que conducen a nuevos escenarios y
posibilidades (a la baja). Por eso, se entiende que en las filas socialistas
hayan surgido diferentes enfoques sobre cómo encarar, e intentar superar, las
dificultades existentes, contribuyendo a que los problemas no se pudran.
Evidentemente, tal como estaban
las cosas, resultaba inevitable dilucidar en un Congreso o votación quién
lidera el PSOE en estos momentos. Es difícil que un líder pueda trabajar
eficazmente si varios otros líderes salen continuamente a poner en cuestión sus
posturas y opiniones. Así no hay quien gane elecciones, porque nadie puede
saber quién lidera dicho partido ni cuáles son sus posturas. En esta necesidad
había bastante consenso, pero no en el método seguido para afrontarlo.
A su vez, hay que tener en
cuenta que, durante los últimos años, en la organización y funcionamiento
cotidiano del PSOE se han desarrollado vicios –o costumbres, como prefieren
decir algunos− que implican comportamientos propios de un “aparatismo” abusivo:
se blindan lealtades y clientelismos, se fuerzan dimisiones (a veces por
cansancio y desesperación), se disuelven organizaciones para buscar nuevos
equilibrios internos de fuerza y, en definitiva, se implanta un modelo de
comportamiento jerarquizante y clientelar, que en el fondo y la forma está en
las antípodas de la cultura democrática propia de los partidos socialistas. Es
evidente que si no se quiere asfixiar y ver languidecer una organización política,
es necesario erradicar estos comportamientos y no elevarlos a categoría
central. Entre otras razones porque tales prácticas, en lo que tienen de
prescindir de la voluntad y el criterio de los afiliados, tienden a
desanimarles, a provocar su inhibición o incluso a alejarlos de la
organización. Todo lo cual puede apuntar a un declive del clásico modelo de los
partidos socialdemócratas y a una inflexión hacia procedimientos más propios de
los partidos de cuadros y de notables.
Estos asuntos justificaban un
debate a fondo suficientemente clarificador y ordenado como para que la opinión
pública y los propios afiliados y cuadros del PSOE lo entendieran y lo
asumieran sin mayores problemas y desgarros.
Sin
embargo, todo se ha hecho tan mal y con tantas tensiones y desgarros que al
final ha resultado inevitable causar la sensación de que se estaba ante un golpe palaciego,
con ciertos componentes de esperpento. Esa es, precisamente, la imagen que ha
llegado a la opinión pública y a los afiliados y votantes del PSOE. Imagen que
plausiblemente irá en aumento a medida que se desvelen y se conozcan más
detalles de lo que sucedió en la borrascosa sesión del Comité Federal del 1 de
octubre. Algo que ha llevado a reputados miembros del PSOE a hacer pública su
conclusión de que “este ya no es mi partido”. Lo cual es sumamente grave.
Lo
menor que puede decirse del grupo que organizó la conspiración contra Pedro
Sánchez y que llevó a cabo las acciones de la semana
triste es que son –o
parecen− un tanto chapuceros e impulsivos en su manera de proceder. Como
advirtió un prestigioso ex candidato del PSOE, elegido también por las urnas y
defenestrado con movimientos irregulares –también con el concurso activo de
ciertos grupos mediáticos−, si eso ha sido “un Golpe de Estado”, ha sido un
Golpe urdido y planificado por un “sargento chusquero”. Y que nos perdonen los
muy dignos sargentos chusqueros.
Si los adversarios –casi a
muerte− de Pedro Sánchez que querían su defenestración y eran miembros y
cuadros importantes del PSOE hubieran respetado los procedimientos y la
legalidad democrática interna del partido, habrían obtenido el mismo resultado
en casi todo, sin causar los enormes desgarros que han causado y sin llevarnos
a un espectáculo tan bochornoso. Es decir, una vez que se había convocado un
Comité Federal ordinario, hubieran podido presentar un voto de censura al
Secretario General, que si obtenía el respaldo mayoritario hubiera dado lugar a
su cese y a la convocatoria de un Congreso que hubiera elegido un nuevo
Secretario General y una nueva Comisión Ejecutiva, de manera clara, legítima y
democrática. En ese caso, es muy probable que algunos sectores y medios de
comunicación social hubieran criticado al PSOE por sus divisiones internas
–otra vez− y por introducir elementos de cambio e inestabilidad en un panorama
tan complejo como el de la España actual que, sin duda, requiere esfuerzos y
cesiones mutuas para formar un gobierno. Cuanto antes mejor.
Pero esto no se ha hecho así,
no se ha querido hacer así, lo cual nos obliga a preguntarnos, ¿por qué? Una de
las respuestas más fáciles e inmediatas a esta pregunta es la que ya hemos
señalado: porque algunos de los “directores” de la operación son demasiado
chapuceros, o están demasiado creídos de sí mismos como para pensar que nadie
podía atreverse a ponerse delante y no hincar su rodilla ante ellos.
Sin embargo, esta es una
interpretación que desconoce, o no valora lo suficiente, algunos de los
elementos que han estado concernidos en la conspiración. Y que parece que
afecta a cuestiones bastante más de fondo.
En el argumentario de los
conspiradores contra Pedro Sánchez, los dos principales tópicos que se han
venido utilizando contra él desde el primer momento han sido que es un líder
que “no gana elecciones”, frente al que se pretende oponer la imagen de otros
líderes que “ganan elecciones” (es decir, ellos/as). El segundo tópico es que
Pedro Sánchez y los suyos estaban dispuestos a alianzas de Gobierno que podrían
ser especialmente peligrosas. Algo a lo que era necesario oponerse con todos
los medios y todas las armas. Hay que suponer que lo de “todas las armas” ha
sido un mero recurso retórico.
Pues
bien, de estos dos argumentos el primero es una falacia que no resiste el más
mínimo contraste con los datos. Ya que lo cierto es que el PSOE desde hace años
está perdiendo votos en todos los lugares. Al igual que les ocurre a otros
partidos socialdemócratas europeos. Lo cual se debe a múltiples causas, como la
mala imagen de los políticos (incluidos los socialdemócratas), las
dificultades para diferenciar bien las posiciones de los partidos
socialdemócratas respecto a las de los conservadores y, sobre todo, a la
emergencia de nuevos partidos que están logrando atraer los votos de los sectores
de izquierdas y más indignados y deteriorados socialmente, que antes votaban a
partidos como el PSOE. El caso de España es evidente. Ahí tenemos a Podemos, en todas
las Comunidades Autónomas.
Por
solo referirnos al caso de Susana Díaz, desde los comicios de 2008, que ganó
aún Manuel Chaves, ya algo desgastado, con un 45% de los votos, los sucesivos
candidatos del PSOE han perdido en las elecciones autonómicas 770.000 votos; y
solo en las últimas, ya con Podemos en escena, Susana Díaz ha perdido un
7,8% de los votos anteriores (118.800). Lo cual ha conducido a que el otrora
todopoderoso PSOE andaluz, que alcanzaba proporciones de más del 50% de los
votos, últimamente se haya tenido que conformar con un modesto 35% de los
votos, menos aún en las elecciones generales (31,2% en las últimas), de forma
que el efecto de “voto compensatorio” del PSOE en Andalucía, como su bastión
nuclear, ya no opera de la misma manera y con la misma fuerza que en Galicia lo
hace a favor del PP.
Y lo
mismo se podría decir de todos los demás territorios en los que el PSOE
gobierna gracias al apoyo de otros partidos políticos que compensan la
debilidad actual del PSOE. Sobre todo, gracias al apoyo de Podemos, y en
Andalucía, hoy por hoy, de Ciudadanos.
¿Y quién ha dimitido en todos estos lugares? ¿Por qué, pues, tendría Pedro
Sánchez que dimitir automáticamente debido al mismo patrón descendente, que es
anterior a su período de gestión? ¿De qué se nos está hablando, pues? ¿Acaso
piensan algunos que los demás somos tontos?
Y si
esta no es la razón, ¿a qué obedecen conspiraciones tan desmedidas y desgarradoras, y en
las que tantos han echado sus cuartos de espadas desde el primer momento? ¿Cómo
se explica la enorme proyección y agresividad desplegada, de manera
aparentemente bien coordinada por Felipe González, el Grupo PRISA y otras
plataformas mediáticas? Desde luego, el contraste con la discreción pública de
otros líderes históricos del PSOE ha sido muy reseñable.
Tal
como han sucedido las cosas, es inevitable pensar que alguien dio la señal de
“a por él y a degüello”, y a partir de ahí se desencadenó una operación
sistemática y despiadada de descalificación y caza
del hombre. El hecho de que en un editorial de El País se llegara a
calificar a Pedro Sánchez como un “insensato sin escrúpulos”, al tiempo que la
información sobre el asunto se llevara a extremos de intoxicación e inveracidad
propios de culturas autocráticas y de procedimientos de “caza del hombre”, no
solo es un baldón para este grupo mediático –aunque no el primero ni único−,
sino que ha forzado a muchos de sus profesionales a tragar con un papelón
penoso.
La
“atípica” dimisión en masa de 17 miembros de la Comisión Ejecutiva orientada a
desestabilizar a la dirección del PSOE, la pintoresca lideresa andaluza,
presentándose en la sede de Ferraz poco menos que a ocupar la casa bajo la
pretensión de ser “la única autoridad legítima”, y competente, por supuesto,
las maniobras obstruccionistas en la reunión del Comité Federal del 1 de
octubre, la negativa a aceptar cualquier solución de compromiso, las voces
destempladas que se escucharon fuera y dentro de Ferraz (ambas criticables) y
el final “propio de película de Berlanga” –como se decía antes− de varios
Presidentes Autonómicos y muchos cuadros de la Administración local y regional
suspendiendo una votación con urna y papeletas que ya estaba en curso, con
bastantes votos depositados, al grito de “¡pucherazo, pucherazo!”, componen un
rosario de despropósitos difíciles de digerir por personas mínimamente
razonables y templadas. ¿Cómo se puede calificar de “pucherazo” a una votación
legítima con urna y con papeletas para decidir un asunto importante? ¿Qué
implican procederes tan extremistas? Algunos sostienen que la razón era
bastante obvia, como se vio después con la votación pública. Es decir, evitar
que algunos miembros del Comité Federal se dejaran llevar por el corazón o por
sus propios razonamientos y criterios en el voto, optando por lo que les
pareciera mejor, o más adecuado a la lógica democrática establecida en el PSOE,
y no por las “órdenes” e “indicaciones” que les habían dado sus superiores en
las Alcaldías, las Consejerías y Direcciones Generales de los respectivos
gobiernos autonómicos. Lo cual nos remite a un fenómeno de clientelismo político, que algunos vieron en
peligro en el Comité Federal del 1 de octubre, cuando la votación secreta, con
urnas y papeletas, ya estaba en curso. Y, desde luego, alguna razón tenían para
esta suspicacia. Al tiempo que en ese momento lograron que algunos miembros
indignados del Comité Federal abandonaran la reunión. Todo lo cual contribuyó a
la derrota de Pedro Sánchez, por un estrecho margen de diferencia que bien
hubiera merecido parar el reloj, volver atrás y consensuar una salida sensata y
razonable a la situación.
Lo peor de todo es que,
siguiendo las normas establecidas, los críticos a Pedro Sánchez, si tan seguros
estaban de tener mayoría, podían haber procedido de manera ordenada y clara,
obteniendo resultados similares, sin hacernos pasar por tal bochorno, ni
realizar presiones tan desmedidas sobre diversos miembros del Comité Federal.
¿Por qué se han asumido tantos costes?
Algunos
suspicaces piensan que todo ha sido deliberado y que lo que se ha producido –y
logrado− es controlar la dirección de un partido sin tener que pasar
previamente por los “trámites” de unas elecciones primarias y de un Congreso
que tiene muchos requerimientos democráticos difíciles de “controlar”. Los que
así piensan se recelan que las elecciones primarias pasarán a la historia y
que, a partir de ahora, unos pocos tomarán las decisiones por muchos, sean
estas aceptadas o no aceptadas por los afiliados y por los votantes del PSOE, y
que tendremos que acostumbrarnos a que un órgano excepcional gobierne el PSOE
durante bastante tiempo, mientras intenta la pacificación
interna. Habrá que ver cómo se entiende este propósito pacificador
interno.
Mientras
esto ocurre y se retorna a la normalidad democrática interna en el PSOE
–esperemos que sin mutilaciones, ni retrocesos−, la Gestora, a la que
algunos querían calificar como Comité
Político, tendrá que tomar decisiones trascendentales y muy
sensibles, que podrían implicar desafecciones internas y costes electorales y
de imagen muy notables. Ahora, tal como han acabado las cosas, a ver quién se
atreve a poner al PSOE en la tesitura de tener que concurrir a nuevas
elecciones generales en Diciembre. ¿Cuántos votos y escaños tendrían ahora los
que tanto presumían de que ellos eran los que “ganaban” elecciones?
El malestar entre los afiliados
y los votantes del PSOE es muy grande, existiendo una sensación bastante
extendida –e inevitable− de que se nos ha quitado el derecho a votar y a
codecidir, y que se nos ha metido deliberadamente en una situación de
excepcionalidad que hubiera sido perfectamente evitable. Y que se han
tensionado los debates y las posturas hasta extremos impropios de una cultura
democrática. Por eso, ahora, uno de los mayores peligros para el PSOE es que se
produzcan movimientos de decepción, frustración e incluso de abandono, por muy
comprensibles que sean. De ahí que habrá que ver quiénes son los que realmente
tienen la capacidad y la credibilidad política y personal necesaria para coser
las heridas y los desgarros creados.
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