Ta, ta, ta, taaa ... ! o Margarita Clavelín, Dra.
por Carlos Á. Trevisi (2000)
Si el archiduque Rodolfo, el príncipe Lobkowitz y el conde Kinsky hubieran conocido a la doctora Clavelín, con seguridad la habrían condenado a la hoguera.
Simpleza de mujer Margarita, no obstante haber accedido a un doctorado en química. Menuda, enjuta, su ojo había adquirido la redondez de la lente del microscopio: tal era su afán científico.
Ajena por completo a la intrascendencia de lo cotidiano, una vieja radio portátil, siempre sintonizada en radio Clásica, la conectaba con el mundo desde una pila de libros a la izquierda de su escritorio.
Probetas, cánulas, pipetas y tubos; Dalton, Lavoisier, Ritchert y Bertholet despertaban sus intereses con exclusividad. Cuando dejaba de mirar por el microscopio, trasladaba al papel cadenas de carbonos y oxígenos que adoptaban, en su disposición, las formas más variadas: desde multípodas arañas hasta poderosas grúas o locomotoras.
Así, entre fórmulas y microscopio, pasaban sus días, sus meses, sus años...
Ta, ta, ta, taaaa ...! oyó un día Margarita por la radio.
Le trajo malos recuerdos; infancia de niña fea, una casa suburbana y su tío, un sabelotodo insoportable con quién había tenido que ir a vivir a la muerte de sus padres con apenas doce años de edad. La poca atención que le prestaba su nueva familia se disimulaba con un discurso moral al que no le faltaba un acopio de información libresca y permanentes consejos para que supiera defenderse en la vida.
El tío le había regalado la Quinta Sinfonía al cumplir quince años.
No soportó el recuerdo de verse sentada frente al tocadiscos escuchando reiteradamente aquel disco de 45 rpm que, a falta de otro, se repetía y repetía.
Intentó liberarse poniendo otra emisora. Sus dedos iban veloces por el sintonizador de la radio: Splendid, Continental, Nacional, el Mundo, Clásica... Pero era inútil. "Ta, ta , ta, taaaa...!" se reiteraba en cada emisora.
Se puso de pie. Insistió; nada.
"Ta, ta, ta, taaa ...!. Ta, ta, ta, taaa ...!"
Su rostro se había demudado.
Levantó la radio con ambas manos por encima de su cabeza y la estrelló con fuerza contra el piso.
Dejó de funcionar.
Se sentó nuevamente; corrió el microscopio con el antebrazo derecho. Estaba a punto de reclinarse sobre la mesa cuando la portátil comenzó a transmitir "Sur".
Como en el tango, su después era ignoto. No tenía después... No había después. Desde la muerte de sus padres nunca más había habido un después; todo era un presente permanente, sin mañana. Lloró amargamente.
***
Poco quedaba de la compañía química al llegar los bomberos.
El informe policial consignó que lo único que había sobrevivido al fuego eran cuatro mil florines en relucientes monedas de oro encontradas dentro de una radio portátil marca Spica, insólitamente "en perfectas condiciones de uso pese a haber sido hallada en el lugar donde, con toda certeza, se había iniciado el fuego intencional que terminó con el edificio".
Cuando el juez interviniente citó al tío sábelotodo a prestar declaración testimonial en la causa caratulada "Clavelín, Margarita, su suicidio", tomó conocimiento de que cuatro mil florines era exactamente la cantidad que el archiduque Rodolfo, el príncipe Lobkowitz y el conde Kinsky pasaban anualmente a Beethoven para que permaneciera en Viena componiendo.
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