Diario de un trabajador temporal
Un aventajado estudiante de Filosofía empleó las pasadas vacaciones navideñas en un trabajo basura. Esta fue su experiencia
PABLO MUÑOZ
“Cuento
de Navidad”, podría titularse este diario, escrito por un
aventajado estudiante
de Filosofía que empleó las recién pasadas
vacaciones navideñas en un trabajo
basura, como dependiente de
una tienda de legos y juguetes. Hubo un tiempo en que
estudiantes
y trabajadores circulaban por pasillos distintos. Hace mucho que
no, y entretanto los llamados becarios ocupan uno de los escalones
más bajos
del lumpen proletariado.
Este
diario es para su autor “tarea pendiente”, que se plantea de la siguiente
manera: hacen falta más relatos sobre el mundo en el que vivimos, trabajamos,
sentimos. El propósito del diario es ofrecer un bosquejo de una situación
concreta, imaginable o real: la de un trabajo ocasional (un empleo de corta
duración en una tienda comercial) en una ciudad reconocible.
El
propósito es entonces dejar que una voz se explique y testimonie una serie de
hechos. El diario es una voz práctica. La condición de testimonio y partícipe
impide que la voz sea ejemplar o edificante. El propósito se resume así:
ofrecer un lugar y una mirada.
8 de
noviembre
La entrevista ha ido bien. Lo que se
podía esperar. La aclaración ha sido pertinente, un trabajo de campaña de
Navidad. El entrevistador ha insistido en que no pasa nada si veo este trabajo
como algo alimenticio, aunque he ofrecido un compromiso y entusiasmo: a fin de
cuentas, he sentenciado en voz alta, vender-juguetes-de-una-marca-especializada
no es algo tan dramático. La tienda es monísima, claro. Está pensada para que
los chicos jueguen, no hay pasillos.
17 de
noviembre
Me han contratado. No acabo de
comprender la reforma laboral y sus condiciones. El mundo puede ser
rematadamente opaco. El contrato lo ha hecho una gestora, me aseguran. Asiento.
Me esfuerzo en que mi cara diga “por supuesto” en cada movimiento.
18 de
noviembre
EL CONTRATO
LO HA HECHO UNA GESTORA, ME ASEGURAN. ASIENTO. ME ESFUERZO EN QUE MI CARA DIGA
“POR SUPUESTO” EN CADA MOVIMIENTO
Primer día. Conozco a mis compañeras
de tienda. El entrevistador era uno de los dueños y jefe de tienda. Insiste en
“la calma”. Mi compañera es la encargada de la tienda. Insiste en “la
atención”. Si él dice que con un “Hola, ¿qué tal?” ya basta; ella insiste con
miles de detalles para “hacer que el cliente se sienta cómodo en la tienda”.
Surgen nuevas preguntas.
¿Cuándo está incómodo? Por qué no
puede cargar con un paquete y distraerse?
Porque así compra menos. Va cargado
y eso provoca que tenga prisa.
Al parecer las técnicas de venta
consisten en una mezcla entre conductismo y agresividad retórica. La encargada
vindica su efectividad. Está en la tienda desde que la abrieron. Conoce el
sector.
19 de
noviembre
Primer día de diez horas. Bosquejo
de sensación: la hora y media para comer pasa muy deprisa, el tiempo de trabajo
está siempre presente. Uno mira el reloj y piensa: de acuerdo, entonces me
queda… Obsesionado por el tiempo libre, el tiempo es siempre tiempo restante;
comprendo mejor ahora a las personas que hablan de “la necesidad de
desconectar”.
Se refieren a la necesidad de sentir
que el tiempo no es tiempo restante sino tiempo posible o tiempo disponible.
21 de
noviembre
Lunes, descubro el almacén. Y las
llamadas de teléfono, abundantes. Constato que mi pasión por la marca se ha
reducido. Segunda constatación: no tengo ni un tercio de información que mis
compañeras. Parece ya evidente. Alguna insinuación me ha llegado: “Deberías ir
acostumbrándote a” o, en su versión más sutil: “Yo es lo que hago al llegar a
casa”.
¿Cómo explicar que al llegar a casa
uno no contempla la posibilidad de prolongar los quehaceres laborales?
Barajo dos respuestas posibles. La
primera pasa por una confesión con malas consecuencias. Mala estrategia.
La segunda es una modesta oda a la
pereza. No es conveniente.
25 de
noviembre
Hay algo conmovedor en la
interacción con clientes. Todos te escuchan creyendo en la autoridad que te ha
sido conferida. Es la primera tarde en la que me atrevo a pronunciar: “Verá, yo
le recomiendo...”. Lo digo dos veces, a un padre muy simpático –le he visto
todas las tardes en las que he trabajado en la tienda– y a una joven madre. En
ambos he visto un gesto semejante: ojos abiertos y asentimiento.
¿De dónde viene esta autoridad? ¿Por
qué leo en sus miradas “Vaya, tú debes saber mucho de esto, yo, en cambio, no
tengo ni idea”?. ¡Qué fácil acostumbrarse a ella!
Nueva corrección: el cliente debe
estar atendido en todo momento, es imprescindible ofrecer alternativas a sus
deseos, si no alcanza con el stock disponible. La buena vendedora siempre
insiste.
26 de
noviembre
OBSESIONADO
POR EL TIEMPO LIBRE, EL TIEMPO ES SIEMPRE TIEMPO RESTANTE; COMPRENDO MEJOR
AHORA A LAS PERSONAS QUE HABLAN DE “LA NECESIDAD DE DESCONECTAR”
Pequeña reprimenda. Hemos empezado a
sacar los instrumentos de limpieza cinco minutos antes de agotarse el horario.
No nos pagan para eso. Gran indignación de mi compañera. Me da unas
sorprendentes razones utilitaristas de su enfado: “Hago ganar mucho dinero a la
tienda. Y así me lo agradecen”.
Le explico que no trata de quién
tiene razón, pero en este caso, está claro que la razón le pertenece a los
jefes, que son los contratantes. Creo que no ha entendido lo que le digo. Son
muchas cosas, añade, y mi comentario –ahora es ya indudable– la ha ofendido.
Bien. Trato de explicárselo una vez
más. Las razones subjetivas no importan cuando el dinero interviene en un
contrato de estas características. Me da por imposible. Yo también: no tengo
reservas de consuelo, y he preferido lanzar una reflexión.
Una nota evidente: intentar diálogos
socráticos en la vida corriente es un juego ocioso.
1 de
diciembre
Descubrimiento trágico, ya
anunciado: soy muy patoso envolviendo regalos. Muestras de compasión entre los
clientes, aparece incluso el recuerdo de quien envolvió zapatos en unas
navidades antiguas.
La tarde transcurre a lo Capra. A la
dulzura del recuerdo, le sigue la amargura de la constatación: otra señora
señala con gran detenimiento lo mal envuelto que está el paquete y cómo debería
hacerse.
Evidente frustración entre mis
compañeras. Inverosímil o no, me afecta.
3 de
diciembre
Los matrimonios y sus relatos
públicos. Por la mañana, un señor hace llorar a su esposa mientras su hija
juega como si no escuchase los sonidos de algo que hace demasiado que está
sucediendo.
Por la tarde una señora me pide
pijamas, y luego dice: “Aunque se duerme más cómodo sin ellos ¿no?”. Su
acompañante es su marido, ella me lo recuerda y, con gran risotada, insiste en
flirtear de un modo descarado.
Vergüenza ajena. El marido asiste
algo frustrado al juego de la señora; ella remata diciendo lo ideal que sería
llamar a “todo un cuerpo de bomberos” mientras mira el pack que va a regalarle
a su hijo.
5 de
diciembre
Estamos más cerca de comenzar la
cuesta. No llega. No acabo de comprender las metáforas geológicas y sus
matices. Estoy muy cansado.
16 de
diciembre
Eludo la cena de empresa, y su
posterior farra, aunque no su relato la mañana siguiente. Tomé la decisión
precipitadamente, inventé una excusa a última hora: la idea de compartir un
escenario de amistad me parece inadecuada.
17 de
diciembre
Aparece en la tienda alguien que
estudió filosofía, no lo he sabido hasta diez minutos después de su entusiasta
defensa de los juguetes que ha comprado, de su espíritu educativo y de su
actual profesión; la lingüística computacional variante marketing.
Es de Girona –su acento no le
delataba del todo, aunque luego sí su anecdotario– y celebra que yo esté ahora
terminando la carrera. Dice que a él le cambió la vida. Hablamos de Habermas.
Dice muy contento que es una cosa seria, seria.
ME DICE QUE
NO CHUTE LAS PIEZAS. HE VISTO HACERLO A MI SUPERVISORA. ¡PERO ME CALLO! PEQUEÑO
TRIUNFO DE LA MICRO-SOLIDARIDAD OBRERA: SERLO CON QUIENES NO SON TUS AMIGOS
PERO ESTÁN EN EL MISMO LUGAR
Al llegar al autobús, un episodio
extraño. Un señor calvo llega corriendo con mochila de trabajo y zapatos
desgastados. El conductor le dice: “Bueno! ¡parece que has perdido tu pelo en
esa carrera ¿Eh?”. Me siento agredido en ese momento. ¡No solamente por mi
pertenencia al club de los prealopécicos! Subir a un autobús y que alguien te
suelte un chiste magnífico. Invento una norma propia para el humor que
utilizaré en la tienda: de ahora en adelante, chistes blancos, fáciles.
23 de
diciembre
Ha dejado de parecerme navideño el
espíritu de la tienda. Pequeño rasgo antisocial: no puedo soportar la intimidad
ajena, aunque sean pequeños bosquejos de relaciones, vida; lo he descubierto en
las conversaciones con las compañeras.
No puedo conversar si luego estaré
sometido a un juego de jerarquías y lealtades, etcétera. Veo improbable que
pueda prosperar la amistad. Gran fracaso en el ejercicio social de compartir
películas y series.
“Estoy cansado de La Guerra de las Galaxias y no
me parece que Black Mirror tenga
ideas sino lugares comunes sobre la “tecnología” y sus efectos”. Me vengo
arriba con la fregona y mis opiniones, todo muy ridículo.
Juzgo estúpido el “fenómeno de las
series” y mi compañera cree que la he llamado estúpida. Hago un llamamiento a
la prudencia: “No tengo ni idea de…”. Ella insiste, la ofensa redobla sus
tambores.
Friego en silencio.
24 de diciembre
Cambio en la fisonomía de los
clientes. Cambio memorable: son directos, necesitan comprar, esperan muchas
cosas, no conciben que los productos se hayan agotado, quieren saber en qué
otro sitio lo tienen. Esperan cooperación entre las fuerzas del comercio,
amabilidad a raudales, soluciones efectivas.
27 de
diciembre
Una de las tareas importantes es
vender el stock acumulado. Decido centrarme en la colección para niñas, que con
sus ponys, estrellas del pop y ferias me parece engolada.
Gran éxito. Di que algo es para
“niñas inteligentes” y el mar del orgullo te permitirá ver sus olas valientes.
Añádele la respetabilidad de las fuerzas del comercio a modo de falsa apostilla
–“además se vende muy bien”– y serás invencible.
¡Qué sensación de triunfo!
30 de
diciembre
La puntualidad de las nóminas. Éste
ha sido el mes de los domingos trabajando, me digo. Han sido un pequeño
fracaso. Hermosura de la patología social: la gente no compra en domingo.
Quiere descansar. El día del Señor a estas alturas de mi vida.
Cuando salgo, el salario ya está en
la cuenta corriente y la tonadilla de Notorius Big y P. Diddy –“No sé qué
quieren de mí / es como si cuanto más dinero viniera / más problemas viera”–
viene a mi cabeza.
31 de
diciembre
Lo memorable: tener que estar en un
almacén colocando cajas, o piezas, o preparando pedidos. Me doy cuenta de que
estoy ejercitando la memoria visual. Hago una broma de Rain Man que a nadie le parece
divertida.
Regresa la señora insinuante. La
tienda tiene al menos cuarenta personas dentro. Ni siquiera recuerdo cuantas
veces he dicho ya “¡Hola! ¿puedo ayudarla?” Ella decide humillarme: “Lo que no
podemos hacer es agobiar al cliente, ¿no?”.
Me doy cuenta de que se me ha caído
la botella del ánimo al suelo ¡y quedan otras cuatro horas!
2 de
enero
Primera marabunta memorable. Mis
jefes deben ayudarme a envolver regalos, dada mi torpeza. Uno de ellos me mira
al final de la jornada con unos ojos donde, creo, hay una reevaluación muy
resentida de su decisión de contratarme. El resto de la semana trabajaré diez
horas, acepto, improviso algo relacionado con el honor y la responsabilidad.
3 de
enero
Almacén con mi compañero, que
gestiona el almacén. Oyéndole hablar parece uno de los jefes. Es biólogo. Está
convencido de la salud democrática y de la grandeza de Cataluña. Me da muchas
órdenes. Me dice que no chute las piezas. He visto hacerlo a mi supervisora.
¡Pero me callo! Pequeño triunfo de la micro-solidaridad obrera: serlo con
quienes no son tus amigos pero están en el mismo lugar.
4 de
enero
Incidente en la tienda. Primera vez
que me insultan. Ha entrado una familia con un juguete con un fallo. Sabía que
eran pobres. Podía verlo en el calzado (las deportivas baratas), el chándal,
los dientes algo separados. Faltaban doce piezas, me ha dicho la madre,
indignada. Respondo como es habitual, explicando que no somos una tienda
oficial sino especializada y que el servicio de atención al cliente está en
Internet. “¿Y si no tenemos Internet?”, me dice la madre. Me siento
profundamente imbécil por mi supuesto.
Ojos de incomprensión. Indignación.
Un compañero acude al rescate. Nos ganamos más gritos e insultos.
El padre se gira y me dice: “Si todo
fuese por Internet, tú no trabajarías aquí”. Mi compañero está afectado por los
insultos, les llama imbéciles, etcétera. Profunda tristeza, cuando el padre ha
pronunciado esa frase he constatado su ignorancia.
Resulta terrible. Uno puede
responder a los insultos o hacer chistes. Pero existía la posibilidad de
aceptar la autoridad. Un ser humano que ni siquiera imaginaba que existe la
programación, que no sabe que tras Internet hay trabajo, trabajo humano, de
ingenieros, de mantenimiento. No lo consideraba.
5 de
enero
Día final. Tranquilidad, pequeña
sorpresa –después de todo, he envuelto un regalo perfectamente–, con broma nada
maliciosa incluida. Una anciana uruguaya y aristocrática viene a la tienda.
Compruebo cómo el orgullo viaja –como sus hijos, que viven en Londres y conocen
“la tienda que hay en Londres y que supongo que conocerás”–, pero sus
suposiciones no pueden herirme. Desprecia la guerra, pero termina comprando
algo relacionado con la saga de las Galaxias. Reivindica el saber de los
ingenieros, dice que por esa razón le gusta nuestra juguetería, porque tiene
cajas de aprendizaje donde se prioriza la economía y la técnica. Tras la
conversación, considero que mis simpatías hacia la doctrina consecuencialista
son una pequeña ingenuidad juvenil.
Se celebra mi entusiasmo y mi
compromiso. Se señalan como grandes virtudes. Se me invita a regresar cuando
quiera. Se me pide algo de autocrítica –parece evidente que el “hándicap” era
no saber envolver. Luego otras cosas a mejorar que tengan que ver con la
tienda. Intuyo que las palabras tienen que ver con mis compañeras. Uso la
modestia: “Tal vez algo más de comunicación en el reparto de tareas”.
Entendimiento rápido entre adultos, leer entre líneas la estrategia.
(Pero no es estrategia, es
prudencia).
Me marcho. Me doy cuenta de que me
he olvidado unas alarmas en el bolsillo. Terminan en una basura cercana. Lo
cierto es que comeré en el japonés donde el camarero chino me hablará
entusiasmado de su infancia en Shangai, de su pasión por nuestra juguetería y
su marca, de sus recuerdos.
¡La Historia sigue adelante después
de todo!
Pablo Muñoz (Mataró, 1988) Ha
escrito sobre cine para Blog de
cine y El Español.
Ha publicado Padres ausentes (Alpha
Decay, 2011) y ha participado en libros colectivos como CT o la Cultura de la Transición (Debolsillo, 2013).
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