Diccionario del ciudadano sin miedo a saber
Por Fernando Savater
“Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad
cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para
servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el
culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de
entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para servirse del suyo
propio sin la guía de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para servirte
de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la ilustración.”
IMMANUEL KANT
PRESENTACIÓN
Una viñeta de El Roto muestra a un tenebroso personaje que señala al lector e
inquiere: “¿Usted todavía piensa o es un ciudadano normal?”. Este diccionario
mínimo pretende zanjar el dilema humorístico, ayudando a que lo normal sea que
los ciudadanos piensen: por sí mismos, discutiendo entre sí, pero nunca
empecinados en fomentar la discordia. Nadie puede pensar por otro – y el autor
de este diccionario menos que nadie - , pero todos debemos intentar pensar
juntos. Para ello es imprescindible tratar de precisar los principales términos
de nuestras deliberaciones políticas: a veces no nos oponen los distintos
intereses y proyectos, sino la borrosa ambigüedad de las palabras cuyo
significado todo el mundo cree conocer. Cada una de las voces de este
diccionario pretende ofrecer un punto de partida razonable y razonadamente claro
para el necesario debate plural de la ciudadanía que compartimos.
CIUDADANÍA
La
ciudadanía democrática es la forma de organización social de los iguales,
frente a las antiguas sociedades formadas por idénticos y las sociedades
jerárquicas que imponen desigualdades “naturales” entre los miembros de la
comunidad. Los iguales lo son en derechos y deberes, no en raza, sexo, cultura,
capacidades físicas o intelectuales ni creencias religiosas: es decir, igual
titularidad de garantías políticas y asistencia social, así como igual
obligación de acatar las leyes que la sociedad por medio de sus representantes
se ha dado a sí misma. En una palabra, el ciudadano es el sujeto de la libertad
política y de la responsabilidad que implica su ejercicio. En la ciudadanía, son
los ciudadanos quienes sustentan el sentido político de la comunidad y no al
revés. Por expresarlo con las palabras de Paul Barry Clarke: “Ser un ciudadano
pleno significa participar tanto en la dirección de la propia vida como en la
definición de algunos de sus parámetros generales; significa tener conciencia de
que se actúa en y para un mundo compartido con otros y de que nuestras
respectivas identidades individuales se relacionan y se crean mutuamente”.
La
ciudadanía exige un espacio público de preocupaciones y debate. Cuando los
cabezas de familia en la antigua Grecia, dando de lado momentáneamente sus
asuntos privados y sus negocios, se reunieron para hablar de igual a igual de
cosas que les interesaban a todos por igual… entonces comenzaron a convertirse
en ciudadanos. Lo que cuenta en la ciudadanía es lo que tenemos en común con los
demás, no lo que nos distingue de ellos. Ahora está de moda insistir en que la
riqueza de los hombres estriba en su diversidad. Falso: la riqueza de los
humanos es nuestra semejanza, la cual nos permite comprender nuestras
necesidades, colaborar unos con otros y crear instituciones que vayan más allá
de la individualidad y peculiaridades de cada cual. La diversidad es un hecho,
pero la igualdad es una conquista social, un derecho: es decir, algo mucho más
importante desde el punto de vista humano. El Estado de Derecho que permite el
juego democrático reconoce el pluralismo de opciones, pero se funda en la
universalidad de lo humano. No se progresa creando diferencias sino igualando
derechos: sufragio universal (para pobres y para ricos, para hombres y para
mujeres), educación para todos, sanidad para todos, etc… No deja de ser
inquietante que en países como España cada vez que se menciona la “diversidad”
suene a progresista (aunque muchas diversidades sean del todo reaccionarias)
mientras que invocar la “unidad”, sin la cual no puede haber Estado de Derecho
ni por tanto ciudadanía, parezca fascista o algo parecido. Sin duda hay un
derecho a la diferencia, compartido por todos: pero eso no equivale a reconocer
una diferencia de derechos.
En
la historia se han dado dos modelos de ciudadanía, hablando grosso modo:
el griego y el romano o si se prefiere el activo y el pasivo. La ciudadanía
griega implicaba y exigía la actividad política, la colaboración en la toma de
decisiones. Quien no participaba en política era considerado “idiota”, es decir,
alguien reducido simplemente a su particularidad y por tanto incapaz de
comprender su condición necesariamente social y vivirla como una forma de
libertad. El modelo romano de ciudadanía reconocía derechos a quienes la
ostentaban (por ejemplo san Pablo, como ciudadano romano, reclamó ser decapitado
en lugar de crucificado humillantemente como un judío cualquiera), pero no el de
participar en el gobierno, que estaba restringido a los patricios, o sea, a las
clases altas. Los romanos de a pie tenían derecho a ciertas garantías jurídicas,
también a pan y circo…, pero no a participar en política. En la actualidad, la
mayoría de los gobiernos prefieren ciudadanos “a la romana” que “a la griega”.
Es decir, se alienta a reclamar beneficios y protecciones por parte del Estado
(también espectáculo, diversión…), pero se desalienta la intervención en
política. El ciudadano favorito de las autoridades es el idiota, o sea, quien
anuncia con fatuidad “yo no me meto en política”. ¡Como si eso fuera posible,
como si uno pudiera vivir en una sociedad política desentendido de esa
actividad, como si renunciar a la política no fuese también una actividad
política y por cierto de las peores, porque cede a otros sin saberlo la
capacidad de tomar decisiones sobre lo que antes o después va a afectarnos!
Dos falsas alternativas “activas” se ofrecen hoy al ciudadano idiota: es decir,
dos formas de falsear o su libertad o su universalidad sin restricciones. La
primera le ofrece ser “consumidor” en lugar de ciudadano. Pero los consumidores
no pueden ser por definición iguales, parten de capacidades adquisitivas
diferentes, unos tienen más “libertad” que otros. La segunda le invita a ser
“feligrés” en lugar de ciudadano. Es decir, comportarse ante todo o
exclusivamente como miembro de una iglesia, de una agrupación cultural o étnica,
renunciando a su universalidad democrática y anteponiendo a ella su devoción por
la secta a que obedece. A veces los propios partidos políticos – convertidos en
iglesias inquisitoriales – prefieren tener feligreses que ciudadanos en sus
filas. Es evidente que un ciudadano será inevitablemente consumidor y
a veces eventualmente feligrés: pero ninguna de estas determinaciones
circunstanciales y menores debe agotar su ciudadanía.
CONSTITUCIÓN
La
constitución es algo así como el reglamento general del juego democrático.
Leyendo su texto uno debería saber más o menos a qué atenerse respecto al tipo
de convivencia que va a conocer en su país, así como los derechos y deberes que
le corresponden (por supuesto, hará bien en rebajar un tanto las promesas
más radiantes, porque las constituciones son un poco como los folletos de las
agencias de viajes, en los que todos los paisajes fotografiados aparecen bañados
por el sol). Sin duda, la Constitución no es un texto intocable, una vaca
sagrada jurídica que nunca podremos apartar de nuestro camino aunque haya buenas
razones para ello: no es una jaula de la que ya no se puede salir una vez que se
ha entrado. Pero tampoco parece prudente someterla ante cualquier oleaje social
a cambios sucesivos, siguiendo la moda o las presiones del momento: le va bien
una cierta imperturbabilidad anticuada, como la peluca a los jueces británicos.
