lunes, 27 de octubre de 2014

EL CIUDADANO QUE NO TEME SABER DE QUÉ SE TRATA

 Diccionario del ciudadano sin miedo a saber
  Por Fernando Savater
“Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para servirse del suyo propio sin la guía de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la ilustración.”
IMMANUEL KANT

PRESENTACIÓN
Una viñeta de El Roto muestra a un tenebroso personaje que señala al lector e inquiere: “¿Usted todavía piensa o es un ciudadano normal?”. Este diccionario mínimo pretende zanjar el dilema humorístico, ayudando a que lo normal sea que los ciudadanos piensen: por sí mismos, discutiendo entre sí, pero nunca empecinados en fomentar la discordia. Nadie puede pensar por otro – y el autor de este diccionario menos que nadie - , pero todos debemos intentar pensar juntos. Para ello es imprescindible tratar de precisar los principales términos de nuestras deliberaciones políticas: a veces no nos oponen los distintos intereses y proyectos, sino la borrosa ambigüedad de las palabras cuyo significado todo el mundo cree conocer. Cada una de las voces de este diccionario pretende ofrecer un punto de partida razonable y razonadamente claro para el necesario debate plural de la ciudadanía que compartimos.

CIUDADANÍA

La ciudadanía democrática es la forma de organización social de los iguales, frente a las antiguas sociedades formadas por idénticos y las sociedades jerárquicas que imponen desigualdades “naturales” entre los miembros de la comunidad. Los iguales lo son en derechos y deberes, no en raza, sexo, cultura, capacidades físicas o intelectuales ni creencias religiosas: es decir, igual titularidad de garantías políticas y asistencia social, así como igual obligación de acatar las leyes que la sociedad por medio de sus representantes se ha dado a sí misma. En una palabra, el ciudadano es el sujeto de la libertad política y de la responsabilidad que implica su ejercicio. En la ciudadanía, son los ciudadanos quienes sustentan el sentido político de la comunidad y no al revés. Por expresarlo con las palabras de Paul Barry Clarke: “Ser un ciudadano pleno significa participar tanto en la dirección de la propia vida como en la definición de algunos de sus parámetros generales; significa tener conciencia de que se actúa en y para un mundo compartido con otros y de que nuestras respectivas identidades individuales se relacionan y se crean mutuamente”.
La ciudadanía exige un espacio público de preocupaciones y debate. Cuando los cabezas de familia en la antigua Grecia, dando de lado momentáneamente sus asuntos privados y sus negocios, se reunieron para hablar de igual a igual de cosas que les interesaban a todos por igual… entonces comenzaron a convertirse en ciudadanos. Lo que cuenta en la ciudadanía es lo que tenemos en común con los demás, no lo que nos distingue de ellos. Ahora está de moda insistir en que la riqueza de los hombres estriba en su diversidad. Falso: la riqueza de los humanos es nuestra semejanza, la cual nos permite comprender nuestras necesidades, colaborar unos con otros y crear instituciones que vayan más allá de la individualidad y peculiaridades de cada cual. La diversidad es un hecho, pero la igualdad es una conquista social, un derecho: es decir, algo mucho más importante desde el punto de vista humano. El Estado de Derecho que permite el juego democrático reconoce el pluralismo de opciones, pero se funda en la universalidad de lo humano. No se progresa creando diferencias sino igualando derechos: sufragio universal (para pobres y para ricos, para hombres y para mujeres), educación para todos, sanidad para todos, etc… No deja de ser inquietante que en países como España cada vez que se menciona la “diversidad” suene a progresista (aunque muchas diversidades sean del todo reaccionarias) mientras que invocar la “unidad”, sin la cual no puede haber Estado de Derecho ni por tanto ciudadanía, parezca fascista o algo parecido. Sin duda hay un derecho a la diferencia, compartido por todos: pero eso no equivale a reconocer una diferencia de derechos.

En la historia se han dado dos modelos de ciudadanía, hablando grosso modo: el griego y el romano o si se prefiere el activo y el pasivo. La ciudadanía griega implicaba y exigía la actividad política, la colaboración en la toma de decisiones. Quien no participaba en política era considerado “idiota”, es decir, alguien reducido simplemente a su particularidad y por tanto incapaz de comprender su condición necesariamente social y vivirla como una forma de libertad. El modelo romano de ciudadanía reconocía derechos a quienes la ostentaban (por ejemplo san Pablo, como ciudadano romano, reclamó ser decapitado en lugar de crucificado humillantemente como un judío cualquiera), pero no el de participar en el gobierno, que estaba restringido a los patricios, o sea, a las clases altas. Los romanos de a pie tenían derecho a ciertas garantías jurídicas, también a pan y circo…, pero no a participar en política. En la actualidad, la mayoría de los gobiernos prefieren ciudadanos “a la romana” que “a la griega”. Es decir, se alienta a reclamar beneficios y protecciones por parte del Estado (también espectáculo, diversión…), pero se desalienta la intervención en política. El ciudadano favorito de las autoridades es el idiota, o sea, quien anuncia con fatuidad “yo no me meto en política”. ¡Como si eso fuera posible, como si uno pudiera vivir en una sociedad política desentendido de esa actividad, como si renunciar a la política no fuese también una actividad política y por cierto de las peores, porque cede a otros sin saberlo la capacidad de tomar decisiones sobre lo que antes o después va a afectarnos!

Dos falsas alternativas “activas” se ofrecen hoy al ciudadano idiota: es decir, dos formas de falsear o su libertad o su universalidad sin restricciones. La primera le ofrece ser “consumidor” en lugar de ciudadano. Pero los consumidores no pueden ser por definición iguales, parten de capacidades adquisitivas diferentes, unos tienen más “libertad” que otros. La segunda le invita a ser “feligrés” en lugar de ciudadano. Es decir, comportarse ante todo o exclusivamente como miembro de una iglesia, de una agrupación cultural o étnica, renunciando a su universalidad democrática y anteponiendo a ella su devoción por la secta a que obedece.  A veces los propios partidos políticos – convertidos en iglesias inquisitoriales – prefieren tener feligreses que ciudadanos en sus filas. Es evidente que un ciudadano será inevitablemente consumidor y a veces eventualmente feligrés: pero ninguna de estas determinaciones circunstanciales y menores debe agotar su ciudadanía.

CONSTITUCIÓN

 La constitución es algo así como el reglamento general del juego democrático. Leyendo su texto uno debería saber más o menos a qué atenerse respecto al tipo de convivencia que va a conocer en su país, así como los derechos y deberes que le corresponden (por supuesto, hará bien en rebajar un tanto las promesas más radiantes, porque las constituciones son un poco como los folletos de las agencias de viajes, en los que todos los paisajes fotografiados aparecen bañados por el sol). Sin duda, la Constitución no es un texto intocable, una vaca sagrada jurídica que nunca podremos apartar de nuestro camino aunque haya buenas razones para ello: no es una jaula de la que ya no se puede salir una vez que se ha entrado. Pero tampoco parece prudente someterla ante cualquier oleaje social a cambios sucesivos, siguiendo la moda o las presiones del momento: le  va bien una cierta imperturbabilidad anticuada, como la peluca a los jueces británicos. Y eso a pesar de la opinión de Jefferson, que proponía cambiar la Constitución cada cinco o seis años para evitar a la nueva generación la carga de los compromisos del pasado…
A mi juicio la Constitución más satisfactoria es la que deja ligeramente insatisfecho a casi todo el mundo. Si la constitución satisface plenamente a una parte de la población, aunque sea a la mayoría, será porque ha dejado también radicalmente frustradas a varias minorías. Después de todo, se trata de establecer la convivencia entre intereses sociales contrapuestos, y es sano que todos hayan tenido que ceder en sus propósitos y prerrogativas, para que nadie olvide que no vivimos solos, que la armonía con los demás siempre se consigue al precio de asumir alguna frustración en nuestros deseos. Ningún ciudadano está exento de acatar la constitución, pero este respeto debe exigirse mucho más a quienes ocupan puestos de autoridad y también a los que gozan de mayores privilegios sociales o más reconocimiento público: si ellos, los más directos beneficiarios de la Magna carta, no dan ejemplo de respeto a las reglas del juego será difícil que se lo exijan a quienes padecen los aspectos menos favorables de la sociedad.

DERECHA / IZQUIERDA

A veces se dice que esta división tajante tiene ya poco sentido actualmente: hoy, en casi todos los partidos mínimamente influyentes (dejemos de lado a los lunáticos, puros, incontaminados y afortunadamente irrelevantes) se mezclan hallazgos ideológicos de la tradición liberal, de la socialista, de la conservadora, etc… Esta observación es en parte cierta y demuestra que los votantes persiguen objetivos o demuestran cautelas cuando no se atienen a los dictados de ninguna ortodoxia. Gracias a ello, por cierto, bien que mal funciona el mundo. Pero sin embargo creo que todavía es lícito establecer un cierto perfil político de izquierdas o derechas. Recordando siempre, desde  luego, que estos términos nunca son absolutos sino que están necesariamente interrelacionados. Es decir la actitud de derechas en un campo sólo se entiende tomando en cuenta a la izquierda que se le opone en ese mismo aspecto. Y ambas mitades enfrentadas se necesitan mutuamente: para que haya izquierda o derecha válida debe existir también su alternativa. Los derechistas que sueñan con suprimir a la izquierda o viceversa no son políticos, sino en el mejor de los casos maníacos y en el peor, serial killers… Es decir: partidarios de un régimen totalitario, lo que quiere decir sin oposición admitida y respetada. Aquellos que nos contradicen nos mantienen democráticamente cuerdos.
Los partidos de derecha o de izquierda democráticos no se diferencian en nuestros días por ser más o menos reaccionarios (ambos pueden serlo: véase PROGRESISTA / REACCIONARIO) ni más o menos autoritarios, ni por su respeto a las autoridades personales (cada cual preserva unas y persigue otras, la derecha por razones religiosas y la izquierda por razones higiénicas), sino sobre todo por importantes matices en sus planteamientos económicos. Digo “matices” porque el sistema capitalista en general es el mismo, visto el fracaso de sus alternativas colectivistas. Pero la derecha prima ante todo la iniciativa individual sin demasiadas restricciones, la libertad empresarial y la gradual sustitución de los servicios públicos por prestaciones privadas costeadas por los usuarios, mientras que la izquierda favorece los derechos de los empleados, su protección social más allá de los criterios de rentabilidad y la redistribución de la riqueza por medio del mantenimiento y mejora de los servicios públicos y la seguridad social. También parece que la derecha – cuya medida de eficacia temporal es el beneficio inmediatamente calculable de quienes viven hoy – se preocupa menos por la conservación de recursos naturales y formas de convivencia tradicionales, mientras que la izquierda apuesta por el largo plazo en ecología y el mantenimiento de la fraternidad aunque produzca pocas ganancias inmediatas.
Un último detalle, no carente de importancia para el ciudadano que quiere saber: mientras que todos los partidos que se dicen de derechas suelen ser fundamentalmente de derechas, algunos de los que se dicen de izquierdas lo son sólo a ratos. Por sus obras y proyectos deberéis juzgarlos, no por sus siglas.

ESTADO

“Repito que no es el fin del Estado convertir a los hombres de seres racionales en bestias o en autómatas, sino por el contrario que su espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funciones y hagan libre uso de la razón sin rivalizar por el odio o el engaño, y no se hagan la guerra con ánimo injusto. El fin del Estado es pues, verdaderamente, la libertad.”
Baruj Spinoza, Tratado teológico-político, cap. 20)

