Abdulá Kurdi llora contra el muro de la desesperación. Si fuera posible tomar una fotografía de la soledad seguro que sería su fotomatón. La de la angustia, sería una secuencia de sus ojos heridos, de su corazón kurdo, un pueblo perseguido por la historia y por el presente. Llora, quizás, por su vieja memoria de los buenos días de Kobane, justo en la frontera entre Turquía y Siria, justo en la frontera del fanatismo y la guerra. Las capuchas del Estado Islámico, el autoritarismo de los oficiales turcos, la huida, el viaje hacia ninguna parte.
Su hijo Aylan aparece ahora en las portadas de todos los periódicos del mundo. No ha ganado una olimpiada ni un Premio Nobel, ni ha cantado un rap en los premios de la EMTV. Sus tres años aparecieron muertos junto a una playa turca con aquel jersey rojo que iba a protegerle del frío pero no pudo salvarle del mar. Su cuerpo y el de su hermano Galib, de apenas 5 años, se le escurrieron entre los dedos, maldice Abdulá Kurdi, que seguramente rememore el gesto esperanzado de su esposa, Rihan, de 35, sus palabras al zarpar, algo así como “todo va a salir bien, no tengas miedo”.
Nilufer Demir había visto el cuerpo junto a la orilla. A los pies de los guardias que intentaban mimarle como si aún estuviera vivo. Ella trabaja para la agencia turca Dogan, pero dudo si tenía que tomar aquella foto. Lo hizo cuando se dio cuenta de que no había nada que hacer para salvar su vida diminuta. Debía mostrar la tragedia para que algo se moviera en el hierático mundo de la alta diplomacia que venía haciendo oídos sordos en Europa ante otros cuerpos de niños que no tuvieron ni siquiera derecho a esa última foto.
La instantánea, por ejemplo, le hizo recordar al primer ministro británico, David Cameron, que era padre. De repente, se le vendría de nuevo a la memoria la muerte de su hijo mayor en 2009, cuando Ivan Reginald Ian Cameron, con tan sólo seis años de edad, falleció como consecuencia del síndrome de Ohtahara, una variante de la epilepsia que arrastraba de su nacimiento. Ese leve aleteo de mariposa permitió que reconsiderara sus palabras sobre “la plaga humana” (sic) que aguardaba un refugio al otro lado del Canal de la Mancha. De los 40.000 refugiados inicialmente previstos, Europa ya habla de 120.000. Alemania y Austria ya abrieron sus puertas a 10.000. ¿Acaso la poderosa y todavía rica Unión Europea no puede permitirse unos céntimos de caridad cristiana, que diría José María Aznar, aun en los tiempos que corren?
También el Gobierno español se muestra ya abierto a acoger a un mayor número de refugiados de los inicialmente previstos, aunque la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría rehusara precisar una cifra concreta en su rueda de prensa del viernes. Quizá no sólo influya en la decisión de La Moncloa el escalofrío que recorría la espina dorsal de este país, a excepción de los frikis fachas que siguen su cruzada contra el supuesto buenismo en los chats de internet. Tal vez el cambio en la actitud del Partido Popular obedezca al pago a esa otra instantánea, la del nuevo encuentro de Mariano Rajoy con Angela Merkel y el apoyo de la cancíller alemana a la integridad española frente al secesionismo catalán, contra el que acaba de rearmar al Constitucional con cañones matamoscas. Como San Pablo se cayó de su caballo en el camino de Damasco, parece que los conservadores han visto la luz y cambiado el guión de su discurso. Pero, ¿llegarán a aceptar el pacto de Estado que se les propone desde el PSOE para intentar aunar criterios sobre esta cuestión a largo plazo? ¿Bajo qué líneas rojas o azules?
Los gobiernos, sin embargo, van más despacio que sus ciudadanos. Desde Islandia a Alemania, la gente corriente ya está abriendo sus hogares a los desplazados, más allá de las alambradas de Hungría, que tanto recuerdan a las del perímetro fronterizo de Ceuta y de Melilla pero en donde las autoridades ya castigan con largos años de prisión a quienes se atrevan a entrar por allí al paraíso europeo, hacia trenes inmóviles donde quienes lograron sobrevivir a los bombardeos, a las decapitaciones, a los barcos chatarra y a toda suerte de peligros, se atrincheran como si sus vagones fueran un clavo ardiendo. A cientos, muchos otros caminan más allá de Budapest en una larga marcha de doscientos kilómetros, a buscar otros lugares donde tal vez –como presumen las lágrimas de rabia de quienes no se llaman Abdulá Kurdi– no les cierren la puerta en las narices de los derechos humanos.
Mientras siguen los naufragios que tal vez pudieran evitarse, ayuntamientos e instituciones diversas de nuestro país, demuestran que no hay una sola Europa, sino al menos dos, la de la solidaridad y la de la mano abierta, la que quisiera que volviéramos a ser lo que soñaron los padres fundadores de la Unión; la Europa de los pueblos en vez de la de los mercaderes, de la de los petimetres que esgrimen siempre argumentos favorables a respaldar a los bancos y volver la espalda a los humanos. Hay una tercera Europa, la que esgrime la sospecha, aventa el desconocimiento y pretende que crezca su electorado sobre las cenizas de los más débiles. La demagogia está llenando los parlamentos y empieza a llegar a los gobiernos comunitarios. El soniquete del viejo fascismo está siendo remasterizado, sin bigote mosca ni camisa azul o negra salvo que sea de marca. De aquellos lodos, resultó un barro de 500.000 españoles buscando refugio en Francia en abril de 1939.