Y eso a pesar de la opinión de Jefferson, que proponía cambiar la Constitución
cada cinco o seis años para evitar a la nueva generación la carga de los
compromisos del pasado…
A
mi juicio la Constitución más satisfactoria es la que deja ligeramente
insatisfecho a casi todo el mundo. Si la constitución satisface plenamente a una
parte de la población, aunque sea a la mayoría, será porque ha dejado también
radicalmente frustradas a varias minorías. Después de todo, se trata de
establecer la convivencia entre intereses sociales contrapuestos, y es sano que
todos hayan tenido que ceder en sus propósitos y prerrogativas, para que nadie
olvide que no vivimos solos, que la armonía con los demás siempre se consigue al
precio de asumir alguna frustración en nuestros deseos. Ningún ciudadano está
exento de acatar la constitución, pero este respeto debe exigirse mucho más a
quienes ocupan puestos de autoridad y también a los que gozan de mayores
privilegios sociales o más reconocimiento público: si ellos, los más directos
beneficiarios de la Magna carta, no dan ejemplo de respeto a las reglas del
juego será difícil que se lo exijan a quienes padecen los aspectos menos
favorables de la sociedad.
DERECHA / IZQUIERDA
A
veces se dice que esta división tajante tiene ya poco sentido actualmente: hoy,
en casi todos los partidos mínimamente influyentes (dejemos de lado a los
lunáticos, puros, incontaminados y afortunadamente irrelevantes) se mezclan
hallazgos ideológicos de la tradición liberal, de la socialista, de la
conservadora, etc… Esta observación es en parte cierta y demuestra que los
votantes persiguen objetivos o demuestran cautelas cuando no se atienen a los
dictados de ninguna ortodoxia. Gracias a ello, por cierto, bien que mal funciona
el mundo. Pero sin embargo creo que todavía es lícito establecer un cierto
perfil político de izquierdas o derechas. Recordando siempre, desde luego, que
estos términos nunca son absolutos sino que están necesariamente
interrelacionados. Es decir la actitud de derechas en un campo sólo se entiende
tomando en cuenta a la izquierda que se le opone en ese mismo aspecto. Y ambas
mitades enfrentadas se necesitan mutuamente: para que haya izquierda o derecha
válida debe existir también su alternativa. Los derechistas que sueñan con
suprimir a la izquierda o viceversa no son políticos, sino en el mejor de los
casos maníacos y en el peor, serial killers… Es decir: partidarios de un
régimen totalitario, lo que quiere decir sin oposición admitida y
respetada. Aquellos que nos contradicen nos mantienen democráticamente
cuerdos.
Los partidos de derecha o de izquierda democráticos no se diferencian en
nuestros días por ser más o menos reaccionarios (ambos pueden serlo:
véase PROGRESISTA / REACCIONARIO) ni más o menos autoritarios, ni por su
respeto a las autoridades personales (cada cual preserva unas y persigue otras,
la derecha por razones religiosas y la izquierda por razones higiénicas), sino
sobre todo por importantes matices en sus planteamientos económicos. Digo
“matices” porque el sistema capitalista en general es el mismo, visto el fracaso
de sus alternativas colectivistas. Pero la derecha prima ante todo la iniciativa
individual sin demasiadas restricciones, la libertad empresarial y la gradual
sustitución de los servicios públicos por prestaciones privadas costeadas por
los usuarios, mientras que la izquierda favorece los derechos de los empleados,
su protección social más allá de los criterios de rentabilidad y la
redistribución de la riqueza por medio del mantenimiento y mejora de los
servicios públicos y la seguridad social. También parece que la derecha – cuya
medida de eficacia temporal es el beneficio inmediatamente calculable de quienes
viven hoy – se preocupa menos por la conservación de recursos naturales y formas
de convivencia tradicionales, mientras que la izquierda apuesta por el largo
plazo en ecología y el mantenimiento de la fraternidad aunque produzca pocas
ganancias inmediatas.
Un
último detalle, no carente de importancia para el ciudadano que quiere saber:
mientras que todos los partidos que se dicen de derechas suelen ser
fundamentalmente de derechas, algunos de los que se dicen de izquierdas lo son
sólo a ratos. Por sus obras y proyectos deberéis juzgarlos, no por sus siglas.
ESTADO
“Repito que no es el fin del Estado convertir a los hombres de seres racionales
en bestias o en autómatas, sino por el contrario que su espíritu y su cuerpo se
desenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso de la razón sin rivalizar
por el odio o el engaño, y no se hagan la guerra con ánimo injusto. El fin del
Estado es pues, verdaderamente, la libertad.”
Baruj Spinoza, Tratado teológico-político, cap. 20)
IDENTIDAD
“¿A qué se parece la luz de una vela cuando está apagada?”, se preguntó en
cierta ocasión Lewis Carroll. Y cada cual podría preguntarse, de modo semejante:
“A qué me parezco cuando estoy solo y nadie me ve…, es decir, cuando abandono
todos los papeles sociales y las máscaras útiles o prudentes con las que me
presento a los demás?”. En ambos casos, no sabemos cómo responder: la luz de la
vela apagada resulta tan importante de explicar como la identidad de la persona
que no está presente ante nadie ni en relación con nadie. Porque mi identidad no
es lo que yo soy (en mi esencia única e indescifrable) sino lo que yo parezco
ante otros, lo que represento para los demás.
Cada uno de nosotros posee múltiples identidades, o si se prefiere múltiples
claves de identidad, de acuerdo con la diversidad de actividades que
desempeñamos y las relaciones que guardamos con otros. El premio Nobel de
Economía y notable pensador social Amartya Sen lo expresó así: “Hay muchas
categorías a las que uno puede simultáneamente pertenecer. Yo puedo ser, a la
vez un asiático, un ciudadano indio, un bengalí con ancestros de Bangladesh, un
residente americano o británico, un economista, un aficionado a la filosofía, un
escritor, un varón, un feminista, un heterosexual, un defensor de los derechos
de gays y lesbianas, con un tipo de vida no religioso, de origen hinduista, un
no perteneciente a la casta brahmín, y un no creyente en una vida después de la
muerte”. Cada cual elige, en un momento y circunstancias determinadas, cuál de
todas sus identidades le parece más importante y también cuál le resulta menos
significativa o más molesta (por mucho que los demás puedan tener otra jerarquía
de intereses identitarios). Por ejemplo Calisto, el protagonista de La
Celestina, se autodefine provocativamente por el objetivo de su amor carnal:
“Melibeo soy y en Melibea creo…”. Entrará en conflicto, naturalmente, con
quienes pretendan sea ante todo un buen cristiano o un joven respetuoso de las
convenciones sociales.
Nada hay que decir en principio contra las identidades que elegimos
voluntariamente, puesto que representan el aspecto que preferimos presentar ante
los demás y lo único que se nos puede pedir es responsabilizarnos luego de las
consecuencias sociales que impliquen. Cosa mucho peor es que debamos apechugar
con la identidad prioritaria que otros decidan estampar sobre nosotros, cargada
por lo general de connotaciones negativas que no podemos rechazar: por ejemplo,
ser judío en la Alemania nazi o negro en la Alabama del Ku Klus Klan. En líneas
generales, sin embargo, hay tres tipos de identidades que no resultan creativas
y emancipadoras para los humanos aunque sean voluntariamente aceptadas, sino que
pueden convertirse en auténticos cepos o jaulas colectivas que les transforman
en monomaníacos peligrosos para sus congéneres:
¾
identidades exclusivas: las que podemos tener nosotros y nadie más que
nosotros, dejando fuera a los demás por mucho que quieran parecérsenos. Son las
que convierten rasgos biológicos (el sexo, por ejemplo) o étnicos (color de
piel, ascendencia, incluso grupo sanguíneo…) en determinantes de la pertenencia
social o de la posición jerárquica dentro de la comunidad;
¾
identidades excluyentes: las que predominan sobre las demás posibles y
borran cualquier otra. Es la de quien dice: “Yo soy ante todo…” cristiano
o musulmán, vasco o español, blanco o negro, homo o heterosexual, etc…
Pertenecer verdaderamente a cualquiera de esas categorías, para el
poseído por este tipo de patología identitaria, significa dejar de lado o
menospreciar cualquier otro aspecto del juego social;
¾
identidades reductivas: las que lo explican todo de cada cual: los de
aquí somos así, las mujeres conducen o piensan o escriben así, eso es típico de
los escoceses o de los santanderinos, los vascos o los catalanes deben
expresarse en euskera o catalán, todos los judíos son iguales, el buen cristiano
o el buen musulmán sabe cómo tiene que ser en todos los demás campos:
familiares, políticos, estéticos, deportivos y qué sé yo cuántos más. Estas
identidades son como cajas chinas o muñecas rusas: dentro de la grande vienen
todas las pequeñitas, que el interesado no tiene más remedio que aceptar con la
primera.