IDENTIDAD

“¿A qué se parece la luz de una vela cuando está apagada?”, se preguntó en cierta ocasión Lewis Carroll. Y cada cual podría preguntarse, de modo semejante: “A qué me parezco cuando estoy solo y nadie me ve…, es decir, cuando abandono todos los papeles sociales y las máscaras útiles o prudentes con las que me presento a los demás?”. En ambos casos, no sabemos cómo responder: la luz de la vela apagada resulta tan importante de explicar como la identidad de la persona que no está presente ante nadie ni en relación con nadie. Porque mi identidad no es lo que yo soy (en mi esencia única e indescifrable) sino lo que yo parezco ante otros, lo que represento para los demás.
Cada uno de nosotros posee múltiples identidades, o si se prefiere múltiples claves de identidad, de acuerdo con la diversidad de actividades que desempeñamos y las relaciones que guardamos con otros. El premio Nobel de Economía y notable pensador social Amartya Sen lo expresó así: “Hay muchas categorías a las que uno puede simultáneamente pertenecer. Yo puedo ser, a la vez un asiático, un ciudadano indio, un bengalí con ancestros de Bangladesh, un residente americano o británico, un economista, un aficionado a la filosofía, un escritor, un varón, un feminista, un heterosexual, un defensor de los derechos de gays y lesbianas, con un tipo de vida no religioso, de origen hinduista, un no perteneciente a la casta brahmín, y un no creyente en una vida después de la muerte”. Cada cual elige, en un momento y circunstancias determinadas, cuál de todas sus identidades le parece más importante y también cuál le resulta menos significativa o más molesta (por mucho que los demás puedan tener otra jerarquía de intereses identitarios). Por ejemplo Calisto, el protagonista de La Celestina, se autodefine provocativamente por el objetivo de su amor carnal: “Melibeo soy y en Melibea creo…”. Entrará en conflicto, naturalmente, con quienes pretendan sea ante todo un buen cristiano o un joven respetuoso de las convenciones sociales.
Nada hay que decir en principio contra las identidades que elegimos voluntariamente, puesto que representan el aspecto que preferimos presentar ante los demás  y lo único que se nos puede pedir es responsabilizarnos luego de las consecuencias sociales que impliquen. Cosa mucho peor es que debamos apechugar con la identidad prioritaria que otros decidan estampar sobre nosotros, cargada por lo general de connotaciones negativas que no podemos rechazar: por ejemplo, ser judío en la Alemania nazi o negro en la Alabama del Ku Klus Klan. En líneas generales, sin embargo, hay tres tipos de identidades que no resultan creativas y emancipadoras para los humanos aunque sean voluntariamente aceptadas, sino que pueden convertirse en auténticos cepos o jaulas colectivas que les transforman en monomaníacos peligrosos para sus congéneres:
¾     identidades exclusivas: las que podemos tener nosotros y nadie más que nosotros, dejando fuera a los demás por mucho que quieran parecérsenos. Son las que convierten rasgos biológicos (el sexo, por ejemplo) o étnicos (color de piel, ascendencia, incluso grupo sanguíneo…) en determinantes de la pertenencia social o de la posición jerárquica dentro de la comunidad;
¾     identidades excluyentes: las que predominan sobre las demás posibles y borran cualquier otra. Es la de quien dice: “Yo soy ante todo…” cristiano o musulmán, vasco o español, blanco o negro, homo o heterosexual, etc… Pertenecer verdaderamente a cualquiera de esas categorías, para el poseído por este tipo de patología identitaria, significa dejar de lado o menospreciar cualquier otro aspecto del juego social;
¾     identidades reductivas: las que lo explican todo de cada cual: los de aquí somos así, las mujeres conducen o piensan o escriben así, eso es típico de los escoceses o de los santanderinos, los vascos o los catalanes deben expresarse en euskera o catalán, todos los judíos son iguales, el buen cristiano o el buen musulmán sabe cómo tiene que ser en todos los demás campos: familiares, políticos, estéticos, deportivos y qué sé yo cuántos más. Estas identidades son como cajas chinas o muñecas rusas: dentro de la grande vienen todas las pequeñitas, que el interesado no tiene más remedio que aceptar con la primera.
Por supuesto, lo peor de las identidades son los guardianes o comisarios políticos que velan por su pureza, que vigilan a quienes las ejercen para impedir herejías, que se las imponen como cilicios a quienes no las desean o se las niegan perversamente a quienes pretenden reconocerse en ellas. Mientras que algunos optimistas a ultranza sostienen que las diversas identidades, por radicales que sean, pueden convivir, dialogar y “aliarse” entre sí, otros autores (Amin Malouf, Amartya Sen) han prevenido contra los indudables efectos criminógenos que tienen algunas de ellas. Sería muy deseable, sin duda, que todas las identidades fuesen reconciliables unas con otras (lo mismo que los hombres deberían tratarse fraternalmente, etc…), pero no debe olvidarse que el rechazo y la condena de formas de ser diferentes constituye parte indudable de muchas identidades, sobre todo de las más cerradas en los tres sentidos antes indicados. Por ello es imprescindible que los estados democráticos instituyan reglas a las que todas las identidades deban someterse a fin de que tengan obligatoriamente que respetarse aunque no se amen; y desde luego también es imperativo que instituyan reglas para que nadie deba someterse a una identidad no querida, por mucho que otros traten de imponérsela familiar o étnicamente.
INMIGRACIÓN
La antropología nos dice que el hombre es una variedad de chimpancé que logró hacerse mucho más inteligente de lo que un mono suele ser gracias a que aprendió a cambiar de aires, mudarse de casa y conocer mundo. Ser humano significa emigrar: todos somos emigrantes, o hijos de emigrantes. Nuestra especie apareció en algún lugar del este de África y desde allí emigró a los más remotos lugares del planeta, de China a California, de Groenlandia a Patagonia, sin olvidar toda Europa. Los autóctonos que se enorgullecen de que nunca se han movido de su territorio y que permanecen allí siglo tras siglo (véase NACIONALISMO), mientras los demás vienen y van, no demuestran ninguna superioridad sobre los más viajeros, sino bestial nostalgia de su pasado antropoide. Si no fuésemos por naturaleza emigrantes ni seríamos realmente humanos ni quizá valdría la pena eso que llamamos “humanidad”.
¿Cómo debemos recibir hoy a los emigrantes? Como a semejantes que nos hacen el inmenso favor de recordarnos en qué consiste nuestra humanidad. El griego Plutarco escribió que gracias a esos extranjeros accidentales nuestra alma comprende lo que es – forastera sin remedio, por esencia – y lo que debe esperar, es decir, hospitalidad, ya que todos hemos pasado por el mismo trance de hallarnos desvalidos en lo desconocido: “Nacer es siempre llegar a un país extranjero”. Sin duda actualmente la llegada masiva de inmigrantes puede causar algunos trastornos en los países más afortunados. Dado que los medios de comunicación difunden irremediablemente cómo se vive donde se vive mejor, es también irremediable que muchos desfavorecidos de otras latitudes vengan a intentar suerte entre nosotros. Siempre ha habido emigrantes y no va a disminuir su número precisamente en el siglo en que es más fácil informarse de las condiciones sociales reinantes en otros lugares y cuando hay más medios de transporte…
Por lo común, lo que quieren quienes emigran hacia nosotros es huir de la miseria incluso aunque apenas conozcan las ventajas de nuestra relativa prosperidad: no es la luz lo que les atrae, sino la sombra de la que escapan lo que les empuja. Naturalmente, si mejorasen las condiciones de vida en su país de origen habría muchos que preferirían quedarse en su tierra. Por tanto, ayudar al desarrollo de los países de fuerte emigración es una política sensata para regular esos flujos: no parece prudente ni decente proclamar a los cuatro vientos nuestra solidaridad con los desfavorecidos y a la vez fomentar una política proteccionista que prive de mercados a las materias primas que son el único recurso en bastantes de esas latitudes. Pero no se trata solamente de un problema económico: lo malo es que en muchas naciones no existe un Estado auténtico que garantice el reparto mínimamente equilibrado de las riquezas nacionales y los derechos que permiten disfrutarlas con cierta seguridad de futuro. Los emigrantes que llegan a nuestros países buscan, aún más que sustento o trabajo, la posibilidad de acceder a la ciudadanía (véase CIUDADANÍA). Quienes entre nosotros desconfían de la palabra o minimizan su alcance revolucionario deberían preguntarles a esos desterrados lo que verdaderamente significa…
Es evidente que el reconocimiento como derecho y aun la celebración humanista de la inmigración (sobre todo en un país mucho más de emigrantes que de “conquistadores” como el nuestro) no impide preocuparse por su regulación: es preciso evitar un descontrol falsamente generoso que sólo favorece a los traficantes de carne humana, a quienes buscan mano de obra a precio esclavista y a los agitadores xenófobos ultranacionalistas. Sin duda es un prejuicio el de quienes asimilan “inmigración” a “delincuente”, pero fundado en el triste destino de muchos sin papeles a los que se entrega a las mafias por falta de protección laboral (otro caso es el de los delincuentes extranjeros que vienen a buscar en nuestro país campo abonado para sus fechorías: los hay, sin duda, y en abundancia, pero no son inmigrantes en modo alguno sino invasores).
¿Pueden exigirse a los inmigrantes ciertos requisitos para su integración en nuestro pais? Sin lugar a dudas. En primer lugar, no que renuncien a todos los aspectos relevantes de su cultura de origen (de la que huyen), sino sólo a aquellos que contradicen los principios constitucionales y los derechos humanos fundamentales vigentes en el país de acogida. Tienen naturalmente derecho – y es una de las riquezas que nos aportan – a exteriorizar y compartir su folclore, su gastronomía, sus formas de piedad etc…, es decir, a recrear fórmulas de existencia comunitarias en la medida en que sean compatibles con el ordenamiento de nuestro Estado de Derecho. Pero no a imponerlas en aquellos aspectos que chocan con las libertades democráticas. También nuestros países tuvieron en el pasado formas tradicionales de vida (jerárquicas, teocráticas…) que fueron abolidas por los procesos revolucionarios de la modernidad. Sería absurdo que ahora las acogiésemos de nuevo y venerásemos como fetiches intangibles de importación. Lo ha expresado bien Tzvetan Todorov: “Pertenecer a una comunidad es, ciertamente, un derecho del individuo pero en modo alguno un deber; las comunidades son bienvenidas en el seno de la democracia, pero sólo a condición de que no engendren desigualdades e intolerancia” (véase TOLERANCIA).

