Entrevista a Alain Brossat
Por:
Amador Fdez-Savater
Alain
Brossat es filósofo. Imparte clases de filosofía contemporánea y filosofía
política en la célebre Universidad de París VIII, fundada tras Mayo del 68.
Entre otros numerosos ensayos de crítica radical de la sociedad contemporánea,
publicó en 2008 El gran hartazgo cultural sobre el papel de la cultura hoy. Su
obra La democracia inmunitaria ha sido traducida al castellano por la editorial
Palinodia.
Nuestra
pereza mental asocia aún cultura y emancipación. Sin embargo, la actual
inflación del sector cultural no parece llevar aparejada una emancipación
social muy visible. ¿Y si más que hacernos actores, nos vuelve espectadores? ¿Y
si más que afinar nuestra sensibilidad al mundo, nos anestesia?
Ha escrito usted que vivimos en un “todo cultural”, ¿qué
significa esto?
Lo
más propio de lo que hoy se designa con el vocablo de “cultura” es ser una
esfera en expansión permanente: los vinos de Burdeos y las obras de arte
expuestas en el Louvre, las series de televisión, las carreras de caballos, los
cruceros por el Mediterráneo, la gastronomía, los peregrinajes a Santiago de
Compostela y los cursos de tango. Hay pocos objetos y conductas, si lo pensamos
bien, que no puedan encontrarse dotados de una dimensión o una coartada
cultural. Lo que se llama comúnmente cultura tiene en ese sentido la apariencia
de uno de esos almacenes donde los anticuarios hacen coexistir los objetos más
heteroclitos. La yuxtaposición de los objetos, las prácticas y los discursos
más heterogéneos es el principio mismo de lo cultural hoy: coexisten en un
mismo plano lo antiguo y el último grito, lo popular y lo elitista, lo familiar
y lo exótico, etc. Esto es de lo que se quejan los nuevos reaccionarios que
quieren que cada cosa esté en su sitio: Mozart en todo lo alto y por abajo el
rap de las periferias urbanas.
Si su crítica no es reaccionaria, ¿de qué tipo es?
Al
mismo tiempo que es un cajón de sastre, sometido a un principio de equivalencia
estricto, imposible de jerarquizar, la cultura contemporánea es un medio
líquido en el que todo circula, se vende y se vuelve intercambiable. El dominio
de la cultura se ha vuelto indistinto al del consumo. En ese sentido, la
cultura es esa especie de cemento líquido que contribuye poderosamente a
mantener unida la vida social en torno a una multitud de objetos o a un
conjunto de conductas estereotipadas (contemplar una emisión de televisión,
visitar un museo, seguir un acontecimiento deportivo, leer el último premio
Planeta…). Ahí donde tantos factores sociales, políticos y económicos tienden a
desgarrar nuestras sociedades, incrementando las desigualdades, atizando los
conflictos, la cultura funciona hoy como un dispositivo de agregación
involuntaria de los seres vivos, una fábrica de la vida común sin debate ni
consentimiento.
¿Quiere decir que la cultura despolitiza la vida social?
Mientras
que la democracia representativa moderna reposa sobre la institucionalización
del conflicto y, por tanto, sobre el reconocimiento de su carácter primero e
irreductible, la democracia cultural niega el conflicto como fundamento mismo
de la política: amos y esclavos, patricios y plebeyos, burgueses y proletarios,
aristocracia y pueblo. Sustituye el conflicto por la coexistencia pacífica de
las diferencias y el imperio del gusto individual: cada uno tiene sus antojos,
sus manías, sus fascinaciones, sus hobbies, sus estrellas y emisiones
preferidas, sus vacaciones de ensueño, etc. El público cultural suplanta al
pueblo político. La sociedad ha sustituido la pasión de la igualdad por un
régimen de tolerancia generalizada, pero una tolerancia blanda, cuyo reverso es
el repliegue sobre sí de las “comunidades”, cada una de ellas una micro-cultura
no igual, sino equivalente a las demás.
