Carlos A. Trevisi
Es noche cerrada
No me puedo dormir. Acuden a mi imágenes y sonidos de la niñez. Me veo caminando por la calle Gorriti de Lomas de Zamora; la calle que, una vez cruzado el puente del ferrocarril, a tres cuadras de mi casa paterna, doblando a la derecha, desemboca en Ayacucho.
Voy con papá y mamá. Son dos calles de mi niñez; las que me llevaban a la casa del abuelo Ricardo. Chalets estilo inglés; árboles frondosos en las aceras; jardines que lindaban con el cordón de la calle y vestían los tres o cuatro metros que separaban el frente de las casas del cerco que interrumpía la continuidad del jardín con la acera.
Me adormilo.
Ayacucho
está a oscuras. Veo aparecer a la tía Monina por el medio de la calle. Va a
paso ligero. Lleva un revolver en la mano, acaso el que le recomendara llevar
consigo el abuelo cuando volvía tarde a casa. Pasa a mi lado sin verme. Apura
el paso: se me borra su imagen.
Aparezco en casa del abuelo. Me veo durmiendo en la
segunda cama de su habitación. Ungué está conmigo, dormido profundamente.
Escucho ladridos en lontananza, ladridos que desdibuja la distancia, casi
inaudibles. Me levanto y salgo a buscar a Moro, el ovejero alemán del abuelo.
No está en la casa.
Salgo a
buscarlo. Hace frío. No hay nadie en la calle. Veo un cartel clavado en un
poste de alumbrado que reza "PINTOR A DOMICILIO"; no puedo evitar una
sonrisa. Más allá, el almacén del barrio, a oscuras, las persianas bajas.
Un farol
de latón en la esquina, Ungué y yo mismo tirándole piedras con una gomera.
Sigue el
silencio.
Entro en
la casa. Ungué está levantado, la mirada fija; se dirige a la puerta por donde
acabo de entrar. Me ve pero no me dice nada. Le digo que voy a la cama. Viene
conmigo; nos acostamos. Moro nos acompaña; también la tía Ñata, la mamá de
Ricardito y de María Isabel que juega con nosotros en el jardín del frente de
la casa. El tío Pelusqui mira, feliz.
De pronto
me veo en casa, donde me asalta Papá Grande.
En este
deambular sin destino que son los sueños entro en su habitación. Está acostado
en su cama de metal. Me acomodo a su lado. La foto de su madre nos acompaña
desde la mesa de luz, y las lágrimas de la tía Emilia, y los pasos de los tíos
que no cesan en su ir y venir por el patio trasero de la casa.
El abuelo
Papá Grande yace inmóvil; reza en voz alta; habla de Treviso, donde nació, de
la guerra, de su madre y de su padre que murió en prisión en Milán… La veo a la
tía Emilia; se acerca a la cama, donde aún yazco con el moribundo: su mandíbula
caída, la boca abierta, los ojos entrecerrados… La tía me acaricia el pelo;
llora amargamente.
Me tiro de
la cama y corro apresuradamente hacia la calle. Veo venir al tío César. Tiene
una cinta negra, ancha, cosida alrededor de la manga izquierda de su chaqueta
en señal de duelo.
Mi padre
me lleva a la casa de la tía Haydee, la mamá de mi primita Mimí en Banfield.
Vamos
caminando por una calle llena de árboles, los mismos que hay en la calle
Ayacucho por dónde la tía Monina andaba de noche armada con un revólver por
temor a los asaltantes que se abalanzaban sobre los peatones.
Tengo
miedo. Papá no habla; está triste.
Me duermo
nuevamente.
Sueño con
el abuelo Ricardo; mis veranos junto a él en la casa de Mar del Plata; nuestras
andanzas por la rambla; las cenas en casa de sus sucesivas novias, los
copetines en el Jockey Club, el juego de ajedrez (una de sus pasiones) y las
comidas que preparaba cuando estábamos solos en casa…
-Hoy voy a
hacer fideos con manteca…
… en tal
cantidad que dos días después seguíamos comiendo fideos recalentados, duros, a
veces hasta quemados.
Durante la
comida hacíamos planes
- Hoy
vamos a ir en bicicleta a Los Troncos.
- ¿No
podemos comer en Los Troncos?
- Hola
Carlitos, soy la tía María Luisa. El abuelo ha tenido un accidente.
Esa noche
en el velatorio mamá habla con él como si estuviera vivo.
Lloro por
ambos. Mi adolescencia junto a él había llegado a su fin.
- Escuche hijo, ya ha aprendido todo lo que necesitaba para
no correr riesgos inútiles y para moverse por el mundo con soltura. Se ha
acabado una etapa de su vida que va a recordar para siempre.
Me había
mostrado un mundo lleno de inmundicias que no me mancharían. Y yo había
aprendido cómo moverme en él.
Estoy por
cumplir 74 años. Mis sueños recogen memorias que me pertenecen a mi. Es tal el
cúmulo de experiencias que he recogido a lo largo de mi vida que, gracias a una
infancia y adolescencia arropada por el amor de mis mayores y las exigencias
que me imponían, mis sueños no me lastiman; por el contrario, es como si la
alternancia entre el dolor y la alegría arrojaran como resultante la felicidad
en la que vivo.S 74 AÑOS
Es noche cerrada
No me puedo dormir.
