¿Somos
diferentes?
Albert
Boadella, elmundo.es 28 Octubre 2015
"Soc
Català i porto barretina i qui em digui res li tallo la sardina" (Soy
catalán y llevo barretina y quien me diga algo le corto la sardina.) Esta
cantinela pedestre aprendida y berreada en mi más tierna infancia, procuraba ya
establecer de forma algo abrupta un cierto empaque étnico en los chiquillos de
la época. Eran tiempos en los cuales, a pesar de la dictadura en pleno auge, la
toxina de la segregación enfilada hacia los "castellanos" se
manifestaba subrepticiamente entre minúsculos signos. Se trataba de señales
inocentes en su apariencia, pero en el caso concreto de la cantinela antes
citada, la intención era muy explícita. No sólo revelaba la expresión
genérica de un impulso xenofóbico primario sino que ya señalaba una
funcionalidad concreta. Teníamos claro a quienes había que cortarles la
sardina.
En aquel contexto, la fobia hacia el enemigo externo dotaba de cierta osadía tribal un simple gesto que indicara alguna clase de resistencia al supuesto invasor. Eran de nuevo los embriones del único signo diferencial auténticamente relevante en el territorio catalán desde hace más de un siglo; una auto exaltación de las supuestas virtudes comunes que ha llevado siempre implícita una predisposición a la xenofobia. Ni había entonces, ni los hay ahora, otros signos específicos suficientemente destacados que pudieran diferenciarnos entre los habitantes de la península.
"¿Puede enumerarme la lista de
tales diferencias que merezcan ser señaladas en la Constitución?"
En mi
juventud, cualquier atributo colectivo que distinguiera tangiblemente los
catalanes del resto de los españoles se encontraba exclusivamente en el ámbito
de las manifestaciones populares o el folclore. Ni la lengua materna
representaba en mis primeros años de vida algo claramente distinto, ya que
pasábamos de la una a la otra sin apenas percibirlo dada la similitud entre
ambas. Los demás distintivos colectivos eran los clásicos tópicos regionales
como la avaricia, o la designación de "pueblo laborioso" con la que
nos adulaba el dictador Franco.
Sin embargo,
resulta chocante como este hábito de exaltar virtudes a los catalanes para
intentar tenerlos sosegados se produce siempre a costa de rebajar
implícitamente al resto de ciudadanos españoles. Si nos ceñimos al panegírico
franquista parecería que los que no vivían en Cataluña eran entonces poco amantes
del trabajo (creencia compartida hasta hoy por una mayoría de catalanes). Esta
costumbre laudatoria sobre las singularidades de mi región ha seguido hasta
nuestros tiempos, ya que en la actualidad, con la excepción de vascos y
catalanes, el resto de españoles parecen hallarse huérfanos de hechos
diferenciales.
En cualquier caso, resulta insólito que
a estas alturas de la democracia española todavía tenga crédito la invocación
de rasgos diferenciales como algo suficientemente tangible y objetivo para
justificar una estructura administrativa. Tampoco es de extrañar que los
nacionalistas catalanes deseen poseer unos signos de identidad únicos, no sólo
frente a España sino ante Europa y por todo el orbe. Se halla en perfecta
coherencia con la justificación de sus actuales intenciones secesionistas. La
gran paradoja del asunto reside en que surgen constantemente relevantes figuras
españolas de la política, los medios o la cultura, las cuales continúan
alimentando este automatismo sin correspondencia alguna con la realidad. Y lo
clasifico como un automatismo dado que el mito de las singularidades y su
aceptación (un punto masoquista) por parte de los no catalanes, ha quedado
establecido como materia indiscutible y nadie se preocupa en verificar la
realidad.
"A estas alturas de la democracia
en España todavía tiene crédito la invocación de rasgos diferenciales para
justificar una estructura administrativa"
Desde el Rey
hasta el último político se esfuerzan en introducir en sus discursos la gran
diversidad de España. Es una obviedad innecesaria tratándose de 40 millones de
personas si no fuera que viene a reflejar el complejo sobre vascos y catalanes.
Hace unos meses el ex presidente Felipe González citaba de nuevo la
necesidad de dejar muy claros en la Constitución "los hechos diferenciales
catalanes". En este sentido, desearía exponerle dos preguntas muy
concretas: ¿Cuáles son las diferencias significativas que como catalán observa
usted en mi persona en relación al resto de los españoles? ¿Puede enumerarme la
lista de tales diferencias que merezcan ser señaladas en la Constitución? Si la
cuestión se centra exclusivamente (como me temo) en la lengua, opino que el
catalán no debería ser motivo suficiente para excepcionalidades y privilegios.
Si además
ello es la base de las diferencias, resulta entonces demasiado exigua para
fundamentar un concepto de identidad. La enorme semejanza entre el español y el
catalán no da lugar a un cambio apreciable en el lóbulo central del cerebro que
según parece rige estas cuestiones. Me refiero a cambios en la construcción
mental provocados por giros lingüísticos que generan impulsos distintos entre
una u otra lengua y que son capaces de modificar determinados rasgos del
comportamiento, o sea, la lengua como creadora de peculiaridades en las pautas
de actuación. En este caso concreto, tampoco se trata del chino o el árabe. El
catalán parece un dialecto del español y viceversa. Lo damos por aceptable como
patrimonio cultural de España aunque aquí sólo me estoy refiriendo al instrumento
y lo esencial en la cuestión cultural no es la letra sino lo que se hace con
esta. Y así entramos en otro supuesto diferencial muy recurrido: la cultura.
La cultura
catalana es otro de los automatismos esgrimidos por los ciudadanos españoles, a
los cuales una obra teatral, una canción o una poesía en catalán, les parece el
núcleo de una cultura autóctona y distinta de la suya. Habría que preguntarles qué
entienden por cultura, pero si creemos que es algo más que levantar torres
humanas, recolectar níscalos o bailar sardanas, lamento decirles que no existe
una cultura catalanacomo algo específico y acotado. Forma parte de un
conjunto ibérico muy amplio que además de incluir Portugal se introduce también
en territorios franceses. De la misma manera que hoy no existen entre un
ciudadano de Barcelona, Zaragoza, Burgos o París, diferencias relevantes de
costumbres y comportamiento tales como para establecer hechos diferenciales
tangibles.
"Señalarlo
en la Constitución es un contrasentido absoluto pues la Carta Magna debe servir
precisamente para establecer lo que tiende a unirnos"
En definitiva, cualquier excepcionalidad
basada en signos de identidad, rasgos autóctonos o hechos diferenciales, que
establezca además alguna clase de franquicia colectiva, resulta agraviante para
el resto de los españoles y atenta a nuestra igualdad de ciudadanos. Señalarlo
en la Constitución es un contrasentido absoluto pues la Carta Magna debe servir
precisamente para establecer lo que tiende a unirnos.
Hoy cualquier
español puede hablar como le dé la gana, bailar y comer lo que le plazca, así
como practicar las singularidades que se le ocurran pero no es necesaria la
norma escrita de estas libertades fundamentales.
No se
agobien, los catalanes en nada apreciable nos diferenciamos del resto
de los españoles si no fuera porque en los últimos tiempos se ha desbordado el
virus xenofóbico y paranoico, latente siempre en las apologías
étnicas. Hasta ahora es el único signo diferencial que proviene de aquel rincón
mediterráneo pero es transitorio porque ha sido inducido artificialmente y hay
síntomas de nuevos anticuerpos que pueden neutralizar la epidemia devolviéndolo
todo de allí donde nunca debía haber salido: El Barça-Madrid.
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