Instituciones y
comunidades: El poder y la fraternidad
De Pensemos juntos
(LIBRORUM, Madrid, 2011)
Por Carlos A.Trevisi
“La paz es una palabra que el poder escribe
con sangre”. (Ricardo Luis Plaul, Argentina 2009).
Se
ha impuesto, y con razón, que las instituciones son relevantes a los efectos de
la gobernabilidad. Las instituciones, cualesquiera sean ellas, son el
fundamento sobre el que se organizan todas las vertientes que hacen a la
vida en sociedad.
Del
mismo modo, en general, todos concebimos una “comunidad” como una puesta en
común en el afecto donde priman la entrega y el encuentro fraterno entre
sus integrantes.
Así
como a nadie se le ocurriría depositar la gobernabilidad de una organización
desde el afecto –aunque sí de un sano respeto por los intereses de todos los
que la integran- tampoco podríamos imaginar una comunidad estructurada
desde el poder, como sucede con las instituciones en las que las luchas
por alcanzarlo son su signo distintivo.
Sucede
que mientras las instituciones perduran en el tiempo, las comunidades se agotan
rápidamente. La historia de la humanidad es la historia del poder y las
instituciones, en su perdurabilidad, son las portadoras del mensaje. Las
comunidades son anecdóticas, efímeras; aquéllas porque están definitivamente
atadas al mundo y éstas porque su ligazón con la realidad es demasiado lábil.
Será porque el amor no alcanza o porque no tienen cabida en un mundo donde el
ejercicio del poder llama con fuerza, pero tarde o temprano tienen
que “organizarse” para su supervivencia, pues de no ser así desaparecen. Pocas
son las comunidades que perduran. Ni siquiera la de aquellos seguidores de
Cristo que se institucionalizaron derivando en Iglesia.
Las
instituciones, sin embargo, se van precipitando en gran desprestigio. Sus
responsables, cualesquiera sean las áreas que les incumban –desde la Iglesia hasta una
ONG pasando por las políticas, las han condenado. Las organizaciones han
quedado en manos de desaprensivos ufanos de poder que impúdicamente lo
utilizan para robar a mansalva, y no sólo dineros, sino los adentros de
la gente dibujando ideologías bien urdidas que terminan siendo aplicadas a
otros aconteceres de la vida: la historia, la educación, las
creencias religiosas, la inmigración, los empresarios, el diferente, la
pobreza, las artes, la política...
Así
termina siendo todo como el poder necesita que sea: la historia teñida del
color que le apetece según y conforme las circunstancias; la educación
dejada de la mano de dios y de maestros que no ven más allá de sus narices, una
pobre diplomatura mediante; las creencias religiosas en manos de cretinos
llenos de ínfulas que amenazan con el pecado y con el infierno; la
inmigración en manos de desaprensivos que explotan a los pobres
desgraciados que escapan de sus países en busca de una vida mejor; los
empresarios que no tienen ningún empacho en exigir al estado que favorezca su
gestión bajando las indemnizaciones por despido y dando trabajo en negro;
el diferente, al que nadie presta atención y se lo condena a su
diferencia porque no tiene rampas ni para acceder a un tren; la prostitución en
manos de proxenetas que explotan miserablemente a unas pobres mujeres que
venden cara su intimidad, su libertad y su pobreza; los hechos históricos
son ilegítimamente asociados con las ideologías, alabados o denostados según
y conforme, como si fuera necesario
un juicio axiológico “confirmado por autoridad competente” para ser entendidos;
el prejuicio que se manifiesta abiertamente a favor o en contra de la Iglesia , cuando lo que
sería de esperar es que se asumiera que el templo, la diócesis, el gerenciamiento
de la institución (el poder) no tiene nada que ver con la Iglesia (comunidad
fraterna de fieles en comunión); que es apenas su administrador (bastaría con
recordar que Cristo echó a los mercaderes del “templo”, no de la Iglesia. ); los judíos, a
los que se sigue estigmatizando como si viviéramos en Venecia asistiendo al
juicio por la libra de carne que exige Shylock en la obra de Shakespeare;
o los musulmanes, porque pertenecen a una cultura que no se corresponde con la
nuestra y, consecuentemente, perturban nuestras costumbres y terminarán
ocupando Europa (sin darnos cuenta que serán nuestros primeros aliados
cuando China decida poner sus ojos en nosotros); el obispo Cirilo de
Alejandría, en la película Ágora, en cuya crítica se resucitan viejos rencores
contra la Iglesia
y que al abordar su actitud poco menos que se lo descuartiza –a él y a la Iglesia-, confundiendo
una vez más el alcance del poder institucional con la fraternidad que rige la
comunidad, para entonces ya meramente virtual; o las amenazas de un
obispo de la constelación del templo madrileño que rige Rouco Varela, un
tal Caminos, que, invadiendo los adentros de la gente ante la promulgación de
la ley del aborto, ha puesto a todos los diputados católicos a parir: o
declaran públicamente su arrepentimiento por haber votado la ley o permanecerán
en “pecado objetivo” sin que cura alguno les conceda el perdón ni, en
consecuencia, la comunión; o la ignorancia de circunscribir la realidad del
mundo, prescindiendo de la gran variedad de otras realidades donde ante
circunstancias semejantes se procede de manera distinta; fieles a no poner
jamás punto final al juicio que nos merecen los Reyes católicos por haber
echado a los musulmanes de España bastaría acudir al Quijote que, en diálogo
con un musulmán desterrado, éste le explica que cuando abandonó España anduvo
de aquí para allá hasta que llegó a Alemania donde lo acogieron como uno más,
sin marcar diferencias, porque allí sí había libertad.
La
gente no se da cuenta que los dos millones de cámaras que espían a los
londinenses en las calles no son para cuidarlos. Son un recurso más para
inmovilizarlos en nombre de “su propia seguridad” (claro que se omite que en
detrimento de su libertad). El poder necesita saber dónde está cada uno a cada
momento; retiene los correos que enviamos vía e-mail por dos años; EEUU puede
confiscar las cámaras fotográficas, ordenadores y demás aparatos de los
viajeros que entran en el país por el riesgo que implican...
Un
mundo que ha postergado las esencias de las personas al extremo de que ya ni
las reconocemos, ha impuesto la postergación de valores esenciales
peligro-sos para el ejercicio del poder.
Y
no me refiero a las grandes verdades –de las que podemos descreer con todo
derecho- sino a las que nos impulsan a ver al “otro” en su
verdadera dimensión, con sus errores y virtudes, aceptándolo tal cual es y no
como quisiéramos que fuera.
El
poder no lo autoriza. Tenemos que ver al prójimo como el poder lo ordena.
¿Entonces qué?
Como decía un grafodrama de
“El País” que mostraba a un hombre caminando por la calle diciendo: ”soy libre;
puedo decir lo que me da la gana. Mirad si no: Casillas, balón, portería,
infracción, fútbol…”
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