por Carlos A. Trevisi
Las dos caras se precipitaban sobre la mía.
Entre ambas, una luz enceguecedora me obligaba a cerrar los ojos. La cara de la derecha –mi derecha- lucía ojos negros inexpresivos, aunque atentos; los mismos que mostraría cualquier cara abocada a un trabajo concentrada en lo suyo. La de la izquierda inspiraba una cierta ternura. Acaso por eso, cuando mis ojos superaban la luz destellante que me impulsaba a cerrarlos, buscaban los suyos en respuesta a una necesidad que imaginaba percibían.
Entre ambas, una luz enceguecedora me obligaba a cerrar los ojos. La cara de la derecha –mi derecha- lucía ojos negros inexpresivos, aunque atentos; los mismos que mostraría cualquier cara abocada a un trabajo concentrada en lo suyo. La de la izquierda inspiraba una cierta ternura. Acaso por eso, cuando mis ojos superaban la luz destellante que me impulsaba a cerrarlos, buscaban los suyos en respuesta a una necesidad que imaginaba percibían.
Las mascarillas que cubrían esas caras les conferían un anonimato que en
realidad no era tal: eran las caras de siempre, los mismos pelos cayendo sobre
la frente, los mismos gestos, la misma voz con acento argentino…
No hablaban.
Sólo palabras aisladas: deme, ponga, quite, más, no tanto…
El propietario de la cara de la derecha buscaba, de entre una exposición
bien ordenada de elementos de tortura, las herramientas que sucesivamente
utilizaría para atenazar mis carnes y, sin pausa, volvía a mi.
Cuando las
heridas sangraban más de lo que era de esperar, teniendo en cuenta que había
que terminar la tarea con pocas muestras residuales de las heridas infringidas,
recogía un cicatrizante en una especie de espátula sobre la que antes
había puesto una pócima amarillenta con olor a medicamento.
Al cabo de una hora de martirio, la cara de la derecha, luego de apagar la
lacerante luz , dirigiéndose a mi, dijo:“Mastique del otro lado”
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