En
el terreno político hay ideas
que siempre fueron malas, ayer y hoy, como el racismo, la xenofobia, la
teocracia, la esclavitud (explícita o encubierta); otras nacieron aceptables
pero han ido empeorando a lo largo de los años, como el nacionalismo. En sus
comienzos, en el siglo XVIII, el nacionalismo pretendió sustituir la genealogía
sagrada de los monarcas por la genealogía no menos sacra del pueblo soberano:
era un mito, pero que pretendía remediar otro aún más nefasto. Más tarde, en
contextos coloniales, la ideología nacionalista sirvió para alentar movimientos
de independencia en América y en otros continentes. Sin embargo, ya a finales
del XIX y desde luego en el XX, el nacionalismo se convirtió en el instrumento
de oligarquías reaccionarias que se sentían amenazadas por la inmigración
laboral que la industrialización imponía (caso del primer nacionalismo vasco o
catalán) o de movimientos totalitarios agresivos de sesgo ultraderechista (en
Italia, en Alemania, en la España de Franco…). Actualmente los nacionalismos
estatales dificultan seriamente la posibilidad de una unión europea efectiva y
los nacionalismos separatistas comprometen los estados de derecho con
reivindicaciones basadas en una supuesta identidad étnica que debe prevalecer
sobre los inevitables mestizajes de la modernidad. Parecen empeñados en
confirmar lo que escribió en su obra sobre esta cuestión Christian J. Jäggi:
“Una nación…es un grupo de hombres que se han unido merced a un error común en
lo concerniente a su origen y una inclinación gregaria contra sus vecinos”.
Son
estos últimos nacionalismos
disgregadores los que más pueden preocuparnos hoy en la España democrática. Su
ideario, que se basa en una historia convertida en hagiografía, intenta
“naturalizar” la siempre artificial comunidad humana. Lo que cuenta para ellos
es ser autóctonos, no ser ciudadanos: importa “lo de aquí” - determinado según
el criterio de unos cuantos expertos simplificadores – como fuente de derechos
y deberes. Por lo común, confunden interesadamente cultura y política,
queriendo convertir por ejemplo la lengua regional en base de un nuevo sujeto
político (hay varios miles de lenguas en el mundo y poco más de doscientos
estados), desconociendo que todos los estados modernos se fraguan a partir de
tradiciones culturales diversas reunidas en un proyecto político común. En una
democracia lo importante no es de dónde se viene (todos los demócratas somos en
el fondo inmigrantes, recién llegados a la comunidad de los desarraigados que quieren
futuro compartido), sino el acatamiento de leyes igualitarias a partir de las
cuales se quiere avanzar junto a los demás. Los nacionalistas convierten a gran
parte de sus conciudadanos en extranjeros en su propia tierra, al no
reconocerles como “auténticos” nativos según la definición del “buen vasco”,
“buen catalán” o “buen español” que ellos quieren imponer. En último término,
esta actitud implica la negación de la propia ciudadanía. Como ha dicho muy
bien Jürgen Habermas: “La nación de ciudadanos encuentra su identidad, no en la
comunidad étnico-cultural, sino en la práctica de los ciudadanos que ejercen
activamente sus derechos de comunicación y participación”.
Por
supuesto, la mayoría de los
nacionalistas no desean tanto llevar a cabo de una vez la difícil aventura de
la independencia como amenazar permanentemente con independizarse al conjunto
del país para obtener beneficios a costa del resto de los contribuyentes. En
realidad, se trata de un movimiento político profunda e inequívocamente
reaccionario, que pretende sobreponer los derechos eternos de los territorios a
los de quienes los habitan… sobre todo si llegaron después. De ahí que resulte
sorprendente que en España aún haya quien considere a los partidos
nacionalistas – cualquiera que sea su signo – como movimientos políticos de
izquierdas (o por lo menos más izquierdistas que quienes se les oponen en
nombre de la unidad del Estado de Derecho). La verdad es que una persona de
izquierdas puede simpatizar con el nacionalismo, desde luego, pero sólo como un
cura puede ser ateo: contradiciéndose.
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