domingo, 4 de octubre de 2015

SENTIMIENTOS Y RAZÓN EN POLÍTICA

Sentimientos y razón en política 

Augusto Klappenbach
Filósofo y escritor

“Con la patria se está, con razón o sin ella”, decía Cánovas del Castillo. Y un general de nuestro ejército afirmaba hace poco la supremacía de la patria sobre la Constitución, ya que –en sus palabras- la primera es un sentimiento, mientras que el texto constitucional no es más que una ley. Es verdad que la patria es un sentimiento: es el legítimo apego a un lugar cuya lengua y costumbres compartimos, donde viven muchos de nuestros afectos, donde nos hemos educado y enamorado. Pero pretender extraer de estos vínculos afectivos consecuencias de tipo político, económico y -¡Dios no lo quiera!- militares, constituye una aberración que le ha costado el cuello en la historia a más de un ciudadano. Los sentimientos valen para sentir, no para dirigir nuestras decisiones con independencia de la única facultad que tenemos en común con los demás, que es la razón.
En los recientes debates acerca de la independencia de Cataluña los argumentos racionales brillaron por su ausencia, aun cuando los contendientes hayan intentado disfrazar las emociones presentándolas como propuestas de carácter político y económico. En el fondo del debate latían dos pasiones contrapuestas: por un lado el anhelo de recuperar una “identidad” nunca claramente definida, por otro, el deseo de conservar una “unidad de destino en lo universal” gravemente amenazada por el separatismo. Ambas aspiraciones ostentan un alto grado de abstracción. La “identidad”, así, en singular, no existe: cada uno de nosotros es el resultado de un cúmulo de identidades distintas y a veces contrapuestas, cuya armonización nos lleva toda la vida: somos miembros de una familia, ciudadanos de un Estado, habitantes de una región, nos movemos en la Unión Europea, nos adscribimos a una religión o a ninguna, etc. Y esa “unidad” sagrada tampoco existe, por las mismas razones: cualquier Estado, España incluida, está formado por una enorme variedad de territorios, lenguas, costumbres, etnias, opiniones, etc., cuyo vínculo de unidad está construido con un material jurídico, la Constitución y las leyes que son por naturaleza modificables. ¿Tiene sentido sacralizar estas abstracciones hasta el punto de convertir en un casus belli tanto la defensa de la identidad como de la unidad? Ni una ni otra constituyen datos de la naturaleza ni entidades metafísicas; son construcciones culturales que tienen una buena parte de convencional. Y que, como toda convención, depende de los acuerdos que construyan los implicados en el debate según sus propios intereses.
Esto no significa que el problema catalán no exista ni que sus soluciones sean imposibles. Pero hay que recordar que los sentimientos son personales, indiscutibles y absolutos: nadie puede convencer a otro de que su sentimiento no existe, y por lo tanto el debate sobre ellos es imposible. La razón, por el contrario, es “la facultad de lo universal” de la que participa cualquier hablante sin necesidad de especiales revelaciones y que constituye un ámbito común en nuestra relación con los demás. Cuando utilizamos la razón  nos estamos aventurando en un terreno en el cual pueden intervenir todos y en el cual todos tenemos los mismos derechos. Es la única instancia en la que somos iguales y nos sometemos a un tribunal independiente de nuestros deseos y preferencias.
Creo que el problema de la independencia de Cataluña está pidiendo a gritos una dosis de racionalidad.  Y eso no significa solo eliminar la crispación y los ataques personales –que también- sino sobre todo centrar el debate en lo que verdaderamente importa. Me pregunto qué queda del problema de la independencia catalana si eliminamos los argumentos emotivos. Suponer que “el pueblo catalán podrá gobernarse a sí mismo” implica desconocer una realidad elemental: ningún pueblo se gobierna a sí mismo. El gobierno será más o menos próximo, más o menos sensible a los intereses de la gente y representará más o menos la voluntad de sus votantes, pero siempre habrá una distancia con ese pueblo que no es directamente proporcional a la amplitud de su área de influencia. Porque esa distancia puede ser mayor en el caso de un ayuntamiento que en el de un gobierno nacional. O no. Pero en cualquier caso el problema no consiste en el ámbito de competencias del gobierno sino en su ideología y la gestión que desarrolle. Y la participación de los ciudadanos en las decisiones políticas no depende de su carácter nacional, autonómico o municipal sino de la capacidad de quienes gobiernan para representar los intereses de sus gobernados.
