Carlos Javier Bugallo Salomón
Nunca he sentido la vocación de querer ser un intelectual, ni creo que reúna las
capacidades ni los méritos para llegar a serlo. No obstante voy a atreverme a
reflexionar en voz alta sobre qué entiendo yo que es, o debería ser, un
intelectual.
A mi parecer, debería reunir las siguientes particularidades:
En primer lugar debe poseer unos vastos conocimientos, que le permitan
moverse con relativa soltura por un abanico amplio de temas y sin necesidad
de recurrir, para opinar, a sus fichas (como una vez le ocurrió al historiador
Antonio Elorza).
En España hay buenos politólogos, economistas, literatos, etc., pero pocas
personas realmente cultas. Como diría Ortega y Gasset, hoy triunfa
“la barbarie del especialismo”.
En segundo lugar nada define mejor a un intelectual que la independencia de
juicio. Ya dijo el escritor Anatole France que “La independencia del pensamiento
es la más orgullosa aristocracia”. Aquí el panorama resulta aterrador, pues casi
todos los opinadores, tertulianos y sabios que aparecen en los medios de
comunicación son rehenes ideológicos de algún partido, facción o lideresa
(madrileña o andaluza). Nada más abrir la boca ya sabe uno lo que van a
decir; y la previsibilidad es un signo clarísimo de falta de talento. Ahora bien
la independencia de juicio no implica necesariamente falta de compromiso;
donde se descubre el talento y la originalidad es precisamente en la capacidad
de aunar compromiso e independencia. Ahí está la dificultad.
En tercer lugar, el intelectual debe estar imbuido por lo que Max Weber
denominó “la ética de la responsabilidad”. En otras palabras, hoy día es muy
difícil tener una opinión autorizada sobre muchas cosas que se nos escapan
por su complejidad y dificultad; por lo tanto, el intelectual debe mostrar
reservas o abstenerse de opinar sobre aquellos temas que no sean de su
competencia y, por ende, evitar dejarse llevar por sus prejuicios o intereses.
Cuando un intelectual utiliza su fama para influir en este tipo de temas que
lo rebasan o sobre los que tiene intereses particulares, se convierte en
un patán o en un Félix de Azúa.
Para finalizar; si en la actualidad hay tan pocos intelectuales que merezcan ese
nombre, es porque para llegar a serlo se requiere de dos virtudes que se
prodigan muy poco, tanto en hombres como mujeres, ora progresistas o
conservadores: me refiero a la humildad y la generosidad. Sin humildad para
aceptar nuestras propias limitaciones, y la generosidad para reconocer los
méritos ajenos, no pueden medrar ni el intelecto ni la sana moral. Un gran
sabio dijo: “Sólo sé que no se nada”.
capacidades ni los méritos para llegar a serlo. No obstante voy a atreverme a
reflexionar en voz alta sobre qué entiendo yo que es, o debería ser, un
intelectual.
A mi parecer, debería reunir las siguientes particularidades:
En primer lugar debe poseer unos vastos conocimientos, que le permitan
moverse con relativa soltura por un abanico amplio de temas y sin necesidad
de recurrir, para opinar, a sus fichas (como una vez le ocurrió al historiador
Antonio Elorza).
En España hay buenos politólogos, economistas, literatos, etc., pero pocas
personas realmente cultas. Como diría Ortega y Gasset, hoy triunfa
“la barbarie del especialismo”.
En segundo lugar nada define mejor a un intelectual que la independencia de
juicio. Ya dijo el escritor Anatole France que “La independencia del pensamiento
es la más orgullosa aristocracia”. Aquí el panorama resulta aterrador, pues casi
todos los opinadores, tertulianos y sabios que aparecen en los medios de
comunicación son rehenes ideológicos de algún partido, facción o lideresa
(madrileña o andaluza). Nada más abrir la boca ya sabe uno lo que van a
decir; y la previsibilidad es un signo clarísimo de falta de talento. Ahora bien
la independencia de juicio no implica necesariamente falta de compromiso;
donde se descubre el talento y la originalidad es precisamente en la capacidad
de aunar compromiso e independencia. Ahí está la dificultad.
En tercer lugar, el intelectual debe estar imbuido por lo que Max Weber
denominó “la ética de la responsabilidad”. En otras palabras, hoy día es muy
difícil tener una opinión autorizada sobre muchas cosas que se nos escapan
por su complejidad y dificultad; por lo tanto, el intelectual debe mostrar
reservas o abstenerse de opinar sobre aquellos temas que no sean de su
competencia y, por ende, evitar dejarse llevar por sus prejuicios o intereses.
Cuando un intelectual utiliza su fama para influir en este tipo de temas que
lo rebasan o sobre los que tiene intereses particulares, se convierte en
un patán o en un Félix de Azúa.
Para finalizar; si en la actualidad hay tan pocos intelectuales que merezcan ese
nombre, es porque para llegar a serlo se requiere de dos virtudes que se
prodigan muy poco, tanto en hombres como mujeres, ora progresistas o
conservadores: me refiero a la humildad y la generosidad. Sin humildad para
aceptar nuestras propias limitaciones, y la generosidad para reconocer los
méritos ajenos, no pueden medrar ni el intelecto ni la sana moral. Un gran
sabio dijo: “Sólo sé que no se nada”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario