Pablo Sánchez León
En las últimas semanas los intelectuales españoles han
pasado al centro de atención de la opinión pública. De pronto, en lugar de leer
sus columnas y escuchar sus comentarios en busca de opinión se habla
críticamente de su actividad y del lugar que deben ocupar en la esfera de
opinión pública. Teniendo en cuenta que en los últimos años han sido objeto de
escrutinio público recurrente también los políticos, los grandes empresarios,
las administraciones públicas, los poderes financieros o las autoridades de la
Unión Europea, la primera pregunta que surge es más bien por qué han tardado
tanto tiempo ellos en ser reevaluados por parte de una ciudadanía más exigente.
Porque lo curioso del caso es que, aunque nadie les reconoce una función
determinante en la puesta en entredicho de esos poderes, lo cierto es que se
han librado de la censura social durante los años duros de la crisis. Si se
trata de un privilegio, ¿dónde se origina o de qué proviene? Si no lo es, ¿por
qué es solo ahora cuando se les pone en entredicho?
Para hacerse cargo de estas cuestiones se necesita una
mirada sobre la historia de los formadores de opinión en España, sean estos
intelectuales o no por su formación. Pero seguramente se necesita algo más,
aunque sea para evitar, como hasta ahora, hablar de gente concreta cuya manera
de ejercer de opinadores empieza a aparecer como inadmisible u obsoleta a pasos
rápidos. ¿Quién debe legítimamente evaluar a los evaluadores de la conducta
pública de nuestros poderosos? Si a lo que se aspira es a no quedarse en cómo
son los intelectuales mediáticos españoles de ayer y hoy, sino en los que
deseamos para mañana mismo, la reflexión debería culminar en propuestas que
vayan más allá de clasificarlos en intelectuales con y sin desfachatez.
Las ventajas de un grupo sin organización
Aunque siempre han ejercido como una suerte de
aristocracia de la opinión, desde el principio los intelectuales han ejercido
su actividad entre la búsqueda de la aprobación popular y la defensa del orden
establecido aunque, con el desarrollo del capitalismo, cada vez más también lo
han hecho simplemente como fuente de ingresos. Para no depender de forma
directa del Estado —ni menos de la aclamación ciudadana— han contado a su favor
con su indefinición corporativa. En efecto, ya en su contexto de surgimiento un
rasgo singular de este grupo es que no estaba adscrito a ningún gremio
susceptible de reglamentación jurídica pero, a diferencia del resto de los
trabajadores asalariados y profesionales liberales, tampoco se ha destacado
después por invertir en organización colectiva. Esta falta de regulación
interna ha permitido a los intelectuales parecer desde fuera un grupo cohesivo
—cuando lo habitual entre sus miembros es la competencia no reglada por el
estatus. Así, cuando Gramsci planteaba el partido de vanguardia como un
intelectual “orgánico”, tensaba al máximo el sueño frustrado de incorporar a
los intelectuales a la lucha por la hegemonía de un proyecto de transformación
social.
No es esta su única marca del pasado que llega hasta
hoy. Por el camino se dieron algunos procesos importantes de especialización,
entre ellos separar el político profesional, el ideólogo de una facción y el
propietario de un periódico respecto de la pluma firmante de tribunas y
manifiestos, pues al principio lo habitual era que estas funciones se
confundieran en una misma persona. Otro jalón fundamental tuvo lugar con el
despliegue del Estado social y las políticas de bienestar de la posguerra
mundial: la incorporación de los expertos a la nómina de los formadores de
opinión con presencia cotidiana en los medios de información. Con este último
rasgo nos acercamos ya al modelo de intelectual que al parecer seguimos
reclamando. Pero ¿realmente queremos un espacio público dominado por
autoridades solo porque posean conocimientos? La ciencia no suele operar como
un promotor de la discusión pública, sino al contrario: a menudo se recurre a
ella para imponer consensos y zanjar cuestiones sin participación ciudadana. Si
lo que aportan al debate fuera realmente conocimiento, la hegemonía de los
expertos ¿no debería ser inversamente proporcional al aumento del nivel
cultural de la sociedad?
Hay bastantes espejismos en el prestigio social de los
intelectuales. Uno último a considerar es que dan la impresión de adecuarse con
facilidad a nuevas realidades, públicos y contextos, permitiendo la promoción
de nuevos rostros y firmas por mecanismos meritocráticos. No es en absoluto el
caso, pero surge la pregunta: si los intelectuales no están organizados en un
sindicato, ¿cómo regulan el acceso a sus rangos de los neófitos? En realidad,
que no estén organizados no quiere decir que no haya condiciones para su
apertura y cierre como grupo. En el caso de democracias jóvenes como la
española, hay en juego una componente importante de tipo temporal: se equivocan
quienes piensan que los intelectuales españoles de hoy forman una generación,
pero sí forman en su mayoría parte de una generación concreta, y ello explica
bastante cómo son los mecanismos de regulación de la intelectualidad española
que heredamos del siglo XX.
Los intelectuales españoles del 78 y las “puertas
giratorias” del mundo académico posfranquista
En la medida en que la Constitución del 78 ha sido
fundamento de un orden de cosas o un régimen, ello ha sido obra de una cohorte demográfica
con conciencia de protagonismo histórico, que también ha sido la mayor
beneficiaria del bienestar del fin de siglo. Hoy ya no se niega que la
democracia posfranquista generó su propio marco cultural —la llamada Cultura de
la Transición (CT)— con sus lógicas de inclusión y exclusión y su economía
política de la producción de consenso. Abundando críticamente en esta
perspectiva es posible ubicar a los intelectuales españoles del posfranquismo
hasta la actualidad.
Entre las especificaciones por desarrollar de esa CT
está la de los orígenes académicos de una parte importante de los formadores de
opinión en la España de la dictadura a la democracia. La secuencia es fácil de
seguir: la primera gran cohorte de universitarios españoles nutrió los cuadros
de la oposición antifranquista primero, y después los de las mayorías de la
socialdemocracia —o, en la acepción de Alfonso Ortí, la “socialtecnocracia”
posfranquista. De vuelta les vino el acceso masivo a la condición funcionarial
desde mediados de los ochenta, y con ello el control de la renovación del
propio profesorado futuro y los recursos públicos para la I+D. Los
intelectuales españoles que han empezado a jubilarse en estos años han regulado
ellos la reproducción de la masa de expertos que vienen figurando como
intelectuales en los medios.
El dato principal que no debe faltar en esta narración
es que la universidad española —como otros servicios estratégicos del Estado,
como el espionaje— tardó demasiado en democratizarse, si es que realmente ha
llegado a hacerlo hasta la fecha. Los intelectuales de la transición y de
después saltaron pues a las tribunas de la prensa y la televisión sin un
entrenamiento en las maneras del diálogo, la deliberación colectiva y la
promoción del bien común antes que el particular o partidista. Un mundo
cultural no democratizado se caracteriza porque en él las relaciones personales
priman sobre la autonomía de criterio, y los debates, entre escasos y nulos, no
modifican un ápice las prioridades de los agentes implicados y con poder. El
académico español es además un espacio en el que se ejerce mucho poder sin
ostentar cargo alguno, a través de facciones, clientelas, autoridades
personales —normalmente heredadas de la época de fuerte adscripción ideológica
del profesorado en la transición— nunca sometidas a escrutinio crítico ni a
rendimiento de cuentas, pero de las que depende el acceso, la estabilidad o la
promoción.
Cuando Sánchez Cuenca habla de una “cultura del
colegueo”, ¿no conviene subrayar que ese rasgo viene de atrás, y de otro lugar,
que es el pasado académico de la mayoría de los intelectuales españoles? Porque
tampoco vale decir que se trata de un rasgo moral común entre los españoles. Lo
que nos falta es identificar en el salto de la universidad a los medios un mecanismo
de “puertas giratorias” tan extendido como el que se denuncia desde el cargo
político a los consejos de administración: lo preside una análoga lógica
patrimonial, de la prebenda personal y los favores recibidos —o las enemistades
profundas y duraderas trasladadas del campo profesional al mediático. Este
rasgo en concreto se lleva además especialmente bien con la jerarquía interna
que cultiva la empresa privada, como puede ser el caso de muchos periódicos y
medios. Habría que añadir aquí cómo se ha venido realizando el encaje de estos
intelectuales mediáticos con los periodistas profesionales, especialmente con
quienes son elevados a la condición de formadores de opinión. Así como con sus
crecientes competidores, las celebridades y los tertulianos de todo tipo.
Esto último puede ser un fenómeno más generalizado en
países de nuestro entorno. Lo que en cambio es más de aquí es que estos
intelectuales fraguados en el antifranquismo se hicieron formadores de opinión
por la loable pretensión de emular a los grandes intelectuales públicos del
primer tercio del siglo XX. La paradoja, sin embargo, es que ahora, treinta
años después, se encuentran acusados de defender un régimen de oligarquía y
caciquismo como el de que a fines del siglo XIX justificó la implicación
pública de sus predecesores.
Puestos a buscar motivos de esta pérdida de valoración
social, una hipótesis es que no han cultivado la escucha ni de los jóvenes ni
de la gente normal: ante una situación de dramática crisis económica y moral,
se están dedicando más bien a señalar las virtudes del orden establecido, su
“natural reformabilidad” aunque no se sepa hacia dónde, y no han dudado en
cebarse con los peligros de las alternativas. No solo no se muestran empáticos
con los problemas de la gente, sino que utilizan las tribunas para amedrentar y
airear peligros desde su supuesta condición de expertos. ¿Seguro entonces —como
se nos ha querido decir— que el intelectual posfranquista se ha
“democratizado”? Porque la impresión es que muy al contrario más bien se ha
oligarquizado: además de volverse elitista, ha perdido el vínculo sustantivo
con la ciudadanía, y esta finalmente ha pasado a señalarlos.
En los intelectuales de la generación del 78 se
perciben desde luego tics propios del envejecimiento, pero esto puede
justificarse como ley de vida. Lo que conviene en cambio evaluar es si al
tiempo han surgido públicos más exigentes, incluso más inteligentes y cultos
que sus elites. Da la impresión de que hay ahora un ciudadano distanciado de
los mitos fundacionales de la transición cuyo discurso trae consigo una nueva
etiquetación crítica de lo que antes parecía normal, de ahí que se reclame a
los intelectuales del 78 que siguen en activo que expliquen por qué ya no
piensan como pensaban antes.
Con todo, este escenario podría tener una fácil
resolución conforme aumentan los medios de información y opinión: cuantos más
lugares donde opinar, más oportunidades de leer nuevos tribunos más sensibles a
los problemas de la gente. Y sin embargo, el pluralismo mediático puede no
bastar si por el camino no se abre en canal la cuestión de qué intelectuales,
con qué códigos de conducta y para qué formación de opinión.
¿A quién rinde cuentas el intelectual mediático?
¿Por qué dar tanta importancia a un grupo indefinido,
lastrado por su propia biografía colectiva, y que no representa en principio un
poder formal como un consejo de administración o siquiera un concejal de obras
públicas? ¿Cuál, si lo hay, es el poder del intelectual? La clave está en la
calidad de lo que se emite, medida por su contraste con el valor de todo lo que
queda sin publicar y podría contribuir a la opinión. Esta enorme desigualdad
relativa es la que convierte a los intelectuales que consiguen verse publicados
en representantes de la opinión, y lo que explica que se acaben dando apenas
unos pocos nombres propios cuando se trata de llamar la atención acerca de las
prácticas y maneras de un colectivo potencialmente mucho más extenso.
Siempre existirá una aristocracia del saber. Lo que no
es de recibo en una democracia es que pueda estar tan poco representada en una
oligarquía de la opinión. Visto así, la regeneración de este espacio pasa, como
el de todo poder, por el rendimiento de cuentas. Cuando hoy día se denuncia que
muchos intelectuales españoles escriben con total impunidad se está señalando
que, aun careciendo a menudo de autoridad, lo que parece sobrarles es un poder
ejercido sin rendimiento de cuentas. ¿Qué puede razonablemente exigírsele al
intelectual formador de opinión? ¿Cuál es la responsabilidad mínima que se
puede reclamar a un formador de opinión con credenciales académicas? Por
descontado, que conozca del tema que se trata o del que se le solicita una
opinión; pero esto no es suficiente: también hay que reclamarle que re-conozca
su ejercicio de poder ante la opinión pública. Todo lo que no pase por ahí es
tratar al público de tonto.
Por concluir, lo que creo que ha vuelto a determinados
publicistas españoles cada vez más insoportables ante públicos más exigentes es
su forma de presentarse en público como si el poder no fuera con ellos, como si
se tratase de algo externo que ellos solo vienen a estudiar y criticar. Esta
interpretación puede parecer acertada o no: lo que en cambio no parece
discutible es que un intelectual —que ha logrado el prestigio y el sobresueldo
por su condición de experto en conocer el poder— demuestra ser un fraude como
profesional desde el momento en que niega públicamente que su actividad pública
y mediática carece de una dimensión de poder.
Es de este tipo de actitudes de las que una ciudadanía
activa debe protegerse, y a ese fin los medios deben contribuir sin escudarse
en argumentos de oportunidad y línea editorial. Más allá de hacer a estas vacas
sagradas legítimo objeto de sátira —tal vez la más elemental y sana actividad
de crítica ciudadana— la gente reclama que los intelectuales no sigan siendo
intocables. Se trata sin duda de un tema espinoso, y no solo por evitar dar
argumentos a quienes aprovechan cualquier crítica a sus privilegios para
ponerse en la posición de víctimas de ataques a la libertad de prensa y
opinión: en la medida en que se trata de un poder informal, igualmente las
sanciones contra quienes transgreden han de ser informales. Si ellos no se
pueden regular a sí mismos, al menos deberían recibir el mentís colectivo
interno de la profesión —sus colegas de oficio— y de los medios donde escriben,
con los periodistas profesionales a la cabeza.
Si los propietarios y directivos de los nuevos medios
de comunicación no ponen en marcha ninguna medida de rendimiento de cuentas se
encontrarán con ese elemental mecanismo propio de la democracia de mercado que
es “votar con los pies”: los lectores tenderán a irse a otra parte a buscar la
opinión. Es cierto que las nuevas tecnologías han aportado ya su nada desdeñable
granito de arena a la reestructuración del campo entero de la comunicación,
pero hay que reconocer que el sistema de comentarios al pie de las tribunas en
medios electrónicos más bien favorece un formato plebeyo —por aclamación o
rechazo— que realmente una participación popular en la formación de la opinión.
Por aquí se trata de seguir experimentando.
Por el camino la alternativa es poner a los
intelectuales reticentes al rendimiento de cuentas en el nivel de las celebrities que
les corresponde: están ahí por su capital social, no por su capital humano. Y
de lo que habrá que debatir es que son los famosos, no los pensadores, quienes
ya funcionan como articuladores de la circulación de las elites culturales.
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