Por Carlos
A. Trevisi, Guadarrama, 27 de septiembre del 2016
No puede caber duda alguna de que el mundo ha
cambiado y no precisamente para bien. Los cambios han sido tales que las viejas
premisas que avalaban los valores del ser humano como principios a seguir han caído
precipitadamente. Se sigue sosteniendo, hipócritamente, sin embargo, que los
derechos humanos, la educación, la justicia, la libertad, y qué no, siguen
siendo prioritarios.
En
varios artículos anteriores hemos analizado cuidadosamente los hechos que nos
llevan a la descomposición. Sin ser culpables de lo que nos sucede, somos, sin
embargo, responsables porque no asumimos los compromisos que podrían llevarnos
por otro camino, un camino alternativo sostenido por actitudes que nos inserten
críticamente en la realidad.
Esto,
sin embargo, no es para desesperar. Sin duda estamos metidos en un fárrago que
nos empuja al escepticismo, pero es de decirse que el optimismo –un optimismo
sensato- es aún el arma de la que debemos valernos para recuperar una forma de
vida acorde con nuestros adentros.
Hemos
destacado la necesidad de la participación como recurso para “ver”. La
participación exige una puesta en común
que más allá de las ideologías –que todo
lo limitan- nos autorice a reconocer al “otro” para crear un espacio donde se den
cita las necesidades que animan a la comunidad. Está claro, sin embargo, que
los recursos que señoreaban antaño en pos de tales logros no son los mismos que
exige el mundo actual. Si realmente entendemos que la deriva que padecemos no
conduce a nada, habrá que abordarla con una
estrategia distinta.
El
problema más grave que afrontaremos es que el mundo marcha a una velocidad tal que en caso de que nos lancemos
a rescatarlo en beneficio propio y de
nuestros hijos habrá que poner voluntad, inteligencia, interés, afecto y abandonar
el afán de seguridad que posterga las posibilidades de la creación de un
proyecto de vida que condiga con nuestra forma de ser, con las metas que nos
fijemos sin temer aquello tan remanido de que la libertad de cada uno termina
donde comienza la de los demás y asumir que una comunidad en libertad tiene un
solo límite: la que nos dicta nuestra conciencia. Hasta no hace mucho la
democracia era el sistema que más favorecía nuestra libertad, a ser en los demás
estando en ellos. Pero eso se acabó.
Es
nuestra obligación recuperar esa democracia y terminar con la burda patraña en la que se ha convertido. La escasa
participación de la gente ha transformado
a los partidos políticos en comisarios de un poder ignoto, sin nombre ni apellido; sin valores, corrupto, enfermo
de poder, y a nosotros en súbditos de
una partidocracia que solo cuenta con la
ciudadanía cuando nos convoca a votar.
El
periodismo, de desconfiar cada vez que invoca a la democracia, apela antes que
a la divulgación de las noticias, a las cerrazones
propias de la ideología que sustentan sus medios. El Congreso, plagado de “representantes
del pueblo” que “obedecen” a los capitostes de los partidos, desvirtúa su
propia esencia por la pobreza intelectual de sus miembros, que terminan levantando
la mano para aprobar lo que resuelven entre bambalinas cuatro o cinco “barones”
que roban a mansalva o se transforman, terminados
su mandatos, a través de las llamadas “puertas giratorias”, en voceros de los
intereses de grandes empresas.
Nosotros,
la gente de a pié, no podemos quedar exentos de tamañas críticas. La ciudadanía tendría que obligarse a mucho más que a criticar la miseria que encierra la política, o las
mentiras que nos cuenta el periodismo; terminar
con el egoísmo que impide una puesta en común de intereses, con la apatía que
encierra nuestra ignorancia respecto de la educación de nuestros hijos, con el
afán que nos vincula a un mundo de la diversión en el que manda más un
descerebrado jugador de fútbol que un científico, con el rechazo que provoca el
diferente, con la critica procaz carente de fundamento, con la indiferencia que
siente por la cultura –no leemos, no nos interesa el arte, nos complace la
decadencia de un cine como el que muestran las sucesivas “Torrente” que llenan
los cines, no vamos al teatro, asistimos impávidos a programas televisivos que
dan vergüenza, no nos enteramos de lo que significa EDUCAR; hemos perdido de vista
las raíces de nuestra cultura y despreciado la profundidad que encierra el
conocimiento como simiente de una forma de vida… pero nos place mostrar el coche nuevo que
acabamos de adquirir, el veraneo a crédito en lugares donde nos mostramos
exultantes, la apasionada defensa de acontecimientos como las fiestas taurinas,
los festejos pueblerinos donde nos emborrachamos…
En
fin, menos quejas sería un buen inicio si las acompañáramos con más quehacer.
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