Carlos A. Trevisi
Los países mediterráneos de Europa somos
herederos de la cultura grecorromana. Se podrá decir que toda Europa es
heredera de esa cultura, y es acertado el juicio. Las diferencias que hay entre
unos y otros -los mediterráneos y los del norte de Europa- radican en el hecho
de que el norte se configuró socialmente a partir de comunidades que se
consolidaron, desde la Reforma, como fraternidades que cementaban las
instituciones de aquellos países a partir de una sólida comunión de sus gentes
con el cristianismo. De ahí la solidez institucional que las ha asistido desde
siempre.
El hombre despertó a su
individualidad con el Renacimiento, descubrió su intimidad. Hasta ese
momento su conciencia se estructuraba a partir de patrones en los que reinaba
el absoluto de la Iglesia, ya para entonces más preocupada por sus quehaceres
de estado que por transmitir el mensaje de Cristo.
Los países mediterráneos
no alcanzaron a constituirse en comunidades porque la Iglesia, tan connivente
con la política -todo lo contrario del cristianismo que surgió con la Reforma-
, se constituyó en una institución más y su prodigalidad fue en orden al
ejercicio del poder antes bien que al de la organización comunitaria. La
Iglesia no supo, no pudo alentar comunidades con vocación fraterna porque su
objetivo fue institucional: uniformar las conciencias a partir del templo.
La organicidad del norte
de Europa primó sobre el sometimiento al que la Iglesia, aliada del poder,
sometió la voluntad, la libertad y hasta la inteligencia de la gente en
nuestros países. Iberoamérica fue también presa de las mismas circunstancias.
El florecimiento de las ciencias, del comercio, de los saberes distinguidos, y
hasta de los recursos para la guerra han pertenecido desde siempre a las
corrientes que se alineaban detrás de los grandes pensadores del norte.
Así, sucedió lo que tenía
que suceder. Impusieron lo suyo. Floreció una civilización que nos es ajena.
Una civilización en las que nuestros excepcionales valores son una curiosidad.
El mundo marcha por otro camino. No tenemos fuerza ni para imponer las grandes
virtudes que alientan la vida y la hacen digna de ser vivida. Nos hemos dejado
aplastar. La Iglesia Vaticana, cuyos rezagadas legiones están al mando de una
jerarquía atrasada, imprudente y jactanciosa, también cayó ante la fuerza de
una civilización que no nos pertenece.
Tenemos que asumirnos
responsables del descalabro. Hay que poner en acto algo más que ácidas
críticas. Si no lo hacemos tendremos un destino incierto, a la deriva.
(Ver ¿Cultura? /
¿Civilización? / Iglesia)
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