Por supuesto, lo peor de las identidades son los guardianes o comisarios
políticos que velan por su pureza, que vigilan a quienes las ejercen para
impedir herejías, que se las imponen como cilicios a quienes no las desean o se
las niegan perversamente a quienes pretenden reconocerse en ellas. Mientras que
algunos optimistas a ultranza sostienen que las diversas identidades, por
radicales que sean, pueden convivir, dialogar y “aliarse” entre sí, otros
autores (Amin Malouf, Amartya Sen) han prevenido contra los indudables efectos
criminógenos que tienen algunas de ellas. Sería muy deseable, sin duda, que
todas las identidades fuesen reconciliables unas con otras (lo mismo que los
hombres deberían tratarse fraternalmente, etc…), pero no debe olvidarse que el
rechazo y la condena de formas de ser diferentes constituye parte indudable de
muchas identidades, sobre todo de las más cerradas en los tres sentidos antes
indicados. Por ello es imprescindible que los estados democráticos instituyan
reglas a las que todas las identidades deban someterse a fin de que tengan
obligatoriamente que respetarse aunque no se amen; y desde luego también es
imperativo que instituyan reglas para que nadie deba someterse a una identidad
no querida, por mucho que otros traten de imponérsela familiar o étnicamente.
INMIGRACIÓN
La
antropología nos dice que el hombre es una variedad de chimpancé que logró
hacerse mucho más inteligente de lo que un mono suele ser gracias a que aprendió
a cambiar de aires, mudarse de casa y conocer mundo. Ser humano significa
emigrar: todos somos emigrantes, o hijos de emigrantes. Nuestra especie apareció
en algún lugar del este de África y desde allí emigró a los más remotos lugares
del planeta, de China a California, de Groenlandia a Patagonia, sin olvidar toda
Europa. Los autóctonos que se enorgullecen de que nunca se han movido de su
territorio y que permanecen allí siglo tras siglo (véase
NACIONALISMO), mientras los demás vienen y van, no demuestran ninguna
superioridad sobre los más viajeros, sino bestial nostalgia de su pasado
antropoide. Si no fuésemos por naturaleza emigrantes ni seríamos realmente
humanos ni quizá valdría la pena eso que llamamos “humanidad”.
¿Cómo debemos recibir hoy a los emigrantes? Como a semejantes que nos hacen el
inmenso favor de recordarnos en qué consiste nuestra humanidad. El griego
Plutarco escribió que gracias a esos extranjeros accidentales nuestra alma
comprende lo que es – forastera sin remedio, por esencia – y lo que debe
esperar, es decir, hospitalidad, ya que todos hemos pasado por el mismo
trance de hallarnos desvalidos en lo desconocido: “Nacer es siempre llegar a un
país extranjero”. Sin duda actualmente la llegada masiva de inmigrantes puede
causar algunos trastornos en los países más afortunados. Dado que los medios de
comunicación difunden irremediablemente cómo se vive donde se vive mejor, es
también irremediable que muchos desfavorecidos de otras latitudes vengan a
intentar suerte entre nosotros. Siempre ha habido emigrantes y no va a disminuir
su número precisamente en el siglo en que es más fácil informarse de las
condiciones sociales reinantes en otros lugares y cuando hay más medios de
transporte…
Por lo común, lo que quieren quienes emigran hacia nosotros es huir de la
miseria incluso aunque apenas conozcan las ventajas de nuestra relativa
prosperidad: no es la luz lo que les atrae, sino la sombra de la que escapan lo
que les empuja. Naturalmente, si mejorasen las condiciones de vida en su país de
origen habría muchos que preferirían quedarse en su tierra. Por tanto, ayudar al
desarrollo de los países de fuerte emigración es una política sensata para
regular esos flujos: no parece prudente ni decente proclamar a los cuatro
vientos nuestra solidaridad con los desfavorecidos y a la vez fomentar una
política proteccionista que prive de mercados a las materias primas que son el
único recurso en bastantes de esas latitudes. Pero no se trata solamente de un
problema económico: lo malo es que en muchas naciones no existe un Estado
auténtico que garantice el reparto mínimamente equilibrado de las riquezas
nacionales y los derechos que permiten disfrutarlas con cierta seguridad de
futuro. Los emigrantes que llegan a nuestros países buscan, aún más que sustento
o trabajo, la posibilidad de acceder a la ciudadanía (véase
CIUDADANÍA). Quienes entre nosotros desconfían de la palabra o minimizan su
alcance revolucionario deberían preguntarles a esos desterrados lo que
verdaderamente significa…
Es
evidente que el reconocimiento como derecho y aun la celebración humanista de la
inmigración (sobre todo en un país mucho más de emigrantes que de
“conquistadores” como el nuestro) no impide preocuparse por su regulación: es
preciso evitar un descontrol falsamente generoso que sólo favorece a los
traficantes de carne humana, a quienes buscan mano de obra a precio esclavista y
a los agitadores xenófobos ultranacionalistas. Sin duda es un prejuicio el de
quienes asimilan “inmigración” a “delincuente”, pero fundado en el triste
destino de muchos sin papeles a los que se entrega a las mafias por falta de
protección laboral (otro caso es el de los delincuentes extranjeros que vienen a
buscar en nuestro país campo abonado para sus fechorías: los hay, sin duda, y en
abundancia, pero no son inmigrantes en modo alguno sino invasores).
¿Pueden exigirse a los inmigrantes ciertos requisitos para su integración en
nuestro pais? Sin lugar a dudas. En primer lugar, no que renuncien a todos los
aspectos relevantes de su cultura de origen (de la que huyen), sino sólo a
aquellos que contradicen los principios constitucionales y los derechos humanos
fundamentales vigentes en el país de acogida. Tienen naturalmente derecho – y es
una de las riquezas que nos aportan – a exteriorizar y compartir su folclore, su
gastronomía, sus formas de piedad etc…, es decir, a recrear fórmulas de
existencia comunitarias en la medida en que sean compatibles con el ordenamiento
de nuestro Estado de Derecho. Pero no a imponerlas en aquellos aspectos que
chocan con las libertades democráticas. También nuestros países tuvieron en el
pasado formas tradicionales de vida (jerárquicas, teocráticas…) que fueron
abolidas por los procesos revolucionarios de la modernidad. Sería absurdo que
ahora las acogiésemos de nuevo y venerásemos como fetiches intangibles de
importación. Lo ha expresado bien Tzvetan Todorov: “Pertenecer a una comunidad
es, ciertamente, un derecho del individuo pero en modo alguno un deber; las
comunidades son bienvenidas en el seno de la democracia, pero sólo a condición
de que no engendren desigualdades e intolerancia” (véase
TOLERANCIA).
