DEBATE, INTELECTUALES, MEDIOS Y POLÍTICA
Los ciudadanos, los medios y el poder de los intelectuales
Pablo Sánchez León
Es historiador e investigador en la
Universidad del País Vasco. Es autor de Absolutismo
y comunidad. Los orígenes sociales de la guerra de los comuneros de Castilla y
coautor, con Jesús Izquierdo Martín, de La
guerra que nos han contado. 1936 y nosotros (Alianza)
***
Los intelectuales no han cultivado la
escucha ni de los jóvenes ni de la gente normal: ante una situación
de dramática crisis económica y moral, se están dedicando más bien a
señalar las virtudes del orden establecido y su “natural
reformabilidad” (PABLO SÁNCHEZ LEÓN), 27 DE ABRIL DE 2016
En las últimas semanas los
intelectuales españoles han pasado al centro de atención de
la opinión pública. De pronto, en lugar de leer sus columnas
y escuchar sus comentarios en busca de opinión se habla
críticamente de su actividad y del lugar que deben ocupar en
la esfera de opinión pública. Teniendo en cuenta que en los
últimos años han sido objeto de escrutinio público
recurrente también los políticos, los grandes empresarios,
las administraciones públicas, los poderes financieros o las
autoridades de la Unión Europea, la primera pregunta que
surge es más bien por qué han tardado tanto tiempo ellos en
ser reevaluados por parte de una ciudadanía más exigente.
Porque lo curioso del caso es que, aunque nadie les reconoce
una función determinante en la puesta en entredicho de esos
poderes, lo cierto es que se han librado de la censura
social durante los años duros de la crisis. Si se trata de
un privilegio, ¿dónde se origina o de qué proviene? Si no lo
es, ¿por qué es solo ahora cuando se les pone en entredicho?
Para hacerse cargo de estas
cuestiones se necesita una mirada sobre la historia de los
formadores de opinión en España, sean estos intelectuales o
no por su formación. Pero seguramente se necesita algo más,
aunque sea para evitar, como hasta ahora, hablar de gente
concreta cuya manera de ejercer de opinadores empieza a
aparecer como inadmisible u obsoleta a pasos rápidos. ¿Quién
debe legítimamente evaluar a los evaluadores de la conducta
pública de nuestros poderosos? Si a lo que se aspira es a no
quedarse en cómo son los intelectuales mediáticos españoles
de ayer y hoy, sino en los que deseamos para mañana mismo,
la reflexión debería culminar en propuestas que vayan más
allá de clasificarlos en intelectuales con y sin
desfachatez.
Las ventajas de un grupo sin organización
AUNQUE A LOS INTELECTUALES NADIE LES RECONOCE UNA FUNCIÓN DETERMINANTE EN LA PUESTA EN ENTREDICHO DE ESOS PODERES, LO CIERTO ES QUE SE HAN LIBRADO DE LA CENSURA SOCIAL DURANTE LOS AÑOS DUROS DE LA CRISIS
Aunque siempre han ejercido como
una suerte de aristocracia de la opinión, desde el principio
los intelectuales han ejercido su actividad entre la
búsqueda de la aprobación popular y la defensa del orden
establecido aunque, con el desarrollo del capitalismo, cada
vez más también lo han hecho simplemente como fuente de
ingresos. Para no depender de forma directa del Estado —ni
menos de la aclamación ciudadana— han contado a su favor con
su indefinición corporativa. En efecto, ya en su contexto de
surgimiento un rasgo singular de este grupo es que no estaba
adscrito a ningún gremio susceptible de reglamentación
jurídica pero, a diferencia del resto de los trabajadores
asalariados y profesionales liberales, tampoco se ha
destacado después por invertir en organización colectiva.
Esta falta de regulación interna ha permitido a los
intelectuales parecer desde fuera un grupo cohesivo —cuando
lo habitual entre sus miembros es la competencia no reglada
por el estatus. Así, cuando Gramsci planteaba el partido de
vanguardia como un intelectual “orgánico”, tensaba al máximo
el sueño frustrado de incorporar a los intelectuales a la
lucha por la hegemonía de un proyecto de transformación
social.
No es esta su única marca del
pasado que llega hasta hoy. Por el camino se dieron algunos
procesos importantes de especialización, entre ellos separar
el político profesional, el ideólogo de una facción y el
propietario de un periódico respecto de la pluma firmante de
tribunas y manifiestos, pues al principio lo habitual era
que estas funciones se confundieran en una misma persona.
