viernes, 11 de diciembre de 2015

EL BIEN Y EL MAL

por Carlos A. Trevisi (2010)

Según ha ido pasando el tiempo y la Iglesia perdiendo ascendiente sobre mi hasta perderlo definitivamente,  he llegado a la conclusión, adentrándome  en la fugacidad en la que vive este mundo ,  de que la moralidad que ha venido sosteniendo aquélla ha caído en manos de los “usuarios” sin más guía que la de un sistema al que lo que menos le importa es impulsar los  valores acrisolados durante dos milenios de presencia del cristianismo.

La mayoría de la gente, ante la falta de una guía que ya por amedrentamiento o por convicción le enseñe la senda,  al no poder abrirse camino por su cuenta, ha perdido el rumbo y no sabe ni “ver” ni “verse” en el mundo.  Como las circunstancias no favorecen el interrogante (¿qué hago yo en este mundo?), el hombre, a quien el consumismo y la diversión han vaciado sus “adentros”, ha perdido la posibilidad de volver a "llenarlos" por falta de estímulos para encarar una respuesta que ya no necesita: el entorno en el que vivimos  no la requiere.

Como nunca me satisfizo del todo que orientaran mi vida a partir de lo que se “dicta” desde las instituciones – la Iglesia-templo-Estado del Vaticano- por ejemplo, o desde las organizaciones que derivan de aquéllas – parroquias, obispados, y otras ajenas al ámbito eclesial (partidos políticos y demás),  me he ido preguntando a través de implacables reflexiones, qué es esto del bien y del mal.

Mi conflicto fue creciendo según vi que no son las respuestas las que dan la solución al problema, sino la calidad de las preguntas que uno se formula, que me han obligado a inmersarme en profundas elucubraciones de las que muchas veces no he obtenido respuesta sino después de largos devaneos. Son preguntas que sólo tienen respuesta en el fuero íntimo de cada uno, habida cuenta de una intimidad en permanente desasosiego por la búsqueda de la verdad.

Algo muy parecido me pasó con Dios.
Mi Dios no me sirve para nada; no es un dios utilitario: ni le pido ni siento que me de. Encarna dos mil años de bienestar espiritual que me ha regalado la cultura cristiana en la que vivo, que no la civilización en la que va derivando, a la que desprecio definitivamente (Civilización y cultura).
Este planteo incluye mi apreciación del bien y del mal que no creo existan en el mundo por obra de nadie ni puedan buscarse sus raíces en religión alguna.
El bien y el mal nacen de un conflicto no resuelto de lo que es la libertad.
La auténtica   libertad  consiste en la creatividad espontánea con que una persona o comunidad realiza su verdad, es fruto  de una fidelidad sincera del hombre a su propia verdad. La libertad es conciencia, es adentro-verdad; es diálogo, comprensión; comunión; solidaridad, exigencia, amplitud, reflexión, apertura, pasión, justicia... La libertad devela, esclarece, amplía, invita; es incierta, incómoda; está más allá de la ley.
Las dificultades que se plantean para disponer de libertad radican en el hecho de que no se cumple ninguna de estas premisas, aunque sí las que devienen de las instituciones que dicen garantizarla. Todo el mundo  adhiere con profunda convicción a aquello de que la libertad de cada uno termina donde comienza la de los demás; se impone  lo institucional, la ley,  por encima de la intimidad que encierra aquélla; se confunde libertad con independencia.
La  independencia, que deriva de una toma de conciencia de la alteridad en la que vivo me obliga en un medio social en el que los demás cuentan aunque no formen parte de mis adentros.
La libertad me obliga con mis adentros, con mi conciencia, allí donde radica mi verdad; no tiene límites. No sucede lo mismo con mi independencia que sí no fuera  restrictiva chocaría con la de los demás.
Así, el bien y el mal se asientan en mi conciencia, son partes consustanciales de mi adentro-verdad. Ese adentro-verdad forjado en una cultura que ha derramado miserias por doquier pero en la que han prevalecido valores que no merecen ser dejados en el  olvido.

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