LAICISMO
El
laicismo no es en modo alguno una actitud antirreligiosa sino estrictamente
evangélica: dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.
Consiste en resguardar las instituciones y leyes civiles de la férula religiosa.
Vivir en una sociedad laica significa que a nadie se le puede impedir practicar
una religión ni a nadie se le puede imponer ninguna. O sea, que la religión
(incluida la actitud religiosa que niega y combate las doctrinas religiosas en
nombre de la verdad, la ciencia, la historia, etc…) es un derecho de cada cual,
pero nunca un deber de nadie y mucho menos de la colectividad. Las jerarquías
eclesiásticas – ninguna, nunca – no tienen derecho a convertirse en una especie
de tribunal general de última instancia que decida lo que es moral e inmoral en
la sociedad, lo que debe ser legal o lo que ha de ser prohibido, quién es digno
de gobernar y quién debe ser éticamente repudiado. Las autoridades religiosas no
son autoridades morales ni legales: pueden establecer lo que es pecado para sus
feligreses, no lo que ha de ser delito para todos los ciudadanos ni indecente
para el común del público.
La
religión de cada cual es un asunto privado que en ocasiones puede ser
exteriorizado públicamente - procesiones, misas…- , pero siempre a título
privado. En resumen: en la sociedad democrática hay católicos, protestantes,
musulmanes o judíos, pero la sociedad misma no está adscrita a ninguna de estas
confesiones ni a su negación. Y si esto es el laicismo… ¿qué es la laicidad?
Pues la laicidad, llamada a veces un poco más grotescamente “la sana laicidad”
como si el que discrepase de los dogmáticos estuviera enfermo, no es más que el
nombre que ciertos clérigos han decidido otorgar a la dosis máxima de laicismo
que están dispuestos a soportar… y que suele quedar notablemente por debajo de
lo que la sociedad democrática requiere.
El
laicismo no es una opción institucional entre otras: es tan inseparable de la
democracia como el sufragio universal.
NACIONALISMO
En
el terreno político hay ideas que siempre fueron malas, ayer y hoy, como el
racismo, la xenofobia, la teocracia, la esclavitud (explícita o encubierta);
otras nacieron aceptables pero han ido empeorando a lo largo de los años, como
el nacionalismo. En sus comienzos, en el siglo XVIII, el nacionalismo pretendió
sustituir la genealogía sagrada de los monarcas por la genealogía no menos sacra
del pueblo soberano: era un mito, pero que pretendía remediar otro aún más
nefasto. Más tarde, en contextos coloniales, la ideología nacionalista sirvió
para alentar movimientos de independencia en América y en otros continentes. Sin
embargo, ya a finales del XIX y desde luego en el XX, el nacionalismo se
convirtió en el instrumento de oligarquías reaccionarias que se sentían
amenazadas por la inmigración laboral que la industrialización imponía (caso del
primer nacionalismo vasco o catalán) o de movimientos totalitarios agresivos de
sesgo ultraderechista (en Italia, en Alemania, en la España de Franco…).
Actualmente los nacionalismos estatales dificultan seriamente la posibilidad de
una unión europea efectiva y los nacionalismos separatistas comprometen los
estados de derecho con reivindicaciones basadas en una supuesta identidad étnica
que debe prevalecer sobre los inevitables mestizajes de la modernidad. Parecen
empeñados en confirmar lo que escribió en su obra sobre esta cuestión Christian
J. Jäggi: “Una nación…es un grupo de hombres que se han unido merced a un error
común en lo concerniente a su origen y una inclinación gregaria contra sus
vecinos”.
Son estos últimos nacionalismos disgregadores los que más pueden preocuparnos
hoy en la España democrática. Su ideario, que se basa en una historia
convertida en hagiografía, intenta “naturalizar” la siempre artificial comunidad
humana. Lo que cuenta para ellos es ser autóctonos, no ser ciudadanos: importa
“lo de aquí” - determinado según el criterio de unos cuantos expertos
simplificadores – como fuente de derechos y deberes. Por lo común, confunden
interesadamente cultura y política, queriendo convertir por ejemplo la lengua
regional en base de un nuevo sujeto político (hay varios miles de lenguas en el
mundo y poco más de doscientos estados), desconociendo que todos los estados
modernos se fraguan a partir de tradiciones culturales diversas reunidas en un
proyecto político común. En una democracia lo importante no es de dónde se viene
(todos los demócratas somos en el fondo inmigrantes, recién llegados a la
comunidad de los desarraigados que quieren futuro compartido), sino el
acatamiento de leyes igualitarias a partir de las cuales se quiere avanzar junto
a los demás. Los nacionalistas convierten a gran parte de sus conciudadanos en
extranjeros en su propia tierra, al no reconocerles como “auténticos” nativos
según la definición del “buen vasco”, “buen catalán” o “buen español” que ellos
quieren imponer. En último término, esta actitud implica la negación de la
propia ciudadanía. Como ha dicho muy bien Jürgen Habermas: “La nación de ciudadanos
encuentra su identidad, no en la comunidad étnico-cultural, sino en la práctica
de los ciudadanos que ejercen activamente sus derechos de comunicación y
participación”.
Por supuesto, la mayoría de los nacionalistas no desean tanto llevar a cabo de
una vez la difícil aventura de la independencia como amenazar permanentemente
con independizarse al conjunto del país para obtener beneficios a costa del
resto de los contribuyentes. En realidad, se trata de un movimiento político
profunda e inequívocamente reaccionario, que pretende sobreponer los derechos
eternos de los territorios a los de quienes los habitan… sobre todo si llegaron
después. De ahí que resulte sorprendente que en España aún haya quien considere
a los partidos nacionalistas – cualquiera que sea su signo – como movimientos
políticos de izquierdas (o por lo menos más izquierdistas que quienes se les
oponen en nombre de la unidad del Estado de Derecho). La verdad es que una
persona de izquierdas puede simpatizar con el nacionalismo, desde luego, pero
sólo como un cura puede ser ateo: contradiciéndose.
OPINIÓN PÚBLICA / OPINIÓN PERSONAL
Los medios de comunicación son un elemento indispensable en el ejercicio de la
ciudadanía democrática. Configuran el espacio público en el que los ciudadanos
se encuentran virtualmente, reciben (o dan) informaciones y se enteran de
chismes o rumores, asisten a polémicas y conocen las propuestas de los líderes
políticos. Lo que en la democracia ateniense fue el ágora, la plaza pública a la
que se iba para ver y escuchar a los demás, lo constituyen hoy los periódicos
impresos, las televisiones, las radios, los blogs y todo el abigarrado complejo
de Internet.
No
hay medios de comunicación perfectamente neutrales y objetivos. Puede que no sea
imposible informar o comentar la realidad sin tomar partido, pero desde luego es
imposible hacerlo sin asumir un punto de vista entre otros posibles. Si varias
personas reunidas en la misma habitación deben contar a los demás lo que ven por
la ventana, es casi seguro que cada una de ellas destacará unos sucesos o rasgos
del paisaje y pasará por alto otros, de acuerdo con sus intereses, su educación,
sus gustos estéticos o sus valores morales. Para dar cuenta (a los demás)
de lo que pasa o lo que hay a la vista es preciso primero darse cuenta
(uno mismo) de cómo están las cosas: y solo nos damos cuenta de lo que
preferimos, de lo que nos resulta relevante de acuerdo con lo que somos y
buscamos. Muchas veces, al informar a otros de lo que consideramos importante
les damos más noticias sobre nosotros mismos que sobre la realidad. Y ello
dejando aparte la voluntad de engañar o de manipular al prójimo (incluso de
“orientarle” por su bien), que casi nunca están del todo ausentes en los grandes
medios informativos.
Por todo eso es necesario aprender a buscar y contrastar críticamente la
información que necesitamos (debería haber una asignatura escolar que enseñase a
leer periódicos, ver la televisión, escuchar la radio o manejar las fuentes de
Internet). Nunca es suficiente una sola agencia de noticias impresas o
audiovisuales, por fiable que nos resulte. También debemos aprender a examinar
los motivos por los que aceptamos con más facilidad o menor examen ciertos datos
o puntos de vista frente a otros (es casi inevitable tener prejuicios, pero no
vienen mal hacer de vez en cuando examen de conciencia y procurar conocerlos
para que no nos dominen del todo). El objetivo no es – no debe ser – conseguir
una “opinión pública” sólida, sino mejor una “opinión personal” suficientemente
fundada y argumentada. Hannah Arendt distinguió bien entre ambas cosas: la
llamada “opinión pública” tiene siempre algo de avasallador y hasta totalizante
(una vez decretada, los ciudadanos tienen miedo de discrepar de ella y la
aceptan como un automatismo más de sus vidas), en cambio la “opinión personal”
es la señal distintiva del ciudadano maduro, es decir, de quien lucha contra la
ignorancia que coarta nuestra libertad. Por supuesto, esa opinión personal no
tiene que ser forzosamente discrepante ni opuesta a la general (los que siempre
opinan llevando la contraria a la mayoría se equivocan tanto como los más
conformistas): lo importante es cómo llega uno a formar su opinión, no la
“originalidad” de ésta. Es decir, lo que vale es procurar llegar a saber por
cuenta propia para poder pensar mejor, no acumular saberes ajenos acríticamente
aceptados que nos dispensen de la tarea de pensar por nosotros mismos.
PARLAMENTO
En
más de una ocasión se ha dicho que un parlamento democrático es algo semejante a
la representación teatral – y por tanto incruenta – de una guerra civil. Lo
propio del parlamento es el debate, la polémica, la crítica sin contemplaciones,
el sarcasmo, incluso en ocasiones los malos modos, porque allí se enfrentan
intereses sociales contrapuestos y visiones diferentes de lo que puede ser mejor
para la comunidad. La unanimidad en ese foro es sospechosa de falta de libertad,
salvo cuando se refiere a cuestiones esenciales del mantenimiento del sistema
democrático mismo (respecto a los cuales, en efecto, el margen de libertad es
bastante reducido). Claro que también debería ser el espacio público en que se
demostrase con toda nobleza la disposición esencialmente democrática de la
persona educada para convivir, es decir, la de resultar tan capaz de ser
persuadido como de persuadir. ¡Qué magnífico sería escuchar a un parlamentario,
dirigiéndose a su adversario: “Me ha convencido usted. Cambio el sentido de mi
voto”! Pero supongo que la civilización (y la disciplina de partido, ese espejo
de maniqueísmo detestable) aún no ha llegado a tanto…
A
veces se oyen en los medios de comunicación y en boca de los políticos
recomendaciones de “diálogo” (por lo general para ser mantenido con
organizaciones terroristas que entienden el diálogo como respuesta cortés a las
amenazas) y se asegura que con diálogo se pueden resolver todos los problemas.
Evidentemente, elogiar el diálogo en un régimen parlamentario es como cantar
alabanzas de la natación a los peces. También es obvio que el diálogo no puede
resolver todas las dificultades políticas porque precisamente hay problemas
causados por quienes no quieren dialogar sino intimidar e imponer. Por lo común,
se confunde “dialogar” con “negociar”. El diálogo es igualitario y amistoso,
basado en el intercambio de ideas y en la persuasión; en cambio, la negociación
se mantiene con adversarios, competidores o enemigos y se basa en el “¿qué me
das tú para que yo te dé?” y en el “si tú no me haces daño, yo no te lo haré a
ti”. Poco que ver lo uno con lo otro, desde luego. Es evidente que el Estado de
Derecho no puede “dialogar” con terroristas, porque no están en su mismo plano
político ni moral; ni siquiera puede “negociar” con ellos, salvo que asuman su
renuncia definitiva a la violencia y abandonen el chantaje que practican contra
la ciudadanía.. Negarse a tales remedos de parlamentarismo supone precisamente
mantenerse fiel a lo que significa la libertad parlamentaria de expresión.
Por supuesto, es evidente que en sede parlamentaria no debe haber representantes
de ningún partido que apoye la lucha armada o no la repudie claramente, es
decir, gente que a la vez goce de los beneficios de la representación incruenta
de la guerra civil de baja intensidad contra sus adversarios ideológicos. Tal es
el sentido en España de la Ley de Partidos, que algunos se obstinan en no
entender como democrática. Dicen éstos que las ideas no delinquen y que todas
deberían estar representadas en las Cortes. Falso. Ciertas ideas (la
inferioridad de unas razas o sexos frente al resto, por ejemplo, la licitud de
la falsedad en documentos públicos o la “comprensión” de la lucha armada para
defender proyectos políticos que sin tal coacción obtendrían poco respaldo
público) no son ni legales ni aceptables en el debate institucional
democrático. Quien no comprende esto no entiende de la misa la media (o sólo
media misa, la que a él le beneficia) del juego parlamentario… y ello aunque sea
catedrático de Derecho Constitucional. Los ciudadanos con entendimiento propio
harán bien en no dejarse influenciar por tales cantos desafinados de sirena al
respaldar sus opciones políticas.
PATERNALISMO
¿Qué es el paternalismo? El vicio de los gobiernos y de las autoridades publicas
de empeñarse en salvar a los ciudadanos del peligro que representan para sí
mismos. Ser política, social y humanamente autónomo – es decir, ciudadano de
pleno derecho – significa tener autonomía para hacer aquello que otros
desaprueban o condenan – a veces con buenas razones – siempre que no cause
perjuicios directos a los demás en su integridad física, en su propiedad o en
sus libertades. Y también supone poder seguir comportamientos que uno mismo
lamente amargamente después. Pero los Estados suelen ofrecerse solícitamente
para dispensar a los ciudadanos de la pesada carga de su autonomía. Su lema es
“Yo te guiaré: confía en mí y te diré lo que debes comer y beber, lo que debes
leer, los programas de televisión o las películas que debes ver, cuánto debes
gastar en el juego, que debes hacer con tu cuerpo, etc.”. Por supuesto,
semejante solicitud no es del todo inocente. Por ejemplo, la persecución de
ciertos hábitos que llevados al abuso son malos para la salud (drogas, tabaco,
etc.) proviene sobre todo del interés estatal por ahorrarse los gastos médicos
de aquellos que así se perjudican voluntariamente. Y a veces tales prohibiciones
causan daños mayores que los que tratan de prevenir: la cruzada contra las
drogas, por ejemplo, no ha logrado erradicarlas sino sólo que se conviertan en
un enorme negocio internacional – como lo fue durante la llamada “Ley Seca” en
Estados Unidos el tráfico de alcohol – y que provoquen los daños de la
adulteración, el gangsterismo, la corrupción de menores para captar nuevos
clientes, etc…
Es
evidente que los niños necesitan la tutela educativa de sus mayores y que no
nacen libres desde la cuna sino que tienen que aprender responsablemente a
serlo. Pero los ciudadanos nunca deben ser tratados como menores de edad,
incapaces de orientar sus vidas por sí mismos, ni considerados como marionetas
de la publicidad o las tentaciones invencibles. Es mejor equivocarse
autónomamente que acertar comportándose a la fuerza como establecen quienes
pretenden saber lo que es mejor para nosotros que nosotros mismos. El Estado debe ayudar, informar y educar, desde luego, pero siempre para
garantizar las libertades públicas y las privadas, no para cortocircuitarlas en
aras de “lo mejor para todos”, establecido según el criterio de unos cuantos. No
es verdad aquello de “Quien bien te quiere te hará llorar”: los que mejor nos
quieren respetan nuestra libertad y no nos impiden hacer ni siquiera eso que
luego lamentaremos, aunque después nos ayuden – si así se lo pedimos – a
enmendar nuestros errores voluntarios y corregir nuestro camino. Los ciudadanos
no son polluelos ni el Estado una gallina clueca: el primer deber de una
educación cívica es establecer este punto e ilustrarlo paso a paso del mejor
modo posible.