Otro jalón fundamental tuvo lugar con el despliegue del
Estado social y las políticas de bienestar de la posguerra
mundial: la incorporación de los expertos a la nómina de los
formadores de opinión con presencia cotidiana en los medios
de información. Con este último rasgo nos acercamos ya al
modelo de intelectual que al parecer seguimos reclamando.
Pero ¿realmente queremos un espacio público dominado por
autoridades solo porque posean conocimientos? La ciencia no
suele operar como un promotor de la discusión pública, sino
al contrario: a menudo se recurre a ella para imponer
consensos y zanjar cuestiones sin participación ciudadana.
Si lo que aportan al debate fuera realmente conocimiento, la
hegemonía de los expertos ¿no debería ser inversamente
proporcional al aumento del nivel cultural de la sociedad?
LA CIENCIA NO SUELE OPERAR COMO UN PROMOTOR DE LA DISCUSIÓN PÚBLICA, SINO AL CONTRARIO: A MENUDO SE RECURRE A ELLA PARA IMPONER CONSENSOS Y ZANJAR CUESTIONES SIN PARTICIPACIÓN CIUDADANA
Hay bastantes espejismos en el
prestigio social de los intelectuales. Uno último a
considerar es que dan la impresión de adecuarse con
facilidad a nuevas realidades, públicos y contextos,
permitiendo la promoción de nuevos rostros y firmas por
mecanismos meritocráticos. No es en absoluto el caso, pero
surge la pregunta: si los intelectuales no están organizados
en un sindicato, ¿cómo regulan el acceso a sus rangos de los
neófitos? En realidad, que no estén organizados no quiere
decir que no haya condiciones para su apertura y cierre como
grupo. En el caso de democracias jóvenes como la española,
hay en juego una componente importante de tipo temporal: se
equivocan quienes piensan que los intelectuales españoles de
hoy forman una generación, pero sí forman en su mayoría
parte de una generación concreta, y ello explica bastante
cómo son los mecanismos de regulación de la intelectualidad
española que heredamos del siglo XX.
Los intelectuales españoles del 78 y las “puertas
giratorias” del mundo académico postfranquista
En la medida en que la
Constitución del 78 ha sido fundamento de un orden de cosas
o un régimen, ello ha sido obra de una cohorte demográfica
con conciencia de protagonismo histórico, que también ha
sido la mayor beneficiaria del bienestar del fin de siglo.
Hoy ya no se niega que la democracia postfranquista generó
su propio marco cultural —la llamada Cultura de la
Transición (CT)— con sus lógicas de inclusión y exclusión y
su economía política de la producción de consenso. Abundando
críticamente en esta perspectiva es posible ubicar a los
intelectuales españoles del postfranquismo hasta la
actualidad.
Entre las especificaciones por
desarrollar de esa CT está la de los orígenes académicos de
una parte importante de los formadores de opinión en la
España de la dictadura a la democracia. La secuencia es
fácil de seguir: la primera gran cohorte de universitarios
españoles nutrió los cuadros de la oposición antifranquista
primero, y después los de las mayorías de la
socialdemocracia —o, en la acepción de Alfonso Ortí, la
“socialtecnocracia” postfranquista. De vuelta les vino el
acceso masivo a la condición funcionarial desde mediados de
los ochenta, y con ello el control de la renovación del
propio profesorado futuro y los recursos públicos para la
I+D. Los intelectuales españoles que han empezado a
jubilarse en estos años han regulado ellos la reproducción
de la masa de expertos que vienen figurando como
intelectuales en los medios.
EL DATO PRINCIPAL QUE NO DEBE FALTAR EN ESTA NARRACIÓN ES QUE LA UNIVERSIDAD ESPAÑOLA —COMO OTROS SERVICIOS ESTRATÉGICOS DEL ESTADO, COMO EL ESPIONAJE— TARDÓ DEMASIADO EN DEMOCRATIZARSE, SI ES QUE REALMENTE HA LLEGADO A HACERLO HASTA LA FECHA
El dato principal que no debe
faltar en esta narración es que la universidad española
—como otros servicios estratégicos del Estado, como el
espionaje— tardó demasiado en democratizarse, si es que
realmente ha llegado a hacerlo hasta la fecha. Los
intelectuales de la transición y de después saltaron pues a
las tribunas de la prensa y la televisión sin un
entrenamiento en las maneras del diálogo, la deliberación
colectiva y la promoción del bien común antes que el
particular o partidista. Un mundo cultural no democratizado
se caracteriza porque en él las relaciones personales priman
sobre la autonomía de criterio, y los debates, entre escasos
y nulos, no modifican un ápice las prioridades de los
agentes implicados y con poder. El académico español es
además un espacio en el que se ejerce mucho poder sin
ostentar cargo alguno, a través de facciones, clientelas,
autoridades personales —normalmente heredadas de la época de
fuerte adscripción ideológica del profesorado en la
transición— nunca sometidas a escrutinio crítico ni a
rendimiento de cuentas, pero de las que depende el acceso,
la estabilidad o la promoción.
