JUAN GOYTISOLO, 15 MAR 2009
La España
oficial y académica evita abordar el cuarto centenario de uno de los hechos más
ominosos de nuestra historia: la expulsión en 1609 de cientos de miles de
compatriotas de antecedentes musulmanes
En el pasado de todos los países alternan los episodios
embarazosos y los que son motivo de patriótica exaltación. El cuarto centenario
de la expulsión de los moriscos en el reinado de Felipe III se incluye, como es
obvio, entre los mencionados en primer lugar. Fuera de la fundación El Legado
Andalusí y de los historiadores convocados por éste el próximo mes de mayo, la
España oficial y académica se ha encastillado en un precavido silencio que
revela su manifiesta incomodidad.
Lo acaecido de 1609 a 1614 es desde
luego poco glorioso y constituye el primer precedente europeo de las limpiezas
étnicas más o menos sangrientas del pasado siglo. Las medidas
"profilácticas" recetadas por el duque de Lerma con el apoyo decisivo
de la jerarquía eclesiástica encabezada por el patriarca Ribera, fueron objeto
de un largo, incierto y controvertido debate político-religioso cuyas etapas,
aunque sea a vuela pluma, conviene recordar: 1499, conversión forzosa de los
granadinos por el cardenal Cisneros; 1501-02, pragmática del mismo dando a
elegir a los musulmanes del reino de Castilla entre el exilio y la conversión:
los mudéjares del Medioevo pasaron a ser así, pura, y simplemente, moriscos;
1516, se les fuerza a abandonar su vestimenta y costumbres, aunque la medida
queda en suspenso por espacio de diez años; 1525-26, conversión por edicto de los
de Aragón y Valencia; 1562, una junta compuesta de eclesiásticos, juristas y
miembros del Santo Oficio prohíbe a los granadinos el uso de la lengua árabe;
1569-70, rebelión de la Alpujarra y guerras de Granada... A partir del
aplastamiento de los moriscos y de la ejecución de Aben Humeya, la política de
Felipe II consistió en dispersar a los granadinos y en reasentarlos en
Castilla, Murcia y Extremadura, lejos de las costas meridionales y de las
posibles incursiones turcas.
Esclavitud, exterminio, castración o destierro eran las
alternativas estudiadas para los moriscos. Con el
personaje de Ricote, Cervantes dio voz a la España que pedía libertad de
conciencia
Tantas vacilaciones y cambios de rumbo
reflejaban las contradicciones existentes entre una jerarquía eclesiástica muy
poco respetuosa de la ética universal cristiana y los intereses de una parte de
la nobleza peninsular, para la que la expulsión de quienes trabajaban sus
tierras significaba la ruina de la agricultura. Como sabemos por la
historiografía desde fines del siglo XIX, la cruzada político-religiosa fue
objeto entre bastidores de una áspera controversia. Mientras algunos se oponían
a la expulsión y predicaban el catecumenado y la asimilación gradual, los
elementos más duros del episcopado se decantaban por propuestas más
contundentes: la esclavitud, el exterminio colectivo o la castración de todos
los, varones y su deportación a la isla de los Bacalaos, esto es, a Terranova.
Al destierro a la más cercana orilla africana, sostenido por la mayoría de los
miembros del Consejo de Estado, un santo obispo opuso una argumentación
impecable: puesto que el llegar a Argel o a Marruecos, los moriscos renegarían
de la fe cristiana, lo más caritativo sería embarcarles en naves desfondadas a
fin de que naufragaran durante el trayecto y salvaran sus almas.
En el debate que enfrentó durante
décadas a -perdóneseme el anacro-nismo- palomas y halcones, éstos contaron con la pluma elocuente
de propagandistas como fray Jaime de Bleda, González de Cellorigo, fray Marcos
de Guadalajara y, sobre todo, de Pedro Aznar de Cardona, para quien la
expulsión cerraba definitivamente el largo e ignominioso paréntesis abierto por
la invasión de 711: la católica España lo sería, por obra de Lerma y del Tercer
Filipo, sin excepción alguna. Junto a los alegatos de índole religiosa, se
esgrimían otros de orden demográfico: el peligro que suponía el gran
crecimiento de la población morisca en abrupto contraste con el estancamiento o
caída del de los cristianos viejos en razón del celibato eclesiástico, la
enclaustración femenina en los conventos, las guerras de Flandes y la
emigración a América. Dicha argumentación, resucitada hoy por los ultras de la
identidad europea, fue irónicamente resumida por el Berganza cervantino en el Coloquio de los perros.
