En una democracia, políticos somos todos. Los
que en un momento dado ocupan puestos de gobierno o de administración no son
extraterrestres venidos de otra galaxia para fastidiarnos (¡o conducirnos hacia
la luz!), sino sencillamente nuestros mandados, es decir: aquellos a los que
nosotros, los ciudadanos votantes, les hemos mandado mandar. En el caso de que
no desempeñen bien su función, debemos plantearnos si nosostros hemos
desempeñado bien la nuestra al elegirles para el cargo. No tiene demasiado sentido
que perdamos el tiempo despotricando y pataleando contra ellos, como si fuesen
una fuerza de la naturaleza de efectos quizá deplorables, pero contra la que no
hay remedio. Porque sí lo hay: podemos revocar su mandato, elegir a otros en su
lugar o incluso ofrecernos nosotros si creemos que podemos hacerlo mejor que
ellos.
Lo importante es no olvidar nunca que nadie
ha nacido para mandar siempre (ni por
supuesto nadie nace para obedecer o servir sin excusa ni tregua, aunque haya
quien crea que los demás vienen al mundo con una silla de montar en la espalda
para que ellos se suban, como dijo Thomas Jefferson). Uno de los mayores
peligros de las democracias es que se configure una casta de “especialistas en
mandar”, o sea, políticos profesionales (normalmente sin competencia en ninguna
otra profesión) que se conviertan en eternos candidatos de los partidos a
ocupar los cargos electivos. Por lo común alcanzan esa posición gracias a la
pereza o el desinterés del resto de los ciudadanos, que dimiten del ejercicio
continuo de su función política y de su vigilancia sobre quienes gobiernan. Hay
que luchar contra esa “especialización” dañina y engañosa, abriendo las listas
de los partidos o incluso fundando otros nuevos que sirvan como alternativa a
los ya existentes. Aunque tal cosa suponga tomarse ciertas molestias…
(recordemos, a este respecto, el epitafio de Willy Brandt, el que fue canciller
socialista de la Alemania
federal: “Se tomó la molestia”).
Desde
luego, un político en ejercicio que cumple debidamente su tarea es un auténtico
regalo de los dioses. Y conviene resaltar debidamente el mérito de su tarea y
agradecer sus servicios. Es como un chófer que nos lleva no a donde él quiere a
cada momento, sino a donde entre todos hemos acordado ir: y si conduce bien, si
se sabe el camino o incluso encuentra atajos respetables, nos ahorra el
fastidio de tener que estar dándole indicaciones durante todo el trayecto y así
podemos dedicarnos de vez en cuando a leer una novela o a contemplar el
paisaje. Pero conviene no descuidarnos nunca demasiado, por si en un mal
momento da una cabezada y se sale de la carretera…
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