LAICISMO

El laicismo no es en modo alguno una actitud antirreligiosa sino estrictamente evangélica: dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Consiste en resguardar las instituciones y leyes civiles de la férula religiosa. Vivir en una sociedad laica significa que a nadie se le puede impedir practicar una religión ni a nadie se le puede imponer ninguna. O sea, que la religión (incluida la actitud religiosa que niega y combate las doctrinas religiosas en nombre de la verdad, la ciencia, la historia, etc…) es un derecho de cada cual, pero nunca un deber de nadie y mucho menos de la colectividad. Las jerarquías eclesiásticas – ninguna, nunca – no tienen derecho a convertirse en una especie de tribunal general de última instancia que decida lo que es moral e inmoral en la sociedad, lo que debe ser legal o lo que ha de ser prohibido, quién es digno de gobernar y quién debe ser éticamente repudiado. Las autoridades religiosas no son autoridades morales ni legales: pueden establecer lo que es pecado para sus feligreses, no lo que ha de ser delito para todos los ciudadanos ni indecente para el común del público.
La religión de cada cual es un asunto privado que en ocasiones puede ser exteriorizado públicamente - procesiones, misas…- , pero siempre a título privado. En resumen: en la sociedad democrática hay católicos, protestantes, musulmanes o judíos, pero la sociedad misma no está adscrita a ninguna de estas confesiones ni a su negación. Y si esto es el laicismo… ¿qué es la laicidad? Pues la laicidad, llamada a veces un poco más grotescamente “la sana laicidad” como si el que discrepase de los dogmáticos estuviera enfermo, no es más que el nombre que ciertos clérigos han decidido otorgar a la dosis máxima de laicismo que están dispuestos a soportar… y que suele quedar notablemente por debajo de lo que la sociedad democrática requiere.
El laicismo no es una opción institucional entre otras: es tan inseparable de la democracia como el sufragio universal.

NACIONALISMO

En el terreno político hay ideas que siempre fueron malas, ayer y hoy, como el racismo, la xenofobia, la teocracia, la esclavitud (explícita o encubierta); otras nacieron aceptables pero han ido empeorando a lo largo de los años, como el nacionalismo. En sus comienzos, en el siglo XVIII, el nacionalismo pretendió sustituir la genealogía sagrada de los monarcas por la genealogía no menos sacra del pueblo soberano: era un mito, pero que pretendía remediar otro aún más nefasto. Más tarde, en contextos coloniales, la ideología nacionalista sirvió para alentar movimientos de independencia en América y en otros continentes. Sin embargo, ya a finales del XIX y desde luego en el XX, el nacionalismo se convirtió en el instrumento de oligarquías reaccionarias que se sentían amenazadas por la inmigración laboral que la industrialización imponía (caso del primer nacionalismo vasco o catalán) o de movimientos totalitarios agresivos de sesgo ultraderechista (en Italia, en Alemania, en la España de Franco…). Actualmente los nacionalismos estatales dificultan seriamente la posibilidad de una unión europea efectiva y los nacionalismos separatistas comprometen los estados de derecho con reivindicaciones basadas en una supuesta identidad étnica que debe prevalecer sobre los inevitables mestizajes de la modernidad. Parecen empeñados en confirmar lo que escribió en su obra sobre esta cuestión Christian J. Jäggi: “Una nación…es un grupo de  hombres que se han unido merced a un error común en lo concerniente a su origen y una inclinación gregaria contra sus vecinos”.
Son estos últimos nacionalismos disgregadores los que más pueden preocuparnos hoy en  la España democrática. Su ideario, que se basa en una historia convertida en hagiografía, intenta “naturalizar” la siempre artificial comunidad humana. Lo que cuenta para ellos es ser autóctonos, no ser ciudadanos: importa “lo de aquí” -  determinado según el criterio de unos cuantos expertos simplificadores – como fuente de derechos y deberes. Por lo común, confunden interesadamente cultura y política, queriendo convertir por ejemplo la lengua regional en base de un nuevo sujeto político (hay varios miles de lenguas en el mundo y poco más de doscientos estados), desconociendo que todos los estados modernos se fraguan a partir de tradiciones culturales diversas reunidas en un proyecto político común. En una democracia lo importante no es de dónde se viene (todos los demócratas somos en el fondo inmigrantes, recién llegados a la comunidad de los desarraigados que quieren futuro compartido), sino el acatamiento de leyes igualitarias a partir de las cuales se quiere avanzar junto a los demás. Los nacionalistas convierten a gran parte de sus conciudadanos en extranjeros en su propia tierra, al no reconocerles como “auténticos” nativos según la definición del “buen vasco”, “buen catalán” o  “buen español” que ellos quieren imponer. En último término, esta actitud implica la negación de la propia ciudadanía. Como ha dicho muy bien Jürgen Habermas: “La nación de ciudadanos encuentra su identidad, no en la comunidad étnico-cultural, sino en la práctica de los ciudadanos que ejercen activamente sus derechos de comunicación y participación”.
Por supuesto, la mayoría de los nacionalistas no desean tanto llevar a cabo de una vez la difícil aventura de la independencia como amenazar permanentemente con independizarse al conjunto del país para obtener beneficios a costa del resto de los contribuyentes. En realidad, se trata de un movimiento político profunda e inequívocamente reaccionario, que pretende sobreponer los derechos eternos de los territorios a los de quienes los habitan… sobre todo si llegaron después. De ahí que resulte sorprendente que en España aún haya quien considere a los partidos nacionalistas – cualquiera que sea su signo – como movimientos políticos de izquierdas (o por lo menos más izquierdistas que quienes se les oponen en nombre de la unidad del Estado de Derecho). La verdad es que una persona de izquierdas puede simpatizar con el nacionalismo, desde luego, pero sólo como un cura puede ser ateo: contradiciéndose.

OPINIÓN PÚBLICA / OPINIÓN PERSONAL

Los medios de comunicación son un elemento indispensable en el ejercicio de la ciudadanía democrática. Configuran el espacio público en el que los ciudadanos se encuentran virtualmente, reciben (o dan) informaciones y se enteran de chismes o rumores, asisten a polémicas y conocen las propuestas de los líderes políticos. Lo que en la democracia ateniense fue el ágora, la plaza pública a la que se iba para ver y escuchar a los demás, lo constituyen hoy los periódicos impresos, las televisiones, las radios, los blogs y todo el abigarrado complejo de Internet.
No hay medios de comunicación perfectamente neutrales y objetivos. Puede que no sea imposible informar o comentar la realidad sin tomar partido, pero desde luego es imposible hacerlo sin asumir un punto de vista entre otros posibles. Si varias personas reunidas en la misma habitación deben contar a los demás lo que ven por la ventana, es casi seguro que cada una de ellas destacará unos sucesos o rasgos del paisaje y pasará por alto otros, de acuerdo con sus intereses, su educación, sus gustos estéticos o sus valores morales. Para dar cuenta (a los demás) de lo que pasa o lo que hay a la vista es preciso primero darse cuenta (uno mismo) de cómo están las cosas: y solo nos damos cuenta de lo que preferimos, de lo que nos resulta relevante de acuerdo con lo que somos y buscamos. Muchas veces, al informar a otros de lo que consideramos importante les damos más noticias sobre nosotros mismos que sobre la realidad. Y ello dejando aparte la voluntad de engañar o de manipular al prójimo (incluso de “orientarle” por su bien), que casi nunca están del todo ausentes en los grandes medios informativos.
Por todo eso es necesario aprender a buscar y contrastar críticamente la información que necesitamos (debería haber una asignatura escolar que enseñase a leer periódicos, ver la televisión, escuchar la radio o manejar las fuentes de Internet). Nunca es suficiente una sola agencia de noticias impresas o audiovisuales, por fiable que nos resulte. También debemos aprender a examinar los motivos por los que aceptamos con más facilidad o menor examen ciertos datos o puntos de vista frente a otros (es casi inevitable tener prejuicios, pero no vienen mal hacer de vez en cuando examen de conciencia y procurar conocerlos para que no nos dominen del todo). El objetivo no es – no debe ser – conseguir una “opinión pública” sólida, sino mejor una “opinión personal” suficientemente fundada y argumentada. Hannah Arendt distinguió bien entre ambas cosas: la llamada “opinión pública” tiene siempre algo de avasallador y hasta totalizante (una vez decretada, los ciudadanos tienen miedo de discrepar de ella y la aceptan como un automatismo más de sus vidas), en cambio la “opinión personal” es la señal distintiva del ciudadano maduro, es decir, de quien lucha contra la ignorancia que coarta nuestra libertad. Por supuesto, esa opinión personal no tiene que ser forzosamente discrepante ni opuesta a la general (los que siempre opinan llevando la contraria a la mayoría se equivocan tanto como los más conformistas): lo importante es cómo llega uno a formar su opinión,  no la “originalidad” de ésta. Es decir, lo que vale es procurar llegar a saber por cuenta propia para poder pensar mejor, no acumular saberes ajenos acríticamente aceptados que nos dispensen de la tarea de pensar por nosotros mismos.

PARLAMENTO

En más de una ocasión se ha dicho que un parlamento democrático es algo semejante a la representación teatral – y por tanto incruenta – de una guerra civil. Lo propio del parlamento es el debate, la polémica, la crítica sin contemplaciones, el sarcasmo, incluso en ocasiones los malos modos, porque allí se enfrentan intereses sociales contrapuestos y visiones diferentes de lo que puede ser mejor para la comunidad. La unanimidad en ese foro es sospechosa de falta de libertad, salvo cuando se refiere a cuestiones esenciales del mantenimiento del sistema democrático mismo (respecto a los cuales, en efecto, el margen de libertad es bastante reducido). Claro que también debería ser el espacio público en que se demostrase con toda nobleza la disposición esencialmente democrática de la persona educada para convivir, es decir, la de resultar tan capaz de ser persuadido como de persuadir. ¡Qué magnífico sería escuchar a un parlamentario, dirigiéndose a su adversario: “Me ha convencido usted. Cambio el sentido de mi voto”! Pero supongo que la civilización (y la disciplina de partido, ese espejo de maniqueísmo detestable) aún no ha llegado a tanto…
A veces se oyen en los medios de comunicación y en boca de los políticos recomendaciones de “diálogo” (por lo general para ser mantenido con organizaciones terroristas que entienden el diálogo como respuesta cortés a las amenazas) y se asegura que con diálogo se pueden resolver todos los  problemas. Evidentemente, elogiar el diálogo en un régimen parlamentario es como cantar alabanzas de la natación a los peces. También es obvio que el diálogo no puede resolver todas las dificultades políticas porque precisamente hay problemas causados por quienes no quieren dialogar sino intimidar e imponer. Por lo común, se confunde “dialogar” con “negociar”. El diálogo es igualitario y amistoso, basado en el intercambio de ideas y en la persuasión; en cambio, la negociación se mantiene con adversarios, competidores o enemigos y se basa en el “¿qué me das tú para que yo te dé?” y en el “si tú no me haces daño, yo no te lo haré a ti”. Poco que ver lo uno con lo otro, desde luego. Es evidente que el Estado de Derecho no puede “dialogar” con terroristas, porque no están en su mismo plano político ni moral; ni siquiera puede “negociar” con ellos, salvo que asuman su renuncia definitiva a la violencia y abandonen el chantaje que practican contra la ciudadanía.. Negarse a tales remedos de parlamentarismo supone precisamente mantenerse fiel a lo que significa la libertad parlamentaria de expresión.
Por supuesto, es evidente que en sede parlamentaria no debe haber representantes de ningún partido que apoye la lucha armada o no la repudie claramente, es decir, gente que a la vez goce de los beneficios de la representación incruenta de la guerra civil de baja intensidad contra sus adversarios ideológicos. Tal es el sentido en España de la Ley de Partidos, que algunos se obstinan en no entender como democrática. Dicen éstos que las ideas no delinquen y que todas deberían estar representadas en las Cortes. Falso. Ciertas ideas (la inferioridad de unas razas o sexos frente al resto, por ejemplo, la licitud de la falsedad en documentos públicos o la “comprensión” de la lucha armada para defender proyectos políticos que sin tal coacción obtendrían poco respaldo público) no son ni legales ni aceptables en el  debate institucional democrático. Quien no comprende esto no entiende de la misa la media (o sólo media misa, la que a él le beneficia) del juego parlamentario… y ello aunque sea catedrático de Derecho Constitucional. Los ciudadanos con entendimiento propio harán bien en no dejarse influenciar por tales cantos desafinados de sirena al respaldar sus opciones políticas.

PATERNALISMO

¿Qué es el paternalismo? El vicio de los gobiernos y de las autoridades publicas de empeñarse en salvar a los ciudadanos del peligro que representan para sí mismos. Ser política, social y humanamente autónomo – es decir, ciudadano de pleno derecho – significa tener autonomía para hacer aquello que otros desaprueban o condenan – a veces con buenas razones – siempre que no cause perjuicios directos a los demás en su integridad física, en su propiedad o en sus libertades. Y también supone poder seguir comportamientos que uno mismo lamente amargamente después. Pero los Estados suelen ofrecerse solícitamente para dispensar a los ciudadanos de la pesada carga de su autonomía. Su lema es “Yo te guiaré: confía en mí y te diré lo que debes comer y beber, lo que debes leer, los programas de televisión o las películas que debes ver, cuánto debes gastar en el juego, que debes hacer con tu cuerpo, etc.”. Por supuesto, semejante solicitud no es del todo inocente. Por ejemplo, la persecución de ciertos hábitos que llevados al abuso son malos para la salud (drogas, tabaco, etc.) proviene sobre todo del interés estatal por ahorrarse los gastos médicos de aquellos que así se perjudican voluntariamente. Y a veces tales prohibiciones causan daños mayores que los que tratan de prevenir: la cruzada contra las drogas, por ejemplo, no ha logrado erradicarlas sino sólo que se conviertan en un enorme negocio internacional – como lo fue durante la llamada “Ley Seca” en Estados Unidos el tráfico de alcohol – y que provoquen los daños de la adulteración, el gangsterismo, la corrupción de menores para captar nuevos clientes, etc…
Es evidente que los niños necesitan la tutela educativa de sus mayores y que no nacen libres desde la cuna sino que tienen que aprender responsablemente a serlo. Pero los ciudadanos nunca deben ser tratados como menores de edad, incapaces de orientar sus vidas por sí mismos, ni considerados como marionetas de la publicidad o las tentaciones invencibles. Es mejor equivocarse autónomamente que acertar comportándose a la fuerza como establecen quienes pretenden saber lo que es mejor para nosotros que nosotros mismos. El Estado debe ayudar, informar y educar, desde luego, pero siempre para garantizar las libertades públicas y las privadas, no para cortocircuitarlas en aras de “lo mejor para todos”, establecido según el criterio de unos cuantos. No es verdad aquello de “Quien bien te quiere te hará llorar”: los que mejor nos quieren respetan nuestra libertad y no nos impiden hacer ni siquiera eso que luego lamentaremos, aunque después nos ayuden – si así se lo pedimos – a enmendar nuestros errores voluntarios y corregir nuestro camino. Los ciudadanos no son polluelos ni el Estado una gallina clueca: el primer deber de una educación cívica es establecer este punto e ilustrarlo paso a paso del mejor modo posible.
“Cualquiera que sea la teoría que adoptemos sobre el fundamento de la unión social, y sean cualesquiera las instituciones bajo las que vivamos, hay alrededor de cada ser humano considerado individualmente un círculo en el que no debe permitirse que penetre ningún gobierno, sea de una persona, de unas cuantas o de muchas; hay una parte de la vida de toda persona que ha llegado a la edad de la discreción en la que la individualidad de esa persona debe reinar sin control de ninguna clase, ya sea de otro individuo o de la colectividad. Nadie que profese el más pequeño respeto por la libertad o la dignidad humana pondrá en duda que hay o debe haber en la existencia de todo ser humano un espacio que debe ser sagrado para toda intrusión autoritaria; la cuestión está en fijar dónde debe ponerse el límite de ese espacio, cuán grande debe ser el sector de la vida humana que debe incluir ese territorio reservado. Entiendo que debe incluir toda aquella parte que afecta sólo a la vida del individuo, ya sea interior, ya sea exterior, y que no afecta a los intereses de los demás o sólo los afecta a través de la influencia moral del ejemplo. Por lo que respecta al dominio de la íntima conciencia, a los pensamientos y sentimientos y toda aquella parte de la conducta exterior que es sólo personal y no entraña consecuencias para los demás, sostengo que a todos debe estar permitido, y para los más cultivados y reflexivos debe ser con frecuencia un deber, afirmar y divulgar, con toda fuerza de que son capaces, su opinión sobre lo que es bueno o malo, admirable o despreciable, pero sin obligar a los demás a aceptar esa opinión, “tanto si la fuerza que se emplea es la de la coacción extralegal, como si se ejerce por medio de la ley” (John Stuart Mill, Principios de economía política).

PAZ

La paz es la renuncia de los ciudadanos y de los países a utilizar la violencia unos contra otros y la decisión explícita de someterse a leyes comunes. Naturalmente es un gran bien social que posibilita ahondar en la humanización creadora de las sociedades. Los hombres buscamos la paz porque en ella nos sentimos más libres, es decir, más autónomos al estar menos amenazados. Por eso es imposible comprar la paz a costa de la libertad: queremos aquélla para garantizar ésta, no como un valor alternativo. Si nuestras libertades se ven comprometidas por los violentos, el amor a la paz se demostrará luchando contra ellos hasta someterlos a la ley común y no cediendo a sus imposiciones. No es cierto que la peor paz sea mejor que la mejor guerra: hay guerras llenas de esperanza y paces desesperadas…
No debe confundirse la paz con la tranquilidad. Durante la dictadura franquista, la mayoría de los españoles -  no les llamo “ciudadanos” porque entonces aún no les dejaban serlo – vivían bastante tranquilos pero no en paz, porque carecían de libertades públicas. A fin de cuentas, aún padecían los efectos de la guerra civil, que no acabó realmente hasta la transición a la democracia. Los enemigos de la paz suelen ofrecer tranquilidad en su lugar, como quien da gato por liebre. Aconsejan con tono mesurado y sensato que cada cual se dedique a sus asuntos, haga buenos negocios y se pliegue ante los caprichos de los más fuertes. Total a ti… ¿qué más te da? En El Paraíso perdido, el poeta John Milton pone algo parecido en boca del peor de los demonios:
Así Belial departió con palabrasvestidas con ropajes de razón,aconsejando un innoble descanso y apacible pereza; pero no paz.
(Libro II, vv. 223-228)

POLÍTICOS

En una democracia, políticos somos todos. Los que en un momento dado ocupan puestos de gobierno o de administración no son extraterrestres venidos de otra galaxia para fastidiarnos (¡o conducirnos hacia la luz!), sino sencillamente nuestros mandados, es decir: aquellos a los que nosotros, los ciudadanos votantes, les hemos mandado mandar. En el caso de que no desempeñen bien su función, debemos plantearnos si nosostros hemos desempeñado bien la nuestra al elegirles para el cargo. No tiene demasiado sentido que perdamos el tiempo despotricando y pataleando contra ellos, como si fuesen una fuerza de la naturaleza de efectos quizá deplorables, pero contra la que no hay remedio. Porque sí lo hay: podemos revocar su mandato, elegir a otros en su lugar o incluso ofrecernos nosotros si creemos que podemos hacerlo mejor que ellos.
Lo importante es no olvidar nunca que nadie ha nacido para mandar siempre (ni por supuesto nadie nace para obedecer o servir sin excusa ni tregua, aunque haya quien crea que los demás vienen al mundo con una silla de montar en la espalda para que ellos se suban, como dijo Thomas Jefferson). Uno de los mayores peligros de las democracias es que se configure una casta de “especialistas en mandar”, o sea, políticos profesionales (normalmente sin competencia en ninguna otra profesión) que se conviertan en eternos candidatos de los partidos a ocupar los cargos electivos. Por lo común alcanzan esa posición gracias a la pereza o el desinterés del resto de los ciudadanos, que dimiten del ejercicio continuo de su función política y de su vigilancia sobre quienes gobiernan. Hay que luchar contra esa “especialización” dañina y engañosa, abriendo las listas de los partidos o incluso fundando otros nuevos que sirvan como alternativa a los ya existentes. Aunque tal cosa suponga tomarse ciertas molestias… (recordemos, a este respecto, el epitafio de Willy Brandt, el que fue canciller socialista de la Alemania federal: “Se tomó la molestia”).
Desde luego, un político en ejercicio que cumple debidamente su tarea es un auténtico regalo de los dioses. Y conviene resaltar debidamente el mérito de su tarea y agradecer sus servicios. Es como un chófer que nos lleva no a donde él quiere a cada momento, sino a donde entre todos hemos acordado ir: y si conduce bien, si se sabe el camino o incluso encuentra atajos respetables, nos ahorra el fastidio de tener que estar dándole indicaciones durante todo el trayecto y así podemos dedicarnos de vez en cuando a leer una novela o a contemplar el paisaje. Pero conviene no descuidarnos nunca demasiado, por si en un mal momento da una cabezada y se sale de la carretera…

PROGRESISTA / REACCIONARIO

Progreso, dice el diccionario de la Real Academia, es ir hacia delante. En política – digo yo - , avanzar hacia algo mejor que lo que hay. Es mejor lo que permite en la sociedad mayor libertad y más justicia. O sea, cuanto refuerza la capacidad de elegir de las personas y sus posibilidades de orientar la vida del modo que prefieran… aun a riesgo de equivocarse. No olvidemos que poder equivocarnos libremente es el más arriesgado de nuestros privilegios, pero no por ello deja de ser un privilegio.
Los dos grandes obstáculos para el progreso son la miseria y la ignorancia. Nadie puede ser libre en la miseria, que es la mayor de las injusticias en sociedades razonablemente prósperas. En la naturaleza nuestras carencias suelen deberse al azar, pero en la sociedad ninguna pobreza es casual o inevitable. No todo el mundo puede quizá ser rico – porque no todo el mundo aprecia el mismo tipo de riquezas, afortunadamente – pero nadie debe verse obligado a ser pobre, ni siquiera por culpa de sus muchos pecados. En cuanto a la ignorancia, baste con decir que nadie será capaz de avanzar hacia lo mejor si no sabe qué es lo mejor para él y para los otros. Las grandes desigualdades de nuestro siglo son las que separan a quienes saben y tienen acceso educativo a las fuentes del conocimiento de quienes necesitan la tutela informativa de los demás toda la vida.
De modo que son progresistas quienes luchan contra la miseria y la ignorancia, reaccionarios quienes la favorecen por cualquier razón. Es un asunto que poco tiene que ver con la división tradicional en derecha e izquierda. Se puede ser reaccionario de derechas cuando se considera que la miseria es consecuencia inevitable del mercado – que premia a los mejores y castiga a los vagos o torpes - , así como la ignorancia proviene de que ciertas personas no merecen ser educadas tanto como las demás. Pero también se puede ser reaccionario de izquierdas, cuando llega a creerse que luchar contra la miseria es eliminar a los ricos en lugar de suprimir a los pobres o que evitar la ignorancia es enseñar a pensar en la unanimidad colectiva y no en la disidencia individual. No olvidemos que en España todavía hay admiradores de Fidel Castro o de los tiranos de Corea del Norte dando lecciones gratuitas de “progresismo” a los bobos que les escuchan… Sobre todo, lo importante es dejar claro que el progreso no se debe a ningún mecanismo providencial de la historia, como creyeron algunos optimistas ilustrados (Condorcet fue el más ilustre de ellos), sino que necesita nuestro esfuerzo consciente, nuestra capacidad de luchar contra lo peor para que advenga lo mejor. Y que en todo momento puede haber retrocesos y desfallecimientos: ninguna conquista de la civilización es inamovible, todas pueden ser derogadas por renovadas tiranías o caer en el olvido de la incuria. Ser progresista no es dejarse llevar por el supuesto piloto automático del progreso – no todo lo nuevo es progresista, ni mucho menos - , sino estar dispuesto a combatir contra las peores novedades e incluso recuperar riquezas sociales perdidas, mientras se busca el mejor camino del futuro. Progresar es tanto innovar como conservar lo conseguido.

PUEBLO

  
Este término suele ser empleado a menudo como sinónimo del conjunto de los ciudadanos de un país, casi siempre con intención encomiástica – el pueblo siempre es noble, nunca se equivoca, etcétera – y frecuentemente algo cursi (algo así como llamar corcel a un caballo). Pero también lo utilizan a veces nacionalistas y colectivistas de vario pelaje para nombrar a una entidad superior y eterna que se opone a cada uno de los ciudadanos de carne y hueso, una especie de diosecillo político que siempre tiene razón por encima de ellos y contra ellos: lo importante es lo que quiera el Pueblo (es decir, lo que dicen que quiere los que hablan en su nombre), más allá de lo que efectivamente quiere cada cual. Por lo general, este tipo de “pueblo” siempre apoya sus demandas en las raíces y en el pasado: en cambio, los ciudadanos son desarraigados (de la tradición y sus legendarias genealogías) en busca de un futuro nuevo y común.

SECTARISMO

El sectarismo quiere que los suyos salgan adelante a toda costa, aunque el conjunto del país sufra en su armonía o incluso corra peligro de desmoronarse. En su hemiplejía partidista valora las instituciones, no en cuanto garantías para que todos puedan jugar limpiamente, sino sólo en la medida que se presten a ser utilizadas al servicio de su propia ideología: lo que no me sirve para ganar debe ser desprestigiado e inutilizado. Forma parte de la democracia que haya diversas actitudes o partidos en liza y que cada cual colabore con quienes mejor defiendan lo que considera adecuado: pero no que se pierda de vista que nadie tiene absolutamente la razón y que frente a ciertas cuestiones esenciales es imprescindible buscar la colaboración con el adversario antes que imponerse, caiga quien caiga, a él. De modo que es importante enseñar desde la escuela a quienes pronto van a ser ciudadanos de pleno derecho, antes de que corrompan su juicio los maniqueísmos de sus mayores, el verdadero significado en busca de un bien común que tienen los mecanismos democráticos y el sentido de la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Sobre todo prevenirlos, antes de que por influencia del ambiente envenenado los padezcan, contra los dos peores y más frecuentes sectarismos de nuestro espectro político: el clericalismo, por lo general apoyado electoralmente por la derecha, y el nacionalismo, apoyado también por lo general electoralmente por la izquierda. Luego puede ser ya demasiado tarde.

SEPARACIÓN DE PODERES

La ventaja política de la democracia sobre los demás sistemas de gobierno no consiste en que los dirigentes elegidos democráticamente sean siempre mejores que los demás, sino en que mandan menos. Es decir, que nunca mandan en solitario y sin cortapisa posible porque tienen su poder limitado por otros poderes no menos legítimos que pueden obstaculizar o incluso frenar sus decisiones. La democracia es el sistema político que institucionaliza la desconfianza en los líderes y la vigilancia sobre ellos por distintos medios. El más importante de todos es la separación de los poderes ejecutivo (gobierno), legislativo (parlamento) y judicial, cuyo primer teorizador fue Montesquieu en el siglo XVIII. Cada una de estas instancias tiene su función propia, pero las dos últimas pueden y en muchos casos deben funcionar como cortapisas de la primera. Y en teoría la tercera, el poder judicial, no tiene como función decidir el camino a seguir por la comunidad ni decretar las normas a las que todos deben atenerse, sino simplemente aplicar imparcialmente el reglamento del juego democrático. Es decir ejercer como árbitros.
Algunos son muy críticos con los jueces, diciendo que es el único de los tres poderes no sometido a elección democrática sino a cooptación profesional. Pero también es cierto que los jueces son los únicos que deben poseer una preparación específica para su cargo, lo que no ocurre con los gobernantes ni con los parlamentarios. Es decir, cualquiera puede ser ministro o miembro del parlamento (o votante en las elecciones generales, si vamos a eso), pero hacen falta determinados estudios y pruebas para llegar a ser juez. Por supuesto, este profesionalismo no garantiza su imparcialidad, pero en principio debería garantizar una vía distinta que la meramente ideológica para llegar al puesto. Sin duda los jueces tendrán cada cual su propia forma de pensar y también su carácter, con los vicios propios de la humanidad: vanidad, venalidad, ambición y todos los demás. Son seres humanos no mejores que los demás, pero tampoco peores: y es preciso recordar que los humanos estamos siempre en manos de nuestros semejantes, para bien y para mal.
Uno de los males indudable de muchas democracias – entre ellas la española – es que los cargos de las más altas instancias judiciales dependen a fin de cuentas de imposiciones o pactos fruto del reparto parlamentario de escaños: en el Tribunal Supremo o en el Tribunal Constitucional los miembros han sido propuestos por los diferentes partidos y se muestran generalmente sumisos a su viciado origen, es decir, los que vienen propuestos por las izquierdas apoyan lo que desean las izquierdas y los que son deudores de la derecha se comportan como la derecha quiere. Un escándalo… aceptado como lo más normal del mundo. ¡La independencia de los jueces es de tal calaña que se sabe lo que van a decidir en cada caso antes de que se pronuncien! Y para colmo, en España, el ejecutivo tiene la atribución de nombrar al Fiscal General, lo cual – dada la habitual docilidad de los designados para este puesto, tanto por los gobiernos de derechas como de izquierdas – se convierte en una forma de manipular las iniciativas del poder judicial. Si alguna reforma institucional es necesaria en nuestro país, será sin duda la que corrija en la medid de lo posible esta esclavización de lo judicial a lo legislativo y ejecutivo. Y ello a pesar de que los políticos no dejen de decir que los jueces no deben meterse en política…, sobre todo cuando contrarían alguna de las políticas por ellos propuestas.
En una palabra: sin árbitros, no hay juego posible. Y en el juego democrático, para gran parte de las cuestiones esenciales, los jueces son los árbitros necesarios. Lo difícil es instrumentar las medidas a fin de que sea lo más difícil posible “comprarlos” ideológicamente…

TERRORISMO

El terrorismo es un fenómeno antiguo (quizá lo inventaron los venecianos renacentistas, que eran capaces de enviar asesinos a sueldo para liquidar a competidores comerciales peligrosos en lugares tan remotos entonces como Holanda), pero que ha adquirido en la actualidad una relevancia y un peligro inéditos. El método terrorista consiste en atacar a ciudadanos – de forma particular, sin declaración de guerra estatal ni rendir cuentas a autoridades internacionales – a fin de intimidar a una población e imponer cambios en su actitud política, económica, religiosa o social. Insisto en este punto: el terrorismo es un método de coacción o castigo a la ciudadanía, no una ideología. Puede haber terrorismo al servicio de las causas más diversas, de derechas o de izquierdas, religioso o laico… En resumen, no se trata de una forma de pensar sino de una forma de actuar. Por ello es inútil y ridículo combatirlo como si se tratara de una ideología única, homogénea, localizado en un territorio determinado.
Los terroristas coinciden en tomar como rehenes a los ciudadanos, ejecutarlos de manera individual o indiscriminada y chantajear de ese modo al resto de la comunidad. Todo  terrorismo implica un chantaje: dame lo que te pido o atente a las consecuencias. Por supuesto, a veces lo solicitado es tan absurdo o grandioso que apenas puede ser visto como una reivindicación inteligible (“¡Convertíos todos al Islam!”, por ejemplo). Pero la vocación chantajista siempre está presente: de ahí que sea muy importante saber que las concesiones al terrorismo nunca son prudentes, que siempre lo confirman en su método y lo alientan como instrumento de coacción…
La gran artimaña de los terroristas es esconderse entre la propia población civil a la que amenazan. De modo que si la represión policial o militar contra ellos no es cuidadosa puede causar daños a inocentes y muchos se volverán contra las mismas autoridades que intentan protegerles, alentados por insidias de los amigos de los terroristas o de bienintencionados imbéciles de esos que nunca faltan. La tentación del gobierno puede ser entonces recurrir a métodos ilegales o incluso a cometer actos de terrorismo antiterrorista…, lo que supone un primer triunfo desmoralizador de los delincuentes. Por otro lado, si la intimidación terrorista se prolonga, terminará por haber gente que empiece a considerar razonable ceder ante ella para “evitar más víctimas”. La secuencia la describió bien García Márquez en su reportaje sobre un secuestro llevado a cabo por terroristas colombianos: a la primera bomba terrorista que estalla, matando a ciudadanos comunes y corrientes, la indignada ciudadanía pide mano dura, pena de muerte para los culpables o al menos cadena perpetua, etc…; a la segunda y tercera, la gente se vuelve contra el gobierno, le acusa de ineficacia, etc…; a la cuarta, se oyen voces que empiezan a pedir diálogo con los asesinos y que les den de una vez lo que quieren para que dejen de matar. En el fondo, los movimientos terroristas buscan provocar una especie de guerra civil irregular, que haga dudar a a los ciudadanos de sus gobernantes y enfrente a los políticos entre sí por motivos ventajistas. Las democracias, con sus necesarias garantías jurídicas y sus libertades públicas, son especialmente vulnerables a estos procedimientos subversivos, por lo que la firmeza y unidad frente a ellos de los ciudadanos conscientes es particularmente importante.

TOLERANCIA

La tolerancia es la disposición cívica a convivir armoniosamente con personas de creencias diferentes y aun opuestas a las nuestras, así como con hábitos sociales o costumbres que no compartimos. La tolerancia no es mera indiferencia sino que implica en muchas ocasiones soportar lo que nos disgusta: por supuesto, ser tolerante no impide formular críticas razonadas ni obliga a silenciar nuestra forma de pensar para no “herir” a quienes piensan de otro modo. La tolerancia es de doble dirección, es decir, que el precio de no prohibir o impedir la conducta del prójimo tiene como contrapartida que éste se resigne a objeciones o bromas de quienes tienen preferencias distintas. Por supuesto, la cortesía recomienda en muchos casos moderación, pero es una opción voluntaria, no una obligación legal. Ser tolerante no exige ser universalmente aquiescente… Además, lo que siempre debe ser respetado son las personas,  no sus opiniones o sus comportamientos.
Por supuesto, la tolerancia exige un marco compartido de instituciones que deben ser acatadas por todos: quien las niega o las hostiliza está negando también su propio derecho a ser tolerado. Uno de los pilares de la tolerancia es delimitar lo que la compromete – es decir, denunciar tanto la intolerancia como lo intolerable – y combatirlo democráticamente. El escritor sueco Lars Gustarfson lo ha resumido bien: “La tolerancia de la intolerancia produce intolerancia”. Por otra parte disfrutar de las ventajas de la tolerancia pública impone también a cada cual renunciar a ejercer formas de intolerancia privada. El exceso de susceptibilidad de ciertos grupos organizados como auténticos lobbies es una nueva forma de intolerancia en nombre de una “tolerancia” que no admite críticas adversas. Así, por ejemplo, convertir en “fobias” (islamofobia, cristianofobia, homofobia, catalanofobia y por ahí seguido), o sea, en una especie de enfermedad, cualquier comentario desaprobador que se les dirige. Decretar que el discrepante es una especie de enfermo social es una de las más antiguas prácticas totalitarias…
Ser tolerante no es ser débil, sino ser lo suficientemente seguro de las propias elecciones como para convivir sin escándalo ni sobresalto con lo diverso, siempre que se atenga a las leyes. Lo que realmente se opone a la tolerancia es el fanatismo, propio muchas veces no de los más convencidos sino de quienes pretenden acallar sus propias dudas cerrando la boca y maniatando a los demás. Como bien dijo Nietzsche: el fanatismo es la única fuerza de voluntad de que son capaces los débiles”. Las sociedades más intolerantes son aquellas que por lo general se desmoronan con mayor facilidad en cuanto se autoriza en su seno expresar la disidencia que rompe con la uniformidad establecida.
DESPEDIDA
“El principio progresista es siempre enemigo del imperio de la costumbre.”


JOHN STUART MILL, Sobre la libertad

No hay comentarios:

Publicar un comentario