“Cualquiera que sea la teoría que adoptemos sobre el fundamento de la unión
social, y sean cualesquiera las instituciones bajo las que vivamos, hay
alrededor de cada ser humano considerado individualmente un círculo en el que no
debe permitirse que penetre ningún gobierno, sea de una persona, de unas cuantas
o de muchas; hay una parte de la vida de toda persona que ha llegado a la edad
de la discreción en la que la individualidad de esa persona debe reinar sin
control de ninguna clase, ya sea de otro individuo o de la colectividad. Nadie
que profese el más pequeño respeto por la libertad o la dignidad humana pondrá
en duda que hay o debe haber en la existencia de todo ser humano un espacio que
debe ser sagrado para toda intrusión autoritaria; la cuestión está en fijar
dónde debe ponerse el límite de ese espacio, cuán grande debe ser el sector de
la vida humana que debe incluir ese territorio reservado. Entiendo que debe
incluir toda aquella parte que afecta sólo a la vida del individuo, ya sea
interior, ya sea exterior, y que no afecta a los intereses de los demás o sólo
los afecta a través de la influencia moral del ejemplo. Por lo que respecta al
dominio de la íntima conciencia, a los pensamientos y sentimientos y toda
aquella parte de la conducta exterior que es sólo personal y no entraña
consecuencias para los demás, sostengo que a todos debe estar permitido, y para
los más cultivados y reflexivos debe ser con frecuencia un deber, afirmar y
divulgar, con toda fuerza de que son capaces, su opinión sobre lo que es bueno o
malo, admirable o despreciable, pero sin obligar a los demás a aceptar esa
opinión, “tanto si la fuerza que se emplea es la de la coacción extralegal, como
si se ejerce por medio de la ley” (John Stuart Mill, Principios de economía
política).
PAZ
La
paz es la renuncia de los ciudadanos y de los países a utilizar la violencia
unos contra otros y la decisión explícita de someterse a leyes comunes.
Naturalmente es un gran bien social que posibilita ahondar en la humanización
creadora de las sociedades. Los hombres buscamos la paz porque en ella nos
sentimos más libres, es decir, más autónomos al estar menos amenazados. Por eso
es imposible comprar la paz a costa de la libertad: queremos aquélla para
garantizar ésta, no como un valor alternativo. Si nuestras libertades se ven
comprometidas por los violentos, el amor a la paz se demostrará luchando contra
ellos hasta someterlos a la ley común y no cediendo a sus imposiciones. No es
cierto que la peor paz sea mejor que la mejor guerra: hay guerras llenas de
esperanza y paces desesperadas…
No
debe confundirse la paz con la tranquilidad. Durante la dictadura franquista, la
mayoría de los españoles - no les llamo “ciudadanos” porque entonces aún no les
dejaban serlo – vivían bastante tranquilos pero no en paz, porque carecían de
libertades públicas. A fin de cuentas, aún padecían los efectos de la guerra
civil, que no acabó realmente hasta la transición a la democracia. Los enemigos
de la paz suelen ofrecer tranquilidad en su lugar, como quien da gato por
liebre. Aconsejan con tono mesurado y sensato que cada cual se dedique a sus
asuntos, haga buenos negocios y se pliegue ante los caprichos de los más
fuertes. Total a ti… ¿qué más te da? En El Paraíso perdido, el poeta John
Milton pone algo parecido en boca del peor de los demonios:
Así Belial departió con palabrasvestidas con ropajes de razón,aconsejando un
innoble descanso y apacible pereza; pero no paz.
(Libro II, vv. 223-228)
POLÍTICOS
En
una democracia, políticos somos todos. Los que en un momento dado ocupan puestos
de gobierno o de administración no son extraterrestres venidos de otra galaxia
para fastidiarnos (¡o conducirnos hacia la luz!), sino sencillamente nuestros
mandados, es decir: aquellos a los que nosotros, los ciudadanos votantes, les
hemos mandado mandar. En el caso de que no desempeñen bien su función, debemos
plantearnos si nosostros hemos desempeñado bien la nuestra al elegirles para el
cargo. No tiene demasiado sentido que perdamos el tiempo despotricando y
pataleando contra ellos, como si fuesen una fuerza de la naturaleza de efectos
quizá deplorables, pero contra la que no hay remedio. Porque sí lo hay: podemos
revocar su mandato, elegir a otros en su lugar o incluso ofrecernos nosotros si
creemos que podemos hacerlo mejor que ellos.
Lo
importante es no olvidar nunca que nadie ha nacido para mandar siempre
(ni por supuesto nadie nace para obedecer o servir sin excusa ni tregua, aunque
haya quien crea que los demás vienen al mundo con una silla de montar en la
espalda para que ellos se suban, como dijo Thomas Jefferson). Uno de los mayores
peligros de las democracias es que se configure una casta de “especialistas en
mandar”, o sea, políticos profesionales (normalmente sin competencia en ninguna
otra profesión) que se conviertan en eternos candidatos de los partidos a ocupar
los cargos electivos. Por lo común alcanzan esa posición gracias a la pereza o
el desinterés del resto de los ciudadanos, que dimiten del ejercicio continuo de
su función política y de su vigilancia sobre quienes gobiernan. Hay que luchar
contra esa “especialización” dañina y engañosa, abriendo las listas de los
partidos o incluso fundando otros nuevos que sirvan como alternativa a los ya
existentes. Aunque tal cosa suponga tomarse ciertas molestias… (recordemos, a
este respecto, el epitafio de Willy Brandt, el que fue canciller socialista de
la Alemania federal: “Se tomó la molestia”).
Desde luego, un político en ejercicio que cumple debidamente su tarea es un
auténtico regalo de los dioses. Y conviene resaltar debidamente el mérito de su
tarea y agradecer sus servicios. Es como un chófer que nos lleva no a donde él
quiere a cada momento, sino a donde entre todos hemos acordado ir: y si conduce
bien, si se sabe el camino o incluso encuentra atajos respetables, nos ahorra el
fastidio de tener que estar dándole indicaciones durante todo el trayecto y así
podemos dedicarnos de vez en cuando a leer una novela o a contemplar el paisaje.
Pero conviene no descuidarnos nunca demasiado, por si en un mal momento da una
cabezada y se sale de la carretera…
PROGRESISTA / REACCIONARIO
Progreso, dice el diccionario de la Real Academia, es ir hacia delante. En
política – digo yo - , avanzar hacia algo mejor que lo que hay. Es mejor lo que
permite en la sociedad mayor libertad y más justicia. O sea, cuanto refuerza la
capacidad de elegir de las personas y sus posibilidades de orientar la vida del
modo que prefieran… aun a riesgo de equivocarse. No olvidemos que poder
equivocarnos libremente es el más arriesgado de nuestros privilegios, pero no
por ello deja de ser un privilegio.
Los dos grandes obstáculos para el progreso son la miseria y la ignorancia.
Nadie puede ser libre en la miseria, que es la mayor de las injusticias en
sociedades razonablemente prósperas. En la naturaleza nuestras carencias suelen
deberse al azar, pero en la sociedad ninguna pobreza es casual o inevitable. No
todo el mundo puede quizá ser rico – porque no todo el mundo aprecia el mismo
tipo de riquezas, afortunadamente – pero nadie debe verse obligado a ser pobre,
ni siquiera por culpa de sus muchos pecados. En cuanto a la ignorancia, baste
con decir que nadie será capaz de avanzar hacia lo mejor si no sabe qué es lo
mejor para él y para los otros. Las grandes desigualdades de nuestro siglo son
las que separan a quienes saben y tienen acceso educativo a las fuentes del
conocimiento de quienes necesitan la tutela informativa de los demás toda la
vida.
De
modo que son progresistas quienes luchan contra la miseria y la ignorancia,
reaccionarios quienes la favorecen por cualquier razón. Es un asunto que poco
tiene que ver con la división tradicional en derecha e izquierda. Se puede ser
reaccionario de derechas cuando se considera que la miseria es consecuencia
inevitable del mercado – que premia a los mejores y castiga a los vagos o torpes
- , así como la ignorancia proviene de que ciertas personas no merecen ser
educadas tanto como las demás. Pero también se puede ser reaccionario de
izquierdas, cuando llega a creerse que luchar contra la miseria es eliminar a
los ricos en lugar de suprimir a los pobres o que evitar la ignorancia es
enseñar a pensar en la unanimidad colectiva y no en la disidencia individual. No
olvidemos que en España todavía hay admiradores de Fidel Castro o de los tiranos
de Corea del Norte dando lecciones gratuitas de “progresismo” a los bobos que
les escuchan… Sobre todo, lo importante es dejar claro que el progreso no se
debe a ningún mecanismo providencial de la historia, como creyeron algunos
optimistas ilustrados (Condorcet fue el más ilustre de ellos), sino que necesita
nuestro esfuerzo consciente, nuestra capacidad de luchar contra lo peor para que
advenga lo mejor. Y que en todo momento puede haber retrocesos y
desfallecimientos: ninguna conquista de la civilización es inamovible, todas
pueden ser derogadas por renovadas tiranías o caer en el olvido de la incuria.
Ser progresista no es dejarse llevar por el supuesto piloto automático del
progreso – no todo lo nuevo es progresista, ni mucho menos - , sino estar
dispuesto a combatir contra las peores novedades e incluso recuperar riquezas
sociales perdidas, mientras se busca el mejor camino del futuro. Progresar es
tanto innovar como conservar lo conseguido.
PUEBLO
Este término suele ser empleado a menudo como sinónimo del conjunto de los
ciudadanos de un país, casi siempre con intención encomiástica – el pueblo
siempre es noble, nunca se equivoca, etcétera – y frecuentemente algo cursi
(algo así como llamar corcel a un caballo). Pero también lo utilizan a veces
nacionalistas y colectivistas de vario pelaje para nombrar a una entidad
superior y eterna que se opone a cada uno de los ciudadanos de carne y hueso,
una especie de diosecillo político que siempre tiene razón por encima de ellos y
contra ellos: lo importante es lo que quiera el Pueblo (es decir, lo que dicen
que quiere los que hablan en su nombre), más allá de lo que efectivamente quiere
cada cual. Por lo general, este tipo de “pueblo” siempre apoya sus demandas en
las raíces y en el pasado: en cambio, los ciudadanos son desarraigados (de la
tradición y sus legendarias genealogías) en busca de un futuro nuevo y común.
SECTARISMO
El
sectarismo quiere que los suyos salgan adelante a toda costa, aunque el conjunto
del país sufra en su armonía o incluso corra peligro de desmoronarse. En su
hemiplejía partidista valora las instituciones, no en cuanto garantías para que
todos puedan jugar limpiamente, sino sólo en la medida que se presten a ser
utilizadas al servicio de su propia ideología: lo que no me sirve para ganar
debe ser desprestigiado e inutilizado. Forma parte de la democracia que haya
diversas actitudes o partidos en liza y que cada cual colabore con quienes mejor
defiendan lo que considera adecuado: pero no que se pierda de vista que nadie
tiene absolutamente la razón y que frente a ciertas cuestiones esenciales es
imprescindible buscar la colaboración con el adversario antes que imponerse,
caiga quien caiga, a él. De modo que es importante enseñar desde la escuela a
quienes pronto van a ser ciudadanos de pleno derecho, antes de que corrompan su
juicio los maniqueísmos de sus mayores, el verdadero significado en busca de un
bien común que tienen los mecanismos democráticos y el sentido de la separación
de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Sobre todo prevenirlos, antes
de que por influencia del ambiente envenenado los padezcan, contra los dos
peores y más frecuentes sectarismos de nuestro espectro político: el
clericalismo, por lo general apoyado electoralmente por la derecha, y el
nacionalismo, apoyado también por lo general electoralmente por la izquierda.
Luego puede ser ya demasiado tarde.
SEPARACIÓN DE PODERES
La
ventaja política de la democracia sobre los demás sistemas de gobierno no
consiste en que los dirigentes elegidos democráticamente sean siempre mejores
que los demás, sino en que mandan menos. Es decir, que nunca mandan en
solitario y sin cortapisa posible porque tienen su poder limitado por otros
poderes no menos legítimos que pueden obstaculizar o incluso frenar sus
decisiones. La democracia es el sistema político que institucionaliza la
desconfianza en los líderes y la vigilancia sobre ellos por distintos medios. El
más importante de todos es la separación de los poderes ejecutivo (gobierno),
legislativo (parlamento) y judicial, cuyo primer teorizador fue Montesquieu en
el siglo XVIII. Cada una de estas instancias tiene su función propia, pero las
dos últimas pueden y en muchos casos deben funcionar como cortapisas de la
primera. Y en teoría la tercera, el poder judicial, no tiene como función
decidir el camino a seguir por la comunidad ni decretar las normas a las que
todos deben atenerse, sino simplemente aplicar imparcialmente el reglamento del
juego democrático. Es decir ejercer como árbitros.
Algunos son muy críticos con los jueces, diciendo que es el único de los tres
poderes no sometido a elección democrática sino a cooptación profesional. Pero
también es cierto que los jueces son los únicos que deben poseer una preparación
específica para su cargo, lo que no ocurre con los gobernantes ni con los
parlamentarios. Es decir, cualquiera puede ser ministro o miembro del parlamento
(o votante en las elecciones generales, si vamos a eso), pero hacen falta
determinados estudios y pruebas para llegar a ser juez. Por supuesto, este
profesionalismo no garantiza su imparcialidad, pero en principio debería
garantizar una vía distinta que la meramente ideológica para llegar al puesto.
Sin duda los jueces tendrán cada cual su propia forma de pensar y también su
carácter, con los vicios propios de la humanidad: vanidad, venalidad, ambición y
todos los demás. Son seres humanos no mejores que los demás, pero tampoco
peores: y es preciso recordar que los humanos estamos siempre en manos de
nuestros semejantes, para bien y para mal.
Uno de los males indudable de muchas democracias – entre ellas la española – es
que los cargos de las más altas instancias judiciales dependen a fin de cuentas
de imposiciones o pactos fruto del reparto parlamentario de escaños: en el
Tribunal Supremo o en el Tribunal Constitucional los miembros han sido
propuestos por los diferentes partidos y se muestran generalmente sumisos a su
viciado origen, es decir, los que vienen propuestos por las izquierdas apoyan lo
que desean las izquierdas y los que son deudores de la derecha se comportan como
la derecha quiere. Un escándalo… aceptado como lo más normal del mundo. ¡La
independencia de los jueces es de tal calaña que se sabe lo que van a decidir en
cada caso antes de que se pronuncien! Y para colmo, en España, el ejecutivo
tiene la atribución de nombrar al Fiscal General, lo cual – dada la habitual
docilidad de los designados para este puesto, tanto por los gobiernos de
derechas como de izquierdas – se convierte en una forma de manipular las
iniciativas del poder judicial. Si alguna reforma institucional es necesaria en
nuestro país, será sin duda la que corrija en la medid de lo posible esta
esclavización de lo judicial a lo legislativo y ejecutivo. Y ello a pesar de que
los políticos no dejen de decir que los jueces no deben meterse en política…,
sobre todo cuando contrarían alguna de las políticas por ellos propuestas.
En
una palabra: sin árbitros, no hay juego posible. Y en el juego democrático, para
gran parte de las cuestiones esenciales, los jueces son los árbitros necesarios.
Lo difícil es instrumentar las medidas a fin de que sea lo más difícil posible
“comprarlos” ideológicamente…
TERRORISMO
El
terrorismo es un fenómeno antiguo (quizá lo inventaron los venecianos
renacentistas, que eran capaces de enviar asesinos a sueldo para liquidar a
competidores comerciales peligrosos en lugares tan remotos entonces como
Holanda), pero que ha adquirido en la actualidad una relevancia y un peligro
inéditos. El método terrorista consiste en atacar a ciudadanos – de forma
particular, sin declaración de guerra estatal ni rendir cuentas a autoridades
internacionales – a fin de intimidar a una población e imponer cambios en su
actitud política, económica, religiosa o social. Insisto en este punto: el
terrorismo es un método de coacción o castigo a la ciudadanía, no una
ideología. Puede haber terrorismo al servicio de las causas más diversas, de
derechas o de izquierdas, religioso o laico… En resumen, no se trata de una
forma de pensar sino de una forma de actuar. Por ello es inútil y ridículo
combatirlo como si se tratara de una ideología única, homogénea, localizado en
un territorio determinado.
Los terroristas coinciden en tomar como rehenes a los ciudadanos, ejecutarlos de
manera individual o indiscriminada y chantajear de ese modo al resto de la
comunidad. Todo terrorismo implica un chantaje: dame lo que te pido o atente a
las consecuencias. Por supuesto, a veces lo solicitado es tan absurdo o
grandioso que apenas puede ser visto como una reivindicación inteligible
(“¡Convertíos todos al Islam!”, por ejemplo). Pero la vocación chantajista
siempre está presente: de ahí que sea muy importante saber que las concesiones
al terrorismo nunca son prudentes, que siempre lo confirman en su método y lo
alientan como instrumento de coacción…
La
gran artimaña de los terroristas es esconderse entre la propia población civil a
la que amenazan. De modo que si la represión policial o militar contra ellos no
es cuidadosa puede causar daños a inocentes y muchos se volverán contra las
mismas autoridades que intentan protegerles, alentados por insidias de los
amigos de los terroristas o de bienintencionados imbéciles de esos que nunca
faltan. La tentación del gobierno puede ser entonces recurrir a métodos ilegales
o incluso a cometer actos de terrorismo antiterrorista…, lo que supone un primer
triunfo desmoralizador de los delincuentes. Por otro lado, si la intimidación
terrorista se prolonga, terminará por haber gente que empiece a considerar
razonable ceder ante ella para “evitar más víctimas”. La secuencia la describió
bien García Márquez en su reportaje sobre un secuestro llevado a cabo por
terroristas colombianos: a la primera bomba terrorista que estalla, matando a
ciudadanos comunes y corrientes, la indignada ciudadanía pide mano dura, pena de
muerte para los culpables o al menos cadena perpetua, etc…; a la segunda y
tercera, la gente se vuelve contra el gobierno, le acusa de ineficacia, etc…; a
la cuarta, se oyen voces que empiezan a pedir diálogo con los asesinos y que les
den de una vez lo que quieren para que dejen de matar. En el fondo, los
movimientos terroristas buscan provocar una especie de guerra civil irregular,
que haga dudar a a los ciudadanos de sus gobernantes y enfrente a los políticos
entre sí por motivos ventajistas. Las democracias, con sus necesarias garantías
jurídicas y sus libertades públicas, son especialmente vulnerables a estos
procedimientos subversivos, por lo que la firmeza y unidad frente a ellos de los
ciudadanos conscientes es particularmente importante.
TOLERANCIA
La
tolerancia es la disposición cívica a convivir armoniosamente con personas de
creencias diferentes y aun opuestas a las nuestras, así como con hábitos
sociales o costumbres que no compartimos. La tolerancia no es mera indiferencia
sino que implica en muchas ocasiones soportar lo que nos disgusta: por supuesto,
ser tolerante no impide formular críticas razonadas ni obliga a silenciar
nuestra forma de pensar para no “herir” a quienes piensan de otro modo. La
tolerancia es de doble dirección, es decir, que el precio de no prohibir o
impedir la conducta del prójimo tiene como contrapartida que éste se resigne a
objeciones o bromas de quienes tienen preferencias distintas. Por supuesto, la
cortesía recomienda en muchos casos moderación, pero es una opción voluntaria,
no una obligación legal. Ser tolerante no exige ser universalmente aquiescente…
Además, lo que siempre debe ser respetado son las personas, no sus opiniones o
sus comportamientos.
Por supuesto, la tolerancia exige un marco compartido de instituciones que deben
ser acatadas por todos: quien las niega o las hostiliza está negando también su
propio derecho a ser tolerado. Uno de los pilares de la tolerancia es delimitar
lo que la compromete – es decir, denunciar tanto la intolerancia como lo
intolerable – y combatirlo democráticamente. El escritor sueco Lars Gustarfson
lo ha resumido bien: “La tolerancia de la intolerancia produce intolerancia”.
Por otra parte disfrutar de las ventajas de la tolerancia pública impone también
a cada cual renunciar a ejercer formas de intolerancia privada. El exceso de
susceptibilidad de ciertos grupos organizados como auténticos lobbies es una
nueva forma de intolerancia en nombre de una “tolerancia” que no admite críticas
adversas. Así, por ejemplo, convertir en “fobias” (islamofobia, cristianofobia,
homofobia, catalanofobia y por ahí seguido), o sea, en una especie de
enfermedad, cualquier comentario desaprobador que se les dirige. Decretar que el
discrepante es una especie de enfermo social es una de las más antiguas
prácticas totalitarias…
Ser tolerante no es ser débil, sino ser lo suficientemente seguro de las propias
elecciones como para convivir sin escándalo ni sobresalto con lo diverso,
siempre que se atenga a las leyes. Lo que realmente se opone a la tolerancia es
el fanatismo, propio muchas veces no de los más convencidos sino de quienes
pretenden acallar sus propias dudas cerrando la boca y maniatando a los demás.
Como bien dijo Nietzsche: el fanatismo es la única fuerza de voluntad de que son
capaces los débiles”. Las sociedades más intolerantes son aquellas que por lo
general se desmoronan con mayor facilidad en cuanto se autoriza en su seno
expresar la disidencia que rompe con la uniformidad establecida.
DESPEDIDA
“El principio progresista es siempre enemigo del imperio de la costumbre.”
JOHN STUART MILL, Sobre la libertad
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