Por Carlos A. Trevisi
Mi amiguito NN1 tiene 10 años. Es brillante. La madre ha contratado mis servicios
porque el chaval no da pie con bola.
- ¿Qué pasó que te
suspendieron?
- No sabía dónde quedaban los ríos de España.
- ¿Y por qué?
- Porque no los estudié.
- ¿Y por qué?
- Porque es mucho
trabajo y no sirve para nada.
- Bueno, algún sentido
tendrá…
- No creo. Mira (El chaval se sienta frente al ordenador, va a Google y
busca “Ríos de España”).
- Mira
- Está muy bien. Pero
eso está en el ordenador, no lo tienes en la cabeza.
- Claro, ¿para qué lo quiero en la cabeza, si está
en el ordenador? A mi me gusta otra cosa. A mi me gusta saber otras cosas. Por
ejemplo, el otro día por televisión un programa explicaba la contaminación del
aire. Y me acordé del olor que tiene el río Guadarrama en verano. Pensé entonces que el río está contaminado.
Le conté a la maestra y le pregunté a la maestra quién contaminaba los ríos. Y
me dijo que después lo íbamos a estudiar. Que ahora estudiara dónde quedan los
ríos, que después veríamos…
La madre, muy indignada (con el hijo) le explicó
que tenía que aprender por dónde corrían los ríos porque eso era cultura
general.
El padre le prometió que si estudiaba lo llevaba a
ver el Madrid contra no sé quién.
La abuela le dijo: “Ven conmigo”
Yo casi me lanzo sobre
la vieja para darle un beso.
La prueba escrita –un mapa de España donde corrían
líneas que parecían dibujadas por una araña a la que previamente le habían
mojado las patas en tinta china-, ya había sido corregida; la maestra había
escrito ¡SOCORRO! porque en su escuetísima configuración no podía aceptar que un niño de 9 años
confundiera el Guadalquivir con el Guadarrama (o que se estuviera riendo de
ella).
Mi
amiguito NN2 tiene 9
años.
¿Qué hicieron hoy?, le pregunto.
Diptongos, me contesta desganado.
Muéstrame.
Me presenta su cuaderno con las definiciones de
diptongo, hiato y demás menesteres asociados con el tema. La idea es que el chico
ponga en marcha su conocimiento del asunto desde la definición. El resultado es
una catástrofe. Se ha aprendido de memoria las definiciones pero sigue sin
tener la menor idea de lo que es un diptongo, ni cómo funciona. La maestra le
pone una nota en el cuadernillo -esos cuadernillos que dejan a salvo a la
maestra y a los padres que intercambian dejación de responsabilidades y sólo
sirven para aplastar a los chicos que, paradójicamente, se encargan de
llevarlos y traerlos en sus mochilas, ida y vuelta de casa al cole, día tras
día, como un pesado grillo- una nota de la maestra decíamos, en la que se lee:
“Si no estudia me veré obligada a tomar estrictas medidas”.
Vuelvo al cuaderno del crío. Hay dos correcciones;
hechas por la maestra, claro. El chaval había escrito “…y hiato”; la maestra le tacha la
“Y” y le pone “E”, de modo que queda “…e hiato”.
Más adelante la maestra, en nueva corrección le pone acento a “suerte” suérte)
y le redondea la palabra para que el crío aprenda que lleva tilde.
Usted dirá.
Una
paliza al profesor
Sabido es que los profesores no ganan para sustos.
Desde aquel director en cuyo despacho se metió un padre para darle una tunda,
hasta este caso reciente: dos jóvenes acorralaron en uno de los claustros del colegio
a su profesor y, mientras uno le pegaba, el otro (la otra) filmaba
tranquilamente. Se pasó el video por televisión y nos
quedamos todos atónitos.
Es razonable pensar que es un disparate que los
alumnos les peguen a sus profesores. Lo ratifiqué cuando fui sonsacando
opiniones acerca del asunto a la gente que frecuento habitualmente. No hubo uno
solo que me dijera que el disparate era que el profesor no se hubiera defendido
(se lo veía al pobre desgraciado, hombre joven, corriendo de un lado para otro
tapándose como podía de los golpes que le propinaba el alumno).
Usted no se imaginará que todo lo que pasa tiene
que ver con malformaciones genéticas de los jóvenes.
Algo pasa.
Nuestros chicos viven, aunque sólo sea a través de
la tele, entre otras cosas, por ejemplo la guerra de Irak. No les importa
especialmente, pero ahí está: todos los días muertes y más muertes. Han vivido
la mentira que impulsó esa guerra, el derrumbe de todos los que mintieron para
llevarla a cabo; la intolerancia, la violencia, el quebranto de las normas
legales que la impedían, pero por sobre todo, la impunidad con que se actuó.
Como suele suceder, los imbéciles que la
promovieron –infatuados a las órdenes del poder económico- serán removidos de
sus cargos, juzgados por la historia y todo lo demás, pero el mal está hecho.
Ese modelo de vida –al que se agregan otros de
corte nacional (una oligarquía naciente que no sabe qué hacer con sus hijos
como no sea comprarlos, que no habla
-apenas dice-, que se regodea en éxitos intrascendentes -coches, viajes, inversiones)- no puede
ser neutralizado por una escuela que ha perdido fuerza, que no
puede procesar las variables de la
realidad, que sobrevive como puede en
una sociedad que le deposita sus hijos a
la espera de que lo que no puede hacer la familia lo hagan los maestros.
El problema de la educación hay que verlo más allá
de la escuela. La escuela no puede meter dentro lo que no hay fuera.
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