Por ello, no comprendo el interés de algunos grupos de izquierda por conseguir la independencia catalana. Muchos compartimos la urgencia de reemplazar el gobierno de derechas de España por autoridades de otro signo político. Y parece extraño que parte de la izquierda, uno de cuyos signos de identidad es –o debe ser- la universalidad, el internacionalismo, la superación de las barreras nacionales, dedique sus energías a defender un nacionalismo que les separa de quienes comparten ese objetivo que hoy parece posible alcanzar. Y todo ello favoreciendo muchas veces los planes de la tradicional derecha catalana, que participó directamente en las políticas del gobierno del Partido Popular. ¿Serán los catalanes “más libres” si llega a gobernar esa derecha? En cualquier caso, la independencia de Cataluña implicaría que una de las regiones más ricas de España se desvinculara de otras zonas que necesitan de su aporte para un proyecto de desarrollo común que tienda a la igualdad, que es la señal de identidad de la izquierda. No quiero pensar que esa intención figure entre las motivaciones de la izquierda independentista.
Mejor se comprende el catastrofismo de la derecha y su política del miedo, que no se ha limitado a señalar los evidentes efectos negativos y cuestionables de la independencia y la ha presentado como el diluvio universal, olvidando que varios países de Europa se han dividido sin que desaparezca el mundo. Porque es propio de la derecha sacralizar las abstracciones y ponerlas por delante de los intereses concretos de los ciudadanos, manipulando a “la Patria”, que deja de representar una serie de respetables vínculos afectivos y se convierte en una entidad de valor absoluto, con derecho a exigir el sacrificio de vidas y haciendas de quienes la habitan. El patriotismo pasa de ser un estado afectivo a convertirse en una virtud y, peor aún, en una virtud obligatoria. Todo ello, por supuesto, erigiéndose sus defensores en sus únicos representantes. Nada mejor para un mensaje de derechas que pasar por alto las propuestas para resolver los problemas concretos de los ciudadanos (la pobreza, el paro, la educación, la sanidad…) y erigirse en defensor de una entidad que, por abstracta, no compromete a nada.
La recuperación de la racionalidad en este debate permitiría centrar la discusión en las ventajas e inconvenientes reales que se seguirían de una hipotética independencia de Cataluña, más allá de “identidades” y “unidades” abstractas. Y sospecho que no abundarían las razones para una decisión tal envergadura, que compensaran las incertidumbres y complicaciones que un proceso así traería consigo. Si, aun así, hubiera señales de que una amplia mayoría de los ciudadanos de Cataluña prefiere asumir el coste de un proceso independentista sería el momento de consultar a sus habitantes modificando las leyes que lo impiden, aunque los resultados de las recientes elecciones plebiscitarias han dejado claro que tal mayoría no existe.
Dicho esto, hay que matizar. Por supuesto que la reivindicación del patriotismo y de la independencia tuvo y tiene otras lecturas en la historia. La creación de los Estados Nacionales tuvo mucho que ver con el amor a la Patria, aunque haya sido instrumentado por quienes aspiraban al poder. En la emancipación de las colonias las emociones patrióticas cumplen un papel importante. Y en la actualidad esos sentimientos constituyen en algunos casos una defensa contra situaciones de opresión y violencia. No se trata, por lo tanto de desvalorizar en general el papel de la afectividad y de la adhesión a la Patria en la historia y la política, que pudieron y pueden ser decisivos para superar situaciones de dominación, aun pagando el precio de introducir argumentos míticos para legitimar esos procesos de emancipación. Pero comparar estas situaciones con el tema que nos ocupa me parece excesivo. Puede discutirse el carácter justo o injusto del balance entre la aportación de Cataluña al resto del Estado y lo que recibe de él o algunos aspectos de su política lingüística y de sus competencias. Pero aplicar a estos problemas el calificativo de “opresión” me parece una desmesura, cuando se trata de aspectos que se pueden negociar con criterios racionales y sin necesidad de declamaciones épicas, teniendo en cuenta que el pueblo catalán puede cultivar sin cortapisas esas señas culturales de identidad que lo distinguen. Sobre todo cuando muchos de esos mismos independentistas aceptan sin discusión la pertenencia a la Unión Europea, cuyas imposiciones son en muchos casos más restrictivas del autogobierno que las del Estado español.

En cualquier caso, creo que conviene reservar los sentimientos para otras causas y abordar este problema desde una modesta racionalidad.

Comentario de Carlos A. Trevisi:

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