La antropología nos dice que el hombre es una
variedad de chimpancé que logró hacerse mucho más inteligente de lo que un mono
suele ser gracias a que aprendió a cambiar de aires, mudarse de casa y conocer
mundo. Ser humano significa emigrar: todos somos emigrantes, o hijos de
emigrantes. Nuestra especie apareció en algún lugar del este de África y desde
allí emigró a los más remotos lugares del planeta, de China a California, de
Groenlandia a Patagonia, sin olvidar toda Europa. Los autóctonos que se
enorgullecen de que nunca se han movido de su territorio y que permanecen allí
siglo tras siglo, mientras
los demás vienen y van, no demuestran ninguna superioridad sobre los más
viajeros, sino bestial nostalgia de su pasado antropoide. Si no fuésemos por
naturaleza emigrantes ni seríamos realmente humanos ni quizá valdría la pena
eso que llamamos “humanidad”.
¿Cómo debemos recibir hoy a los emigrantes?
Como a semejantes que nos hacen el inmenso favor de recordarnos en qué consiste
nuestra humanidad. El griego Plutarco escribió que gracias a esos extranjeros
accidentales nuestra alma comprende lo que es – forastera sin remedio, por
esencia – y lo que debe esperar, es decir, hospitalidad,
ya que todos hemos pasado por el mismo trance de hallarnos desvalidos en lo
desconocido: “Nacer es siempre llegar a un país extranjero”. Sin duda
actualmente la llegada masiva de inmigrantes puede causar algunos trastornos en
los países más afortunados. Dado que los medios de comunicación difunden
irremediablemente cómo se vive donde se vive mejor, es también irremediable que
muchos desfavorecidos de otras latitudes vengan a intentar suerte entre
nosotros. Siempre ha habido emigrantes y no va a disminuir su número
precisamente en el siglo en que es más fácil informarse de las condiciones
sociales reinantes en otros lugares y cuando hay más medios de transporte…
Por lo común, lo que quieren quienes emigran
hacia nosotros es huir de la miseria incluso aunque apenas conozcan las
ventajas de nuestra relativa prosperidad: no es la luz lo que les atrae, sino
la sombra de la que escapan lo que les empuja. Naturalmente, si mejorasen las
condiciones de vida en su país de origen habría muchos que preferirían quedarse
en su tierra. Por tanto, ayudar al desarrollo de los países de fuerte
emigración es una política sensata para regular esos flujos: no parece prudente
ni decente proclamar a los cuatro vientos nuestra solidaridad con los
desfavorecidos y a la vez fomentar una política proteccionista que prive de
mercados a las materias primas que son el único recurso en bastantes de esas
latitudes. Pero no se trata solamente de un problema económico: lo malo es que
en muchas naciones no existe un Estado auténtico que garantice el reparto
mínimamente equilibrado de las riquezas nacionales y los derechos que permiten
disfrutarlas con cierta seguridad de futuro. Los emigrantes que llegan a
nuestros países buscan, aún más que sustento o trabajo, la posibilidad de
acceder a la ciudadanía. Quienes
entre nosotros desconfían de la palabra o minimizan su alcance revolucionario
deberían preguntarles a esos desterrados lo que verdaderamente significa…
Es evidente que el reconocimiento como
derecho y aun la celebración humanista de la inmigración (sobre todo en un país
mucho más de emigrantes que de “conquistadores” como el nuestro) no impide
preocuparse por su regulación: es preciso evitar un descontrol falsamente
generoso que sólo favorece a los traficantes de carne humana, a quienes buscan
mano de obra a precio esclavista y a los agitadores xenófobos
ultranacionalistas. Sin duda es un prejuicio el de quienes asimilan
“inmigración” a “delincuente”, pero fundado en el triste destino de muchos sin
papeles a los que se entrega a las mafias por falta de protección laboral (otro
caso es el de los delincuentes extranjeros que vienen a buscar en nuestro país
campo abonado para sus fechorías: los hay, sin duda, y en abundancia, pero no
son inmigrantes en modo alguno sino invasores).
¿Puede exigirse a los inmigrantes ciertos requisitos para su integración en nuestro
pais? Sin lugar a dudas. En primer lugar, no que renuncien a todos los aspectos
relevantes de su cultura de origen (de la que huyen), sino sólo a aquellos que
contradicen los principios constitucionales y los derechos humanos fundamentales
vigentes en el país de acogida. Tienen naturalmente derecho – y es una de las
riquezas que nos aportan – a exteriorizar y compartir su folclore, su
gastronomía, sus formas de piedad etc…, es decir, a recrear fórmulas de
existencia comunitarias en la medida en que sean compatibles con el
ordenamiento de nuestro Estado de Derecho. Pero no a imponerlas en aquellos
aspectos que chocan con las libertades democráticas. También nuestros países
tuvieron en el pasado formas tradicionales de vida (jerárquicas, teocráticas…)
que fueron abolidas por los procesos revolucionarios de la modernidad. Sería
absurdo que ahora las acogiésemos de nuevo y venerásemos como fetiches
intangibles de importación. Lo ha expresado bien Tzvetan Todorov: “Pertenecer a
una comunidad es, ciertamente, un derecho del individuo pero en modo alguno un
deber; las comunidades son bienvenidas en el seno de la democracia, pero sólo a
condición de que no engendren desigualdades e intolerancia”
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