La Primera República Española fue el régimen político vigente en
España desde su proclamación por las Cortes, el 11 de febrero de 1873, hasta el
29 de diciembre de 1874.
PEREZ REVERTE - Patente de corso
Una historia de España (LV)
ABC
La
Primera República española, y en eso están de acuerdo tanto los historiadores
de derechas como los de izquierdas, fue una casa de putas con balcones a la
calle. Duró once meses, durante los que se sucedieron cuatro presidentes de
gobierno distintos, con los conservadores conspirando y los republicanos
tirándose los trastos a la cabeza. En el extranjero nos tomaban tan a cachondeo
que sólo reconocieron a la flamante república los Estados Unidos -que todavía
casi no eran nadie- y Suiza, mientras aquí se complicaban la nueva guerra
carlista y la de Cuba, y se redactaba una Constitución -que nunca entró en
vigor- en la que se proclamaba una España federal de «diecisiete estados y cinco territorios»; pero que en realidad
eran más, porque una treintena de provincias y ciudades se proclamaron
independientes unas de otras, llegaron a enfrentarse entre sí y hasta a hacer
su propia política internacional, como Granada, que abrió hostilidades contra
Jaén, o Cartagena, que declaró la guerra a Madrid y a Prusia, con dos cojones.
Aquel desparrame fue lo que se llamó insurrección cantonal: un aquelarre
colectivo donde se mezclaban federalismo, cantonalismo, socialismo, anarquismo,
anticapitalismo y democracia, en un ambiente tan violento, caótico y peligroso
que hasta los presidentes de gobierno se largaban al extranjero y enviaban
desde allí su dimisión por telegrama. Todo eran palabras huecas, quimeras y
proyectos irrealizables; haciendo real, otra vez, aquello de que en España
nunca se dice lo que pasa, pero desgraciadamente siempre acaba pasando lo que
se dice. Los diputados ni supieron entender las aspiraciones populares ni
satisfacerlas, porque a la mayor parte le importaban un carajo, y eso acabó cabreando
al pueblo llano, inculto y maltratado, al que otra vez le escamoteaban la
libertad seria y la decencia. Las actas de sesiones de las Cortes de ese
período son una escalofriante relación de demagogia, sinrazón e
irresponsabilidad política en las que mojaban tanto los izquierdistas radicales
como los arzobispos más carcas, pues de todo había en los escaños; y como luego
iba a señalar en España inteligible el
filósofo Julián Marías, «allí podía decirse
cualquier cosa, con tal de que no tuviera sentido ni contacto con la realidad».
La parte buena fue que se confirmó la libertad de cultos (lo que puso a la
Iglesia católica hecha una fiera), se empezó a legalizar el divorcio y se
suprimió la pena de muerte, aunque fuera sólo por un rato. Por lo demás, en
aquella España fragmentada e imposible todo eran fronteras interiores, milicias
populares, banderas, demagogia y disparate, sin que nadie aportase cordura ni,
por otra parte, los gobiernos se atreviesen al principio a usar la fuerza para
reprimir nada; porque los espadones militares -con toda la razón del mundo,
vistos sus pésimos antecedentes- estaban mal vistos y además no los obedecía
nadie. Gaspar Núñez de Arce, que era un poeta retórico y cursi de narices,
retrató bien el paisaje en estos relamidos versos: «La honrada libertad se prostituye / y óyense los aullidos de la hiena /
en Alcoy, en Montilla, en Cartagena». El de Cartagena, precisamente, fue
el cantón insurrecto más activo y belicoso de todos, situado muy a la izquierda
de la izquierda, hasta el punto de que cuando al fin se decidió meter en
cintura aquel desparrame de taifas, los cartageneros se defendieron como gatos
panza arriba, entre otras cosas porque la suya era una ciudad fortificada y
tenía el auxilio de la escuadra, que se había puesto de su parte. La guerra
cantonal se prolongó allí y en Andalucía durante cierto tiempo, hasta que el
gobierno de turno dijo ya os vale, tíos, y envió a los generales Martínez
Campos y Pavía para liquidar el asunto por las bravas, cosa que hicieron a
cañonazo limpio. Mientras tanto, como las Cortes no servían para una puñetera
mierda, a los diputados -que ya ni iban a las sesiones- les dieron vacaciones
desde septiembre de 1873 a enero de 1874. Y en esa fecha, cuando se reunieron
de nuevo, el general Pavía («Hombre ligero de
cascos y de pocas luces»), respaldado por la derecha conservadora, sus
tropas y la Guardia Civil, rodeó el edificio como un siglo más tarde, el 23-F,
lo haría el coronel Tejero -que de luces tampoco estaba más dotado que Pavía-.
Ante semejante atropello, los diputados republicanos juraron morir heroicamente
antes que traicionar a la patria; pero tan ejemplar resolución duró hasta que
oyeron el primer tiro al aire. Entonces todos salieron corriendo, incluso
arrojándose por las ventanas. Y de esa forma infame y grotesca fue como acabó,
apenas nacida, nuestra desgraciada Primera República.
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