Acuden a mi imágenes y sonidos de la niñez. Me veo
caminando por la calle Gorriti de Lomas de Zamora; la calle que, una vez
cruzado el puente del ferrocarril, a tres cuadras de mi casa paterna, doblando
a la derecha, desemboca en Ayacucho.
Voy con papá y mamá.
Son dos calles de mi niñez; las que me llevaban a la casa
del abuelo Ricardo.
Chalets estilo inglés; árboles frondosos en las aceras;
jardines que lindaban con el cordón de la calle y vestían los tres o cuatro
metros que separaban el frente de las casas del cerco que interrumpía la
continuidad del jardín con la acera.
Me adormilo.
Ayacucho está a oscuras. Veo aparecer a la tía Monina por
el medio de la calle. Va a paso ligero. Lleva un revolver en la mano, acaso el
que le recomendara llevar consigo el abuelo cuando volvía tarde a casa. Pasa a
mi lado sin verme. Apura el paso: se me borra su imagen.
Aparezco en casa
del abuelo. Me veo durmiendo en la segunda cama de su habitación. Ungué está
conmigo, dormido profundamente. Escucho ladridos en lontananza, ladridos que desdibuja
la distancia, casi inaudibles. Me levanto y salgo a buscar a Moro, el ovejero
alemán del abuelo. No está en la casa.
Salgo a buscarlo. Hace frío. No hay nadie en la calle.
Veo un cartel clavado en un poste de alumbrado que reza "PINTOR A DOMICILIO";
no puedo evitar una sonrisa. Más allá, el almacén del barrio, a oscuras, las
persianas bajas.
Un farol de latón en la esquina, Ungué y yo mismo
tirándole piedras con una gomera.
Sigue el silencio.
Entro en la casa. Ungué está levantado, la mirada fija;
se dirige a la puerta por donde acabo de entrar. Me ve pero no me dice nada. Le
digo que voy a la cama. Viene conmigo; nos acostamos. Moro nos acompaña;
también la tía Ñata, la mamá de Ricardito y de María Isabel que juega con
nosotros en el jardín del frente de la casa. El tío Pelusqui mira, feliz.
De pronto me veo en casa, donde me asalta Papá Grande.
En este deambular sin destino que son los sueños entro en
su habitación. Está acostado en su cama de metal. Me acomodo a su lado. La foto
de su madre nos acompaña desde la mesa de luz, y las lágrimas de la tía Emilia,
y los pasos de los tíos que no cesan en su ir y venir por el patio trasero de
la casa.
El abuelo Papá Grande yace inmóvil; reza en voz alta;
habla de Treviso, donde nació, de la guerra, de su madre y de su padre que
murió en prisión en Milán… La veo a la tía Emilia; se acerca a la cama, donde
aún yazco con el moribundo: su mandíbula caída, la boca abierta, los ojos
entrecerrados… La tía me acaricia el pelo; llora amargamente.
Me tiro de la cama y corro apresuradamente hacia la
calle. Veo venir al tío César. Tiene una cinta negra, ancha, cosida alrededor
de la manga izquierda de su chaqueta en señal de duelo.
Mi padre me lleva a la casa de la tía Haydee, la mamá de
mi primita Mimí en Banfield.
Vamos caminando por una calle llena de árboles, los
mismos que hay en la calle Ayacucho por dónde la tía Monina andaba de noche
armada con un revólver por temor a los asaltantes que se abalanzaban sobre los
peatones.
Tengo miedo. Papá no habla; está triste.
Me duermo nuevamente.
Sueño con el abuelo Ricardo; mis veranos junto a él en la
casa de Mar del Plata; nuestras andanzas por la rambla; las cenas en casa de
sus sucesivas novias, los copetines en el Jockey Club, el juego de ajedrez (una
de sus pasiones) y las comidas que preparaba cuando estábamos solos en casa…
-Hoy voy a hacer fideos con manteca…
… en tal cantidad que dos días después seguíamos comiendo
fideos recalentados, duros, a veces hasta quemados.
Durante la comida hacíamos planes
- Hoy vamos a ir en bicicleta a Los Troncos.
- ¿No podemos comer en Los Troncos?
- Hola Carlitos, soy la tía María Luisa. El abuelo ha
tenido un accidente.
Esa noche en el velatorio mamá habla con él como si
estuviera vivo.
Lloro por ambos. Mi adolescencia junto a él había llegado
a su fin.
-
Escuche hijo, ya ha aprendido todo lo que
necesitaba para no correr riesgos inútiles y para moverse por el mundo con
soltura. Se ha acabado una etapa de su vida que va a recordar para siempre.
Me había mostrado un mundo lleno de inmundicias que no me
mancharían. Y yo había aprendido cómo moverme en él.
Estoy por cumplir 74 años. Mis sueños recogen memorias
que me pertenecen a mi. Es tal el cúmulo de experiencias que he recogido a lo
largo de mi vida que, gracias a una infancia y adolescencia arropada por el
amor de mis mayores y las exigencias que me imponían, mis sueños no me
lastiman; por el contrario, es como si la alternancia entre el dolor y la
alegría arrojaran como resultante la felicidad en la que vivo.
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