Pérez Reverte
No hace mucho, el primer ministro
británico, David Cameron, pronunció un discurso y escribió un artículo,
distribuido en todo el mundo, sobre Shakespeare y el cuarto centenario de su
muerte, que estos días está a punto de cumplirse. En su discurso y su artículo,
Cameron subrayó la importancia universal del autor inglés, expresó el orgullo
de saberse su compatriota, y demostró que las tareas de gobierno no sólo se
refieren al pasteleo político, a cobrar impuestos y todo eso, sino que
incluyen, y hasta lo exigen, apoyar y difundir el rico patrimonio nacional que
a cada uno le tocó en suerte, rindiendo homenaje a la cultura y la memoria.
Y ahora, oigan, con un acto de poderosa
voluntad, imaginemos a Mariano Rajoy Brey -que no sé si a estas alturas seguirá
siendo presidente en funciones o se habrá ido a tomar por saco-, pronunciando
un discurso o escribiendo un artículo sobre los cuatrocientos años, que también
se cumplen ahora, de la muerte de Miguel de Cervantes. Imaginen si pueden -yo,
la verdad, no puedo- a Rajoy, con ese agudo punto cultural que tiene, dejando a
un lado el Marca y
la camiseta de ciclista para ocuparse, por una vez en su puta vida, de algo
relacionado con la palabra cultura.
Imaginen -insisto que con titánico esfuerzo, quien sea capaz- a ese estólido
estafermo, a ese pétreo don Tancredo, a ese primer presidente de gobierno que
en cuatro años de mandato nunca visitó la Real Academia Española, del que no
consta una foto en un estreno teatral, un concierto, una sala de cine, una
librería, contándonos cómo le emocionan las peripecias del ingenioso y
desdichado hidalgo, sus diálogos con Sancho Panza, la ternura heroica de la
ensoñación y el fracaso. Recordándonos, como Cameron con Shakespeare, que el
hombre que escribió la más moderna y más espléndida novela de todos los tiempos
era español. Rindiendo homenaje a ese hombre extraordinario, soldado en
Lepanto, oscuro funcionario de ventas y caminos, autor inmenso que va a hacer
ahora cuatro siglos justos murió pobre, ninguneado, más respetado en el extranjero
que por sus ingratos, miserables compatriotas.
He dicho alguna vez, o varias, que si la
mayor parte de los gobiernos españoles desde la democracia se mostraron
indiferentes con la cultura, el de Mariano Rajoy ha pasado cuatro años
agrediéndola directamente. Su desprecio absoluto llega a la bofetada ruin, al
escarnio infame. La campaña de extorsión económica dirigida por el ministro
Montoro contra escritores, músicos y cineastas, la canallada de la ministra
Fátima Báñez al retirar las pensiones e imponer multas a los escritores
jubilados que cobran legítimos derechos de autor, la pasividad ante la
piratería que esquilma y arruina, la asfixia económica impuesta por los
ministros de Cultura a la Real Academia Española (que hace el Diccionario, la
Ortografía y la Gramática, y mantiene el delicado e importante vínculo -alto
asunto de Estado- con 500 millones de hispanohablantes), y otras cosas que no
caben en esta página, vienen siendo, desde el principio hasta el fin, de una
avilantez inaudita. Y como traca final, esta legislatura se despide con la
vergüenza internacional del Año Cervantes.
Hay que decirlo y repetirlo hasta que a
estos idiotas les zumben los oídos. Frente al anunciado Shakespeare Lives británico,
en el que van a participar 140 países con los ingleses echando la casa por la
ventana, el ministerio de Cultura español maneja un programa de actividades
descoordinado, casposo hasta la náusea, de iniciativas sueltas, metiendo a
última hora todo cuanto se le ocurre, por cutre que sea, para engordar el
programa desatendido hasta ahora. Porque siempre les ha importado Cervantes un
carajo. Y para más recochineo, a las críticas por haber llegado hasta aquí de
esta manera, el Gobierno hasta ahora en funciones arguye que es complicado
cuadrar agendas, que hay riesgo de politizar el centenario y que la interinidad
gubernamental ha complicado las cosas; o sea, como si las cosas se pusieran en
pie de un día para otro y en el último momento. Y ahora resulta que después de
cuatrocientos años sabiendo que estos días se cumplirá el cuarto centenario
cervantino, nadie ha tenido tiempo suficiente para preverlo.
De todas formas, cuando uno lo piensa,
quizá sea mejor así. El mejor monumento a Cervantes y a su Quijote, lo que da
sentido exacto a ese libro extraordinario, es precisamente la patria que lo
hizo posible: este lugar desmemoriado, ingrato, desleal, miserable,
insolidario, analfabeto hasta el suicidio, sin el que nunca habría podido
escribirse el libro que mejor nos retrata. Una España donde hoy, como hace cuatrocientos
años, seguimos siendo consecuentes con nuestra propia infamia.
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