sábado, 4 de noviembre de 2017

LO QUE SIEMPRE SON LOS OTROS

Manuel Cruz
Lo específico del dogmático no es tanto que no esté dispuesto a debatir como la forma en que plantea el debate
El título del presente artículo bien pudiera servir como apresurada definición del dogmático. Definición que viene a destacar, de entre los diferentes rasgos que convergen en la figura, el de que el dogmático nunca se reconoce a sí mismo como tal. Quizá porque (¿interesadamente?) tiende a confundir dogmatismo con fanatismo, que es más bien la actitud característica de quien se aferra a sus ideas o principios con tanta vehemencia como falta de espíritu crítico, y eso le hace sentirse al dogmático a salvo de la imputación. Lo específico del dogmático, pues, no es tanto el hecho de que no esté dispuesto a debatir, como la forma en que plantea el debate. Obsérvese que digo la forma, porque el fondo en cierto sentido podríamos considerar que está claro: el dogmático entiende que el conjunto de sus opiniones no admite contradicción ni controversia (de hecho, es así como queda definido en el Diccionario de uso del español, de María Moliner: "Se dice de la persona que no admite contradicción en sus opiniones"). Sin embargo, a diferencia del fanático, no acepta que su inflexibilidad sea debida a ninguna abdicación de su capacidad reflexiva, ni cree que la ausencia de toda duda deba atribuirse a adhesión acrítica a dogma alguno, sino que, por el contrario, tiende a interpretar la propia firmeza como la prueba inequívoca de la solidez de las tesis que defiende.
En demasiadas ocasiones la deriva dogmática se alimenta, paradójicamente, del que, a primera vista, podría parecer su más eficaz antídoto: la razón
¿En qué se reconoce entonces al dogmático? Por lo pronto en que, visto que no puede clausurar las discusiones con ningún recurso del tipo "¡hasta aquí podríamos llegar!", "pero usted, ¿por quién me ha tomado?", "en ese caso, ¡apaga y vámonos!" (u otras modalidades de muerte súbita del debate con las que los fanáticos de cualquier signo obturan la posibilidad de que sean puestas en cuestión sus más profundas convicciones), acostumbra a recurrir a un tipo de estrategias, en apariencia más respetuoso con las reglas del juego de la libre discusión, pero orientado a un único fin, a saber, el de desactivar las críticas. En alguna ocasión he propuesto describir al dogmático como aquel tipo que, a cualquier objeción que se le ponga, replica siempre y sin vacilación alguna "más a mi favor". Pretendía señalar con esta descripción que, aunque el propio dogmático acostumbre a ignorarlo, este proceder en último término podría ser blanco de las críticas del mismísimo Popper, quien, en reiteradas ocasiones, señaló que el rasgo más característico de las doctrinas metafísicas (en especial las de inspiración hegeliana: véanse al respecto las clarificadoras consideraciones de Gianni Vattimo al principio de su Adiós a la verdad) es precisamente el hecho de que son capaces de neutralizar cualquier elemento eventualmente falsador de su doctrina, darle la vuelta, hacerlo jugar a su favor y convertirlo en prueba de su verdad. Otra figura del dogmático, susceptible de recubrirse de más actualizados ropajes, es la del que impugna sistemáticamente el dato, la situación o incluso el testimonio que pudieran poner en tela de juicio sus convicciones apelando a criterios presuntamente metodológico-formales. Tampoco se presenta esta otra figura, conviene subrayarlo, como enemigo del conocimiento (rasgo que lo identificaría de manera explícita con el fanático más obtuso), sino como el apasionado defensor de un conocimiento máximamente riguroso y fiable. Las preguntas que pueden operar como indicadores de que estamos ante esta variante del dogmático acostumbran a ser del siguiente tenor: "¿de dónde has sacado el dato?", "¿en qué fecha se hizo la encuesta?", "¿me estás hablando de países de nuestro mismo entorno?", "¿qué metodología siguieron los investigadores?", y similares. Estrategias que apenas consiguen ocultar el propósito último de negar la potencialidad heurística -y, eventualmente, impugnadora- de la información o dato que su interlocutor ha presentado como crítica. Probablemente nada resultaría más fácil, llegados a este punto, que ceder a la tentación de intentar ilustrar las ideas precedentes con algún ejemplo cercano en el tiempo o en el espacio y señalar con el dedo a algunos de los muchos filósofos, políticos y científicos sociales que cuadrarían con las descripciones precedentes. Pero mucho me temo que, de actuar así, le estaríamos haciendo un flaco favor a las ideas expuestas en este papel. Porque repárese en que, como se ha subrayado desde el primer instante, en demasiadas ocasiones la deriva dogmática se alimenta, paradójicamente, del que, a primera vista, podría parecer su más eficaz antídoto: la razón. Cosa que ocurre no sólo cuando la utilizamos para producir ingeniosas hipótesis ad hoc (Descartes quizá haya sido el más acerado crítico de esta extraña variante de trampas al solitario al que parece tan proclive el ser humano), sino también, y tal vez sobre todo, cuando hacemos acopio de argumentos para cargarnos de razón, en vez de para cuestionar nuestras propias convicciones, que es la única vacuna conocida contra el dogmatismo. Por eso se puede afirmar, con escaso temor a equivocarse, que probablemente no haya mayor dogmático que el incapaz de percibir su propio dogmatismo, de idéntica forma que no hay mayor sectario que el que ve sectarismo en todas partes menos en su propia secta (a la que no acostumbra a considerar secta, sino iglesia, por cierto). Peor para todos, pero, sobre todo, peor para el propio dogmático. Quizá el dogmatismo venga a constituir una de las formas que tiene el pensamiento de morir. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es la muerte sino precisamente eso que siempre le pasa a los otros?.
Adiós a la verdad. Gianni Vattimo. Traducción de Teresa Oñate. Gedisa. Barcelona, 2010. 160 páginas. 16,50 euros. Llibertat i generositat. Textos morals. Descartes. Edición de Salvi Turró. Traducción de Salvi Turró. Proteus (colección Delos). Barcelona 2010. 226 páginas. 15 euros. Manuel Cruz es catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona. Premio Espasa de Ensayo 2010 por su libro Amo, luego existo. Los filósofos y el amor. Espasa. Madrid, 2010. 250 páginas. 19,90 euros.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 4 de diciembre de 2010

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