Hay mucho paro, dicen, para que ahora vengan estos desheredados a disputarnos la miseria. Como ocurría en la república de Weimar con los desposeídos del crack del 29 y los usureros, una mezcla explosiva que llevó al Partido Nazi a ganar las elecciones. Como esperemos a acabar con el desempleo antes de ayudar a quienes no sólo han perdido el trabajo sino que pueden perder la vida, morirán todos en el intento. Los eternos partidarios del Santiago y cierra España mezclan a quienes buscan asilo o refugio con quienes huyen como migrantes de hambrunas y estrecheces. Quizás tengan razón, porque tampoco la pobreza extrema reviste necesariamente causas naturales. Lo que no es razonable es que pretendan que Europa toda puede meter la cabeza bajo el ala como si la crisis que ahora vive el Mediterráneo fuera completamente ajena a nuestro territorio.
Ya ocurrió en otras ocasiones. Durante la Segunda Guerra mundial, claro, la mayor crisis de refugiados conocida hasta el momento en esta esquina del mundo, cuando fácilmente olvidamos que hoy en día hay más de veintidós millones de personas en dicha situación, a escala mundial y especialmente en Asia. Ocurrió luego cuando la guerra de Vietnam: la flamante España democrática se avino a acoger a un millar de refugiados, a partir de 1979. Y, más recientemente, durante la guerra de los Balcanes, cuando se desmembró la antigua República Federativa de Yugoslavia. Según ACNUR, 650.000 kosovares pidieron refugio a Macedonia, Albania, Turquía, Montenegro o Europa Occidental. Tardamos en reaccionar pero lo hicimos, a regañadientes, a lo largo de una década, desde 1990 a 1999, mientras se sucedían las guerras de Croacia –1991 a 1995–, Bosnia-Herzegovina –1992 a 1995–, Kosovo –1998—o Serbia y Montenegro –1999–. Tan sólo en 1992, fueron 200.000 bosnios los que se vieron obligados a huir. Fue entonces cuando se acuñó la figura de protección temporal de los refugiados, que quizá sea la que la Unión Europea intente aplicar ahora a quienes huyen del avispero de Siria o de Libia. ¿Qué quiere decir? Que el asilo no sería definitivo sino que tendrán que regresar a casa cuando acabe el conflicto. ¿Alguien se atreve a pronosticar, en cualquier caso, que habrá un fin próximo para el nido de víboras que castañetea sobre el Norte de Africa y Oriente Próximo? La socialista Elena Valenciano auguraba hace unas horas que deberíamos acostumbrarnos a convivir con los refugiados durante los próximos quince años.
Nuestro país tampoco tiró la casa por la ventana en la primera fase de aquel conflicto: apenas acogió a 2.500 personas entre 1992 y 1994, a petición del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Todavía algunos recordamos su testimonio del espanto entre los muros del Ceulaj, en Mollina, Málaga. Lo curioso es que sólo 700 fueron acogidos directamente por el Gobierno, procedentes de los campos de concentración. La acogida del resto correspondió a la sociedad civil, a las ONGs fundamentalmente. ¿Volvieron a casa? En gran parte, si. A finales de noviembre de 1999, según cifras de el ACNUR, más de 800.000 de los 850.000 desplazados ya habían regresado a sus hogares. Muchos no recobraron sus casas, eso sí. Pero les costó mucho más trabajo recobrar la sonrisa. Apenas 5.000 persona pidieron asilo o protección en España el año pasado. Y en lo que va de este, ya hemos alcanzado dicha cifra. ¿Qué cero a la izquierda sobre la población global del Estado significa esa cifra?
¿Qué historia nos cuenta el pequeño Aylan desde su tumba marina? Que es posible seguir negando la evidencia pero que la naturaleza siempre se abre paso y la realidad está ahí, aunque cerremos los ojos. La sangre seguirá manchando nuestros parquets y los ahogados anegarán nuestras barbacoas. Acogerles no es una posibilidad sino la única opción. De manera rigurosa, lo que quieran, identificándoles, llamémosle equis. No nos preocupaba esta gente cuando se quedaban en Jordania, en Libano o en tierras iraníes. Las organizaciones internacionales calculan a corto plazo una cifra de 800.000 personas huyendo hacia las llamas del norte, azuzadas por el incendio del sur. Pero nadie está seguro de que esa cifra no deje de crecer mientras de esa orilla del Mediterráneo siga embrollándose en un extraño rediseño de su mapa político entre Estados Unidos en horas bajas, Turquía, Rusia e incluso China con su bolsa en tenguerengue, por no hablar de los propios países en liza, o de Israel y de Irán con sus ojivas atentas a lo que ocurra en derredor.
¿Y Europa? ¿Y la vieja idea de la Unión Europea Occidental que iba a suponer una alternativa a una OTAN inclinada históricamente hacia los intereses estadounidenses más que hacia los europeos? Vale que nos preguntemos si la ONU, que acaba de cumplir 70 años, hace todo lo necesario para afrontar esta crisis. Pero, más allá de embarcar la pelota en el tejado ajeno, la Unión Europea necesita rearmarse de humanidad para acoger a las víctimas de estos conflictos pero sobre todo, más allá de los presupuestos de defensa, necesita armarse de argumentos legales y de proyectos serios de cooperación al desarrollo para evitar que nuestras playas se llenen de niños muertos y evitar que, como rezaba un viejo proverbio africano al que puso música Aguaviva, simplemente nos limitemos a pintar nuestro rostro con tierra blanca.
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