Cuando Sánchez Cuenca habla de
una “cultura del colegueo”, ¿no conviene subrayar que ese
rasgo viene de atrás, y de otro lugar, que es el pasado
académico de la mayoría de los intelectuales españoles?
Porque tampoco vale decir que se trata de un rasgo moral
común entre los españoles. Lo que nos falta es identificar
en el salto de la universidad a los medios un mecanismo de
“puertas giratorias” tan extendido como el que se denuncia
desde el cargo político a los consejos de administración: lo
preside una análoga lógica patrimonial, de la prebenda
personal y los favores recibidos —o las enemistades
profundas y duraderas trasladadas del campo profesional al
mediático. Este rasgo en concreto se lleva además
especialmente bien con la jerarquía interna que cultiva la
empresa privada, como puede ser el caso de muchos periódicos
y medios. Habría que añadir aquí cómo se ha venido
realizando el encaje de estos intelectuales mediáticos con
los periodistas profesionales, especialmente con quienes son
elevados a la condición de formadores de opinión. Así como
con sus crecientes competidores, las celebridades y los
tertulianos de todo tipo.
Esto último puede ser un
fenómeno más generalizado en países de nuestro entorno. Lo
que en cambio es más de aquí es que estos intelectuales
fraguados en el antifranquismo se hicieron formadores de
opinión por la loable pretensión de emular a los grandes
intelectuales públicos del primer tercio del siglo XX. La
paradoja, sin embargo, es que ahora, treinta años después,
se encuentran acusados de defender un régimen de oligarquía
y caciquismo como el de que a fines del siglo XIX justificó
la implicación pública de sus predecesores.
LOS INTELECTUALES FRAGUADOS EN EL ANTIFRANQUISMO SE HICIERON FORMADORES DE OPINIÓN POR LA LOABLE PRETENSIÓN DE EMULAR A LOS GRANDES INTELECTUALES PÚBLICOS DEL PRIMER TERCIO DEL SIGLO XX
Puestos a buscar motivos de esta
pérdida de valoración social, una hipótesis es que no han
cultivado la escucha ni de los jóvenes ni de la gente
normal: ante una situación de dramática crisis económica y
moral, se están dedicando más bien a señalar las virtudes
del orden establecido, su “natural reforma-bilidad” aunque no
se sepa hacia dónde, y no han dudado en cebarse con los
peligros de las alternativas. No solo no se muestran
empáticos con los problemas de la gente, sino que utilizan
las tribunas para amedrentar y airear peligros desde su
supuesta condición de expertos. ¿Seguro entonces —como se
nos ha querido decir— que el intelectual postfranquista se
ha “democratizado”? Porque la impresión es que muy al
contrario más bien se ha oligarquizado: además de volverse
elitista, ha perdido el vínculo sustantivo con la
ciudadanía, y esta finalmente ha pasado a señalarlos.
En los intelectuales de la
generación del 78 se perciben desde luego tics propios del
envejecimiento, pero esto puede justificarse como ley de
vida. Lo que conviene en cambio evaluar es si al tiempo han
surgido públicos más exigentes, incluso más inteligentes y
cultos que sus elites. Da la impresión de que hay ahora un
ciudadano distanciado de los mitos fundacionales de la
transición cuyo discurso trae consigo una nueva etiquetación
crítica de lo que antes parecía normal, de ahí que se
reclame a los intelectuales del 78 que siguen en activo que
expliquen por qué ya no piensan como pensaban antes.
Con todo, este escenario podría
tener una fácil resolución conforme aumentan los medios de
información y opinión: cuantos más lugares donde opinar, más
oportunidades de leer nuevos tribunos más sensibles a los
problemas de la gente. Y sin embargo, el pluralismo
mediático puede no bastar si por el camino no se abre en
canal la cuestión de qué intelectuales, con qué códigos de
conducta y para qué formación de opinión.
¿A quién rinde cuentas el intelectual mediático?
¿Por qué dar tanta importancia a
un grupo indefinido, lastrado por su propia biografía
colectiva, y que no representa en principio un poder formal
como un consejo de administración o siquiera un concejal de
obras públicas? ¿Cuál, si lo hay, es el poder del
intelectual? La clave está en la calidad de lo que se emite,
medida por su contraste con el valor de todo lo que queda
sin publicar y podría contribuir a la opinión. Esta enorme
desigualdad relativa es la que convierte a los intelectuales
que consiguen verse publicados en representantes de la
opinión, y lo que explica que se acaben dando apenas unos
pocos nombres propios cuando se trata de llamar la atención
acerca de las prácticas y maneras de un colectivo
potencialmente mucho más extenso.
Siempre existirá una
aristocracia del saber. Lo que no es de recibo en una
democracia es que pueda estar tan poco representada en una
oligarquía de la opinión. Visto así, la regeneración de este
espacio pasa, como el de todo poder, por el rendimiento de
cuentas. Cuando hoy día se denuncia que muchos intelectuales
españoles escriben con total impunidad se está señalando
que, aun careciendo a menudo de autoridad, lo que parece
sobrarles es un poder ejercido sin rendimiento de cuentas.
¿Qué puede razonablemente exigírsele al intelectual formador
de opinión? ¿Cuál es la responsabilidad mínima que se puede
reclamar a un formador de opinión con credenciales
académicas? Por descontado, que conozca del tema que se
trata o del que se le solicita una opinión; pero esto no es
suficiente: también hay que reclamarle que re-conozca su
ejercicio de poder ante la opinión pública. Todo lo que no
pase por ahí es tratar al público de tonto.
Por concluir, lo que creo que ha
vuelto a determinados publicistas españoles cada vez más
insoportables ante públicos más exigentes es su forma de
presentarse en público como si el poder no fuera con ellos,
como si se tratase de algo externo que ellos solo vienen a
estudiar y criticar. Esta interpretación puede parecer
acertada o no: lo que en cambio no parece discutible es que
un intelectual —que ha logrado el prestigio y el sobresueldo
por su condición de experto en conocer el poder— demuestra
ser un fraude como profesional desde el momento en que niega
públicamente que su actividad pública y mediática carece de
una dimensión de poder.
LO QUE CREO QUE HA VUELTO A DETERMINADOS PUBLICISTAS ESPAÑOLES CADA VEZ MÁS INSOPORTABLES ANTE PÚBLICOS MÁS EXIGENTES ES SU FORMA DE PRESENTARSE EN PÚBLICO COMO SI EL PODER NO FUERA CON ELLOS, COMO SI SE TRATASE DE ALGO EXTERNO QUE ELLOS SOLO VIENEN A ESTUDIAR Y CRITICAR
Es de este tipo de actitudes de
las que una ciudadanía activa debe protegerse, y a ese fin
los medios deben contribuir sin escudarse en argumentos de
oportunidad y línea editorial. Más allá de hacer a estas
vacas sagradas legítimo objeto de sátira —tal vez la más
elemental y sana actividad de crítica ciudadana— la gente
reclama que los intelectuales no sigan siendo intocables. Se
trata sin duda de un tema espinoso, y no solo por evitar dar
argumentos a quienes aprovechan cualquier crítica a sus
privilegios para ponerse en la posición de víctimas de
ataques a la libertad de prensa y opinión: en la medida en
que se trata de un poder informal, igualmente las sanciones
contra quienes transgreden han de ser informales. Si ellos
no se pueden regular a sí mismos, al menos deberían recibir
el mentís colectivo interno de la profesión —sus colegas de
oficio— y de los medios donde escriben, con los periodistas
profesionales a la cabeza.
Si los propietarios y directivos
de los nuevos medios de comunicación no ponen en marcha
ninguna medida de rendimiento de cuentas se encontrarán con
ese elemental mecanismo propio de la democracia de mercado
que es “votar con los pies”: los lectores tenderán a irse a
otra parte a buscar la opinión. Es cierto que las nuevas
tecnologías han aportado ya su nada desdeñable granito de
arena a la reestructuración del campo entero de la
comunicación, pero hay que reconocer que el sistema de
comentarios al pie de las tribunas en medios electrónicos
más bien favorece un formato plebeyo —por aclamación o
rechazo— que realmente una participación popular en la
formación de la opinión. Por aquí se trata de seguir
experimentando.
Por el camino la alternativa es
poner a los intelectuales reticentes al rendimiento de
cuentas en el nivel de las celebrities que
les corresponde: están ahí por su capital social, no por su
capital humano. Y de lo que habrá que debatir es que son los
famosos, no los pensadores, quienes ya funcionan como
articuladores de la circulación de las elites culturales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario