Carlos Elordi
Cuando el devenir político español trascurre cada día más en
los tribunales, la justicia está perdiendo toda su credibilidad
a los ojos de los ciudadanos. Eso sí que es una crisis de estado.
Cuando el devenir político español trascurre cada día más en
los tribunales, la justicia está perdiendo toda su credibilidad
a los ojos de los ciudadanos. Eso sí que es una crisis de estado.
Puede que
vaya a acertar quien ha dicho que Rodrigo Rato no pisará nunca la cárcel. Ni
Miguel Blesa. Si hace unos años el expresidente de Cajamadrid pasó unas semanas
en prisión fue por el empeño del juez Elpidio Silvia. Y esa decisión le costó
la inhabilitación al magistrado. Parece que un desliz como ese no se va a
volver a repetir. Este viernes una jueza dictó no aplicar medidas cautelares a
ninguno de los dos jefes de la banda de las tarjetas negras a pesar de haber
sido condenados a 4 y 6 años de cárcel. Un nuevo escándalo jalona así la acción
de la justicia española. Cuando el devenir político español trascurre cada día
más en los tribunales, la justicia está perdiendo toda su credibilidad a los
ojos de los ciudadanos. Eso sí que es una crisis de estado. Pero a ningún poder
parece preocuparle.
"No va a
llegar la sangre al río", dijo ayer el coordinador general del PP en
relación con las tensiones que la imputación del presidente de Murcia ha
generado entre su partido y Ciudadanos. Sólo caben dos explicaciones a tanta
seguridad por parte de Martínez-Maillo. O está convencido, y por motivos
fundados, de que José Antonio Sánchez será exculpado este lunes por el tribunal
o no teme que el partido de Albert Rivera lleve las cosas al extremo de la
ruptura con el PP. De lo que hay pocas dudas es de que el Gobierno ha utilizado
todos los resortes de que dispone para evitar que su partido murciano le dé un
disgusto como el valenciano de hace un tiempo.
El cese del
fiscal jefe de Murcia, aparentemente porque no comulgaba con el PP, ha sido el
punto más dramático de ese proceso. Pero además de esa decisión propia de una
dictadura a la turca, hay indicios de que el ministro de Justicia, activísimo
en un terreno que no le corresponde, el de la defensa de los intereses de su
partido, ha movido algunas fichas más para que su compañero el presidente pueda
seguir sin problemas en el cargo. Hace diez días, este, en un desliz de
político principiante, reveló que conocía las intenciones de los jueces. Y
muchos pensaron que sólo Catalá se las podía haber contado. Pero, ¿por qué el
ministro estaba al tanto?
Hay otro
aspecto no menos inquietante de ese mismo capítulo. Apenas cesado, el fiscal
jefe de Murcia denunció que había sufrido presiones para que no tomara
determinadas decisiones o para que adoptara otras. Y añadió que a otros colegas
les había ocurrido lo mismo, sólo que mediante acciones más graves. Otras
revelaciones similares se sucedieron en las horas siguientes. A Catalá sólo se
le ocurrió decir que tenía que haberlo denunciado. Pero López Bernal lo había
hecho. A la policía y al Fiscal General. Y el ministro no dio explicación
alguna. Cuando su ignorancia, o malevolencia, podrían ser motivos de dimisión.
Todo indica
que la escalada no va a parar. Que Mariano Rajoy y los suyos harán todo lo que
puedan, sea legítimo o no, para impedir que la corrupción castigue a su gente.
Llevan años preparando ese terreno. Su política de nombramientos en los órganos
clave de la estructura judicial ha estado guiada por el interés en colocar a
magistrados amigos, o cuando menos dispuestos a reconocer ese favor. La última
tacada de fiscales va en esa dirección.
Lo han
denunciado unos cuantos jueces y fiscales. Algunos repetidamente y desde
tiempo. Pero no pasa nada. Porque el órgano que podría revertir esas decisiones
si hubiera algo raro en ellas es el Consejo General del Poder Judicial. Y este
está férreamente controlado por el PP. Es cierto que eso también ocurría en las
alguna de las épocas en que gobernaba el PSOE, aunque tal vez no de manera tan
descarada. En todo caso eso confirma que una institución cuyos miembros deben
su cargo, sin intermediación ni debate previo alguno, a la voluntad de los
partidos tiene que ser reformada de arriba abajo.
Pero no va a
ocurrir. Ni tampoco se van a revisar las atribuciones sin límite del fiscal
general del Estado, otra pieza clave del entramado. El último, que sólo lleva
tres meses en el cargo, ya se ha lucido con los ceses y nombramientos de
fiscales jefe que se han llevado por delante a López Bernal y a otros cuantos
que no eran del gusto de La Moncloa.
Pero José
Manuel López Maza ha rizado el rizo en su comparecencia parlamentaria para
explicarlos. Porque, como hacen los acusados en los juicios cuando lo niegan
todo aunque se note a la legua que no están diciendo la verdad, pero el
procedimiento lo admite, el fiscal general dijo a sus señorías que en su
departamento todo se hacía correctamente, que no se ha producido irregularidad
alguna. Y salió tan campante de la sesión. Para que luego alguien diga que las
comparecencias parlamentarias son importantes.
Hay cada vez
más indicios que, sumados a los de antes, llevan a la conclusión de que la
justicia no es independiente en España. Es decir, que el poder político, por no
hablar de otros, influye en sus decisiones. Eso no quiere decir que no haya
jueces y fiscales independientes que luchando contra viento y marea por
aprovechar los resquicios que les dan las leyes y los procedimientos sacan
adelante causas que lesionan los intereses de los poderosos. Pero muchas veces
instancias superiores de la judicatura anulan su esfuerzo. El caso del juez
Castro en el caso Nóos que ha terminado con Iñaki Urdangarin en Suiza es un
ejemplo de ello.
Pero sin duda
alguna el hito más grave de esas prácticas contra la independencia y autonomía
de los jueces fue el de Baltasar Garzón. Porque no pararon hasta expulsarlo de
la carrera. Y no pasó nada. Los grandes partidos callaron ante tamaña
barbaridad imposible en cualquier otro país europeo y los nuevos no habían
saltado todavía a la palestra.
Tras lo
ocurrido a Garzón se comprende que cualquier juez o fiscal se lo piense dos
veces antes de tomar una iniciativa que pueda ser mal vista por el poder o que
lo haga después de haber depurado hasta el mínimo detalle por el que puedan
atacarle. Eso, por no hablar de las presiones "externas". La cosa por
dentro de la institución debe estar muy mal y muchos magistrados lo confirman
en privado. Otros, la verdad que muy pocos, salen a la arena pública para
denunciar algo de ese estado de cosas sólo cuando están jubilados. Lo acaba de
hacer en "El Intermedio" el exfiscal anticorrupción Carlos Jiménez
Villarejo.
El actual
estado de la justicia no figura en un lugar prominente de las agendas de los
partidos de la oposición. Pero debería estarlo. Aunque sólo sea para que no
sientan sólos los ciudadanos se escandalizan porque Rato o Urdangarin salgan de
rositas, o por el cese del fiscal López Bernal, o cuando ven cuando la justicia
se ceba con quienes publican chistes irreverentes por internet, o cuando se
piden hasta tres años de cárcel a sindicalistas por haberse enfrentado a la
policía en una manifestación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario