Silencios académicos en la universidad
María Márquez Guerrero Universidad de Sevilla (PÚBLICO)
El mismo día en que se conocía la sentencia que condenaba a Santiago Romero a siete años de cárcel por tres delitos continuados de abusos sexuales, una de las víctimas aún ocultaba su nombre bajo el seudónimo de Raquel por “miedo y por vergüenza” de lo que ocurrió. Quizás sea este uno de los pocos secretos que guarde una vez que la historia de humillación y maltrato que ha vivido se ha hecho escandalosamente pública. Todavía no comprende por qué tardó tanto tiempo en identificar la agresión como tal, por qué guardó silencio mientras ocurría, por qué no se rebeló, cuando en cualquier otro contexto, como ella señala, pone los límites con asertividad salvando con valentía su dignidad.
Santiago Romero es catedrático de la Universidad de Sevilla. En su día, fue director del departamento y decano de la Facultad de Ciencias de la Educación, donde ella era una “profesora rasa” y él, “un académico de reconocido prestigio”. La relación de jerarquía que se establece entre una becaria o profesora en situación de precariedad laboral y el director de su tesis, grupo de investigación y/o proyecto crea un vínculo de dependencia absoluta: él constituye la clave para entrar en el grupo y para permanecer en él, para promover y financiar estancias en el extranjero, o recomendar la publicación de artículos en revistas prestigiosas. Más allá de esto, solo él da el Visto Bueno para leer la tesis, y busca el tribunal que pueda ser objetivo, pero también favorable. En último término, es la pieza clave para su contratación y su promoción.
Tal vez, el sentimiento de culpa que desvelan sus palabras –“No pude ser tan fuerte como Teresa Rodríguez- le impide ver que la dependencia, la falta absoluta de simetría, y, en definitiva, la relación de poder eran el origen del miedo inmenso, paralizante, esa emoción en la que aún no se reconoce y que todavía hoy le impide mostrar su rostro y su nombre. Como señaló Mijaíl Bajtín, el miedo está en la cuna misma del poder, constituye su raíz y su alimento. La desigualdad de las fuerzas puede ser tal que nos sintamos incapaces de oponer resistencia, pues el que ostenta el poder nunca está solo; se halla inmerso en una estructura que lo legitima y lo sustenta, aquella de la que, precisamente, anhelamos formar parte.
Por otra parte, la autoridad académica y la moral no tienen por qué discurrir paralelas, y, a veces, quien ha obtenido privilegios los ha ganado, además de con sus méritos, con servicios y favores, y con la deuda de muchos, que lo apoyarán siempre. El sentir en peligro el vínculo y, con ello, la propia pertenencia al grupo, puede poner en entredicho las propias percepciones. No resulta extraño, por tanto, que la víctima desconfíe de sus vivencias y las atribuya a su propia incapacidad. Esta necesidad de adaptarse, de encontrar un lugar en el mundo, puede llevarnos a preferir el sentimiento de culpa al de abandono.
Los estudios sobre el papel crucial que desempeña la culpa en el mantenimiento de las situaciones de maltrato son abundantes, así como los que hablan de la posibilidad de autocastigo como medio de controlar una situación de adversidad injustificada. Alrededor del 40% de las mujeres que sufren maltrato se autoinculpan. Esta conducta, aparentemente paradójica, se explica por el hecho de que los seres humanos tenemos la necesidad de atribuir un significado a lo que nos sucede con el fin de tener cierto control sobre ello, especialmente cuando se viven acontecimientos traumáticos. En estas situaciones, urge recuperar la sensación de control, única base sobre la que se levanta la esperanza de que todo cambie y de que no se repitan las agresiones. Y un modo de recuperar el locus de control es, precisamente, estigmatizarse: “he actuado mal, pero, si cambio, no volverán a repetirse las mismas circunstancias”. En definitiva, es preferible ser un demonio en un mundo de ángeles, que un ángel en un mundo de demonios. En este último caso, estás perdido, pues no puedes hacer nada por cambiar las condiciones, y la amenaza de la aniquilación es aterradora. Por otra parte, el propio maltrato activa retrospectivamente estructuras mentales profundas de vergüenza y de culpa, que impiden la toma de conciencia y convierten a la víctima en rehén de sí misma.
La violencia se canaliza a través del abusador, pero procede del propio sistema, que da semejantes prerrogativas casi absolutas y no pone límites claros a sus representantes. Con mucha frecuencia, la violencia tiene en su base una percepción inflada del yo junto a la indiferencia hacia la vida, el sufrimiento o la suerte del otro, a quien se percibe como subordinado académica y personalmente. En un sistema jerárquico cerrado, basado en la competitividad más fiera, cada persona se siente sola y aislada, urgida y legitimada para actuar egoístamente en defensa propia. La realidad vergonzante puede ser intuida por compañeros y amigos, quienes, a salvo de la aterradora intimidad, no se atreven a asomarse al abismo y callan. Hay que tener en cuenta que el poder atrae a su alrededor a mucha gente necesitada que está dispuesta a callar y a mirar para otro lado con tal de mantener el estatus que con tanto esfuerzo ha conquistado. En este caso, la circunstancia azarosa de que tres personas compartieran el mismo tipo de abuso, por parte del mismo maltratador dentro de un único departamento, permitió que las víctimas rompieran el silencio, se reconocieran como tales, tomaran conciencia de su situación y denunciaran, gracias al testimonio de algunos compañeros: “Estábamos aterrorizadas y reconocimos nuestros síntomas: caer enfermas siempre, tener miedo, estar deprimidas y bajas de ánimo, dejar de hablar… Cuando al fin hablamos entre nosotras, nos empoderamos mutuamente y denunciamos”, recuerda Raquel. La solidaridad entre compañeros parece ser, por tanto, una de las claves necesarias para terminar con estas situaciones de humillación y de maltrato. Sin embargo, la respuesta ante esta violencia estructural no puede limitarse a una llamada a la solidaridad individual o a la vigilancia de los propios límites éticos, sino que ha de proceder de medidas garantizadas y controladas por el propio sistema.
Durante todo el día del lunes, mientras los medios de comunicación y las redes sociales divulgaban la noticia de la sentencia, la Universidad de Sevilla guardó silencio. El martes por la mañana, en un breve comunicado, el Rector denunciaba la “alarma social” generada por la difusión de esta “supuesta sentencia”, que aún no se le había notificado oficialmente. Fue después de la intervención de Susana Díaz urgiendo a la adopción de medidas firmes y contundentes para que el catedrático acusado no volviera a pisar las aulas, cuando el Rector compareció ante los medios de comunicación para pedir perdón a las víctimas y para anunciar la reapertura del procedimiento administrativo sancionador, que tuvo que dejarse en suspenso hasta tanto recayera la sentencia penal: así lo establecen las leyes de procedimiento administrativo en vigor entonces y ahora. A partir de ese momento, la “simetría” que, según el Rector, practicó la Universidad en el tratamiento de ambas partes se concretó en una desigualdad total, pues al catedrático se le mantuvo en su puesto, mientras que a las víctimas se las apartó del lugar y hora habitual de trabajo. Todas ellas han estado de baja, una de ellas hasta 6 años, por ansiedad y depresión. Como señala, María Acale Sánchez (Público 12 / 01 / 2017), “pendiente queda no obstante el debate sobre las medidas cautelares adoptadas por la Universidad antes de trasladar lo actuado a los tribunales, el tiempo que puede prolongarse su adopción, así como la posible convalidación de las mismas en sede jurisdiccional.” El caso plantea la contradicción, no sé si insalvable, entre la observancia rigurosa de la normativa y la necesidad de proteger a las víctimas. Desde luego, ya en 2011, cuando la gravedad de la situación hizo que se derivaran al juez las tres denuncias, la Consejera andaluza para la Igualdad y Bienestar Social, Micaela Navarro, pidió al Rector de la Universidad de Sevilla que tomara en consideración las medidas de protección solicitadas por las tres profesoras que habían denunciado. La Universidad, que había abierto un expediente disciplinario al profesor Santiago Romero, había remitido el caso directamente a los tribunales sin adoptar las medidas cautelares que pedían las víctimas. Entonces, la Consejera recordaba en un escrito que la Ley para la Promoción de la Igualdad de Género obliga a las administraciones públicas a “tratar y prevenir” con las medidas que sean necesarias las conductas denunciadas, “sin perjuicio de la responsabilidad penal, laboral y civil que se derive”. Y lo ilustraba con el ejemplo de actuación de la Consejería de Educación que había suspendido temporalmente a un profesor de un instituto concertado granadino hasta que se aclarase judicialmente el asunto (Público 8 / 03 / 2011)
En este caso, la instrucción ha sido tan lenta que incluso el juez ha usado el retraso “indebido” en el procedimiento como atenuante en la sentencia. El destrozo profesional y personal es tan grande para estas tres docentes – una de ellas ahora está fuera de la Universidad, porque tras la denuncia nunca se atrevió a volver a la facultad, no leyó a tiempo su tesis y perdió su puesto- que merece la pena meditar sobre si la máxima prioritaria para la universidad no debería ser la de garantizar un ambiente sano donde desarrollar el trabajo sin violencia. Sin duda, el silencio tiene cierta funcionalidad: tal vez, preservar la autonomía de la Universidad o quizás protegerla de los escándalos sin afrontarlos. Ese mismo silencio “protector” se ha guardado en relación con el caso de plagio del Rector de la URJC. Sin embargo, esta actitud evasiva no refleja el espíritu universitario, sino que más bien niega los valores y el prestigio de la institución. El poder siempre ha impuesto el silencio como medio para garantizar su permanencia. Pero quizás con él no se garantice la autonomía de la Universidad ni su función social relevante, ni siquiera su propia naturaleza como centro del saber y el conocimiento, de la conciencia crítica y de la libertad de pensamiento.
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