En
nuestras sociedades se da una relación entre la contracción de la esfera
política, la esfera de la acción colectiva y la política viva, y la expansión
de modalidades culturales: el consumo, la espectacularización, etc. El
entretenimiento, todavía ayer, se inscribía esencialmente en el registro de la
vida privada. Hoy es el negocio de las industrias culturales. No soy yo quien
lo dice, sino Sarkozy que, en la víspera del último Mundial de Fútbol, fabricó
este aforismo: “Francia en la final, tres meses de paz social”. El análisis
crítico debe consistir en un esfuerzo constante para describir el proceso
mediante el cual un movimiento insurreccional o un desplazamiento en la esfera
política vive siempre bajo la amenaza de ser reciclado, reinyectado en el medio
líquido de la cultura, transformado en un grumo del protoplasma cultural, como
las películas recientes sobre Louise Michel o el Che Guevara.
En otro tiempo la cultura fue sinónimo de emancipación…
Contrariamente
a lo que pudo afirmar un día Pasolini en un arrebato de optimismo prematuro, la
cultura no es lo que resiste a la distracción, sino que se ha convertido en la
fábrica del sujeto ocupado y entretenido. La cultura contemporánea mezcla las
dimensiones de la formación, del conocimiento -que supuestamente son el
fundamento de la responsabilidad y la lucidez del sujeto moderno- y de la
distracción y el entretenimiento. El gesto de vincular el destino de la cultura
como tal al de la emancipación del sujeto moderno se vuelve de golpe
impracticable. Bajo el umbral soleado de la Ilustración, personajes como
Fígaro, Jacques el Fatalista de Diderot o el Jean-Jacques de las Confesiones
establecieron un pacto entre la cultura que habían adquirido por sí mismos
(eran autodidactas), su experiencia propia de la vida y la pasión de la
emancipación, de la igualdad que les movía. Ese pacto hoy está roto. Ha sido
revocado por la cultura contemporánea, que se ha vuelto, en lo esencial, un
coagulante social, un tranquilizante, un consuelo, sobre todo en su forma
masiva, la de la cultura de masas producida y difundida por las industrias
culturales, fundamentalmente hecha de imágenes. Los regímenes de consolación
tradicional están muertos o moribundos (la religión, la vida de familia, la
existencia comunitaria…) y la cultura aparece entonces como la música de
acompañamiento de nuestra melancolía perpetua que nos distrae del dolor
punzante de una existencia sin esperanza, objetivo ni gozo. “Cuando los hombres
mueren, entran en la Historia. Cuando las estatuas mueren, entran en el Arte.
Esa botánica de la muerte es lo que llamamos cultura” (Chris Marker, en el film
de Alain Resnais Las estatuas también mueren).
¿Qué posibles vías de resistencia anti-cultural ve hoy?
Como
decía Artaud, “no me parece qué lo más urgente sea defender una cultura cuya
existencia jamás ha salvado a un hombre de la preocupación de vivir mejor o de
tener hambre, sino extraer de aquello que llamamos cultura las ideas cuya
fuerza viviente sea idéntica a la fuerza del hambre”. Se vuelve cada vez más
difícil nombrar una manifestación de la vida humana que se mantenga
rigurosamente a distancia de la cultura. Enumeremos sin embargo algunas: una
huelga con ocupación no es un acontecimiento cultural, aunque se baile y se
cante en los talleres como en junio de 1936; escribir En busca del tiempo
perdido o Las palabras y las cosas, rodar Un perro andaluz o pintar el Guernica
no son actividades culturales, aunque a posteriori haya una captura cultural
del acontecimiento suscitado por un gesto de arte. Como decía autor desconocido
o, más bien olvidado, “en la organización de la sociedad, ninguna obra de arte
puede sustraerse a su pertenencia a la cultura, pero no hay ninguna, si es algo
más que un producto industrial, que no oponga a la cultura un gesto de rechazo:
la voluntad misma por la que se convirtió en obra de arte”. En este sentido, la
política y el arte son lo que resiste al movimiento general de “culturización”
de nuestras existencias. Un asunto cultural no suscita el conflicto más que
cuando una cuestión política lo atraviesa: por ejemplo, la cuestión de los
intermitentes del espectáculo [trabajadores flexibles y discontinuos de la
industria cultural] no es un tema cultural, interno a la cultura, sino más bien
político; cuando la embajada de Francia en Washington suspende la
representación en el centro cultural francés de la capital estadounidense de
una pieza de Michael Vinaver sobre el 11 de septiembre, con el fin de no
arriesgarse a una reacción negativa de las autoridades americanas, no es tanto
la “cultura” la que expone sus facultades críticas como el arte el que
manifesta sus virtualidades política, suscitando la censura, un gesto
decididamente político.
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