Novela: República Luminosa.
Por Andrés Barba
La educación y la civilización son un proceso de devastación
Entrevista a Andrés Barba, premio Herralde 2018 con República
luminosa
Novelista, traductor y ensayista,
estos son los tres términos que definen el recorrido profesional de Andrés
Barba, Premio Herralde 2017 con República Luminosa. Tras Las manos
pequeñas y Agosto oscuro, Barba vuelve a indagar en el
mundo de la infancia, pero esta vez desde una perspectiva más
inquietante. República Luminosa es la historia de 83 niños que viven al margen de la
sociedad, a las afueras de la ciudad de San Cristóbal. Narrada retrospectivamente,
la novela utiliza la forma del reportaje para indagar sobre cómo se construye
el relato de un hecho histórico y para interrogarse sobre la relación de poder
entre el supuesto mundo civilizado y la figura del otro.
La novela
empieza con una cita de Paul Gauguin: “Soy dos cosas que no pueden ser
ridículas. Un salvaje y un niño”. ¿No tomamos demasiado en serio o, incluso,
ridiculizamos al salvaje y al niño?
La frase llegó
después de haber terminado al libro y pertenece al Diario Salvaje de
Gauguin. Esta frase me pareció perfecta, porque pone de manifiesto la
convicción de que tanto los salvajes como los niños son seres fuera de lo
social y confirma que tenemos miedo tanto de los salvajes como de los niños.
Esto es lo que explica el intento de civilizar y normalizar estas dos figuras
para tratar de insertarlas dentro del orden de lo social. Las palabras de
Gauguin me parecían interesantes en tanto que funcionaban como un diapasón que
mide el ritmo de la novela.
Defines la
infancia como una ficción. ¿La ficción es el relato que nos sirve para adoptar
o comprender aquello queda fuera de los social, en este caso, la infancia?
Desde la ilustración, el proceso educativo es un proceso
que busca básicamente que el niño deje de ser niño lo antes posible y se
convierta en ciudadano. Desde que el niño tiene conciencia, tratamos de que
deje de ser niño y, por tanto, tratamos borrar y eliminar todo aquello que hace
del niño un niño y no un adulto. En este sentido, la educación y la civilización
son un proceso de devastación, de borrado.
Los 32 niños
de tu novela quedan fuera de la estructura social, sin embargo, tú defines su
organización con el término de “república”, es decir, recurriendo a una
estructura de gobierno propia de nuestra civilización.
Una de las ideas básicas del libro y que nació, en parte,
de leer los libros de Maeterlinck y también de leer a Conrad es la pregunta
acerca de cómo se podría pensar el nacimiento natural de un nuevo modelo de
civilización humana completamente distinta a la nuestra. Siempre hemos fantaseado con que
la tierra sea civilizada de nuevo por una especie distinta a la humana; este ha
sido uno de los temas recurrentes de la ciencia-ficción, que ha imaginado
irrepetibles veces a la tierra tomada y controlada por otra especie, mientras
los hombres tratan de defender su civilización. Sin embargo, ¿qué sucedería si
nuestra propia genética hiciera intentos paralelos para generar modelos de
civilización distinta a los que hemos generado hasta ahora? Siguiendo este
interrogante, la República Luminosa se parece más a una utopía
anarquista que a cualquier realidad fