público.es, EDITORIAL, 20-4-18
En las elecciones autonómicas de 2019 nos jugamos el cierre o la continuación del cambio político, social y cultural que se inicia y pide paso entre los intersticios de la larga crisis económica de 2007 y la irrupción del 15M. Sí, 2019 no trata solo de una más o menos saludable alternancia posible, ni de que ganen los partidos de izquierda en algún juego virtuoso de alianzas, por deseable que esto siempre sea. Tampoco es solo cuestión de que, por fin, se apliquen programas electorales más justos, dirigidos por representantes menos corruptos y con capacidad y voluntad real de transformar nuestras ciudades y autonomías, por necesario e ineludible que esto sea.
En las elecciones autonómicas de 2019 nos jugamos el cierre o la continuación del cambio político, social y cultural que se inicia y pide paso entre los intersticios de la larga crisis económica de 2007 y la irrupción del 15M. Sí, 2019 no trata solo de una más o menos saludable alternancia posible, ni de que ganen los partidos de izquierda en algún juego virtuoso de alianzas, por deseable que esto siempre sea. Tampoco es solo cuestión de que, por fin, se apliquen programas electorales más justos, dirigidos por representantes menos corruptos y con capacidad y voluntad real de transformar nuestras ciudades y autonomías, por necesario e ineludible que esto sea.
Nos jugamos algo más importante para nuestra democracia: que el cambio del sistema político español sea o no posible. Insistimos, no solo un cambio de gobierno aquí o allá, tampoco un necesario movimiento que, desde las ciudades y autonomías, precipite un Gobierno progresista en las generales de 2020. Todo esto es importante, qué duda cabe, pero hay otra cosa más crucial en juego: si el sistema político nacido en 1978 es o no reformable, es decir, si se cierra su crisis sin alterar en lo sustantivo sus profundas deficiencias (de origen y adquiridas). Por resumir: un modelo productivo ineficiente y profundamente desigual e injusto, una corrupción generalizada sin mecanismos reales de control, una paupérrima democratización de nuestras instituciones, un modelo territorial en avanzado estado de descomposición…
Una victoria de las fuerzas que, por activa (PP) y por pasiva (C’s), reman juntas para mantener el sistema en pie sin reforma genuina alguna, buscando la desmovilización y desmoralización ciudadanas antes que la transformación institucional y social, dejará el problema de España en una reforma siempre pendiente. En un “no se puede” marcado a fuego en la conciencia colectiva.
Los últimos meses del gobierno de la Comunidad de Madrid brindan el ejemplo del alto riesgo que corremos: un gobierno en descomposición que trata de mantenerse en pie bajo el juego perverso de la ejemplaridad inversa, esto es, la de proclamar la igualdad de todos los partidos y líderes políticos ante la corrupción, la mentira y, en el fondo, la imposibilidad de cualquier cambio a mejor: “Somos todos iguales, nada es posible, confórmense con lo que hay”. Que la respuesta de C’s al ventilador cínico de la indiferencia popular ante la indecencia haya sido la del mero cálculo electoral, decidiendo la moción de censura mediante encuestas de opinión, confirma las sospechas de que ningún cambio, ni siquiera una tímida regeneración, vendrá de la mano de los naranjas.
Valga esta insistencia en lo que nos jugamos en 2019 para centrar este editorial en lo que toca: Podemos y la Comunidad de Madrid. Seamos claros: los votantes de izquierda necesitan, necesitamos, a Íñigo Errejón libre de zancadillas internas, avalado por un partido que entienda que ningún equilibro doméstico y ningún reparto de posiciones puede pesar más que el reto que tenemos delante. Sin un buen resultado en Madrid de los morados, sin una buena campaña que consiga esa competencia virtuosa con el PSOE de Gabilondo por la que ambos partidos amplíen sus respectivas bases electorales y sumen, así, un escaño más que el tándem PP y C’s, la Comunidad de Madrid se convertirá en el ejemplo de la imposibilidad, en la demostración de que España es, y siempre será, la democracia cada vez más estrecha y restrictiva que hoy sufrimos. Ya no es cosa, pues, de quién gobierne, sino de cómo se gobierne las próximas décadas.
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