El problema morisco y la terapéutica
radical del mismo han sido objeto de numerosos y bien documentados estudios en
el último medio siglo por historiadores tan diversos como Américo Castro,
Domínguez Ortiz, Julio Caro Baroja, Mercedes García-Arenal, Bernard Vincent,
Louis Cardaillac, Márquez Villanueva y un largo etcétera. Gracias a ellos,
conocemos las reflexiones que hoy denominaríamos cívicas de quienes se
opusieron al bando de expulsión de hace cuatro siglos. Muy significativamente,
la mayoría de ellos formaba parte de la, no por desdibujada menos visible,
comunidad de cristianos nuevos de origen judío, cuya defensa de la asimilación
de los moriscos era asimismo un alegato pro domo, en la medida en que contradecía e
impugnaba los muy poco cristianos estatutos de limpieza de sangre. La
reivindicación del comercio, del trabajo y del mérito frente a la "negra
honra" de los cristianos viejos, apuntaba al objetivo de detener la ya
perceptible decadencia española y las largas "vacaciones históricas"
que se prolongarían por espacio de dos siglos, hasta las Cortes de Cádiz, pese
a las políticas más sensatas de Olivares y de los ministros ilustrados del
XVIII. González de Cellorigo, cuyo memorial dirigido al monarca -De la
política necesaria y útil restauración de la república de España-
condensa en el título su contenido regeneracionista, y la excelente Historia de la rebelión y castigo de los moriscos, de Luis de Mármol y Carvajal
-evocadora de una tragedia humana que hubiera podido evitarse con planteamientos
más pragmáticos-, se ajustan a la corriente del pensamiento erasmista al que se
adscribían los partidarios de una modernización de la ensimismada sociedad
hispana.
En una obra de próxima publicación y
que acabo de leer por gentileza de su autor -Moros,
moriscos y turcos en Cervantes-, Francisco
Márquez Villanueva analiza con su habitual competencia los escritos, en su
mayoría inéditos, del humanista Pedro de Valencia, discípulo y testamentario
del hebraísta Benito Arias Montano. Su Tratado
acerca de los moriscos de España, desconocido
hasta su publicación en 1979, y que no llegó a mis manos sino en fecha
reciente, quizá sea, visto con la perspectiva del tiempo, la defensa mejor
razonada de la causa de los expulsos. Judeoconverso, como Arias Montano, y
enemigo de la escolástica y de la ideología tridentina, denuncia con energía
"el agravio que se les hace (a los moriscos) en privarlos de sus tierras y
en no tratarlos con igualdad de honra y estimación con los demás ciudadanos y
naturales". Como fray Luis de León (recuérdese lo "de generaciones de
afrenta que nunca se acaba"), Pedro de Valencia se alza contra los
estatutos del cardenal Siliceo y propugna una política de matrimonios mixtos de
moriscos y cristianos viejos para "persuadir a los ciudadanos de la
república, que todos son hermanos de un linaje y de una sangre".
El espectáculo de decenas de millares
de mujeres y hombres bautizados a quienes se separaba de sus hijos mientras
imploraban misericordia a Dios y al rey y proclamaban en vano su voluntad de
permanecer en su patria, resultaba para algunos cristianos sinceros difícil de
soportar. Las condiciones brutales de la expulsión y las matanzas llevadas a
cabo de quienes huían de ella fueron acogidas con tristeza y compasión por una
minoría pensante, y con clamores de odio y con vítores por aquellos que, como
Gaspar de Aguilar, las convirtieron en cantares de gesta.
La mayoría de los moriscos se
refugiaron, con muy diversa fortuna, en el Magreb, y los naturales de Hornachos
crearon en Marruecos la llamada república de Salé, con la esperanza ilusoria de
congraciarse con el rey y retornar algún día a España. Los del Valle de Ricote
fueron autorizados a emigrar voluntariamente durante un lapso de cuatro años
por la frontera francesa y a dirigir sus pasos a otros países europeos. Aunque
totalmente asimilados, el favorito de Felipe III firmó, sin que le temblara el
pulso, su orden de destierro colectivo en 1614. El episodio del morisco Ricote
-el encuentro con su paisano Sancho Panza- en la Segunda Parte del Quijote, permitió a Cervantes, maestro en el
arte de la astucia, recoger la voz de quienes fueron víctimas, de tan salvaje
atropello.
"Salí -dice el morisco- de nuestro
pueblo, entré en Francia y aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo
todo. Pasé a Italia y llegué a Alemania y allí me pareció que se podía vivir
con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada
uno vive como quiere, porque en la mayor parte de ella se vive con libertad de
conciencia".
¡Libertad de conciencia! De refilón, y
como quien no quiere la cosa, el autor del Quijote pone el dedo en la llaga. Los
despiertos centinelas del Santo Oficio eran todo oídos pero a buen relector
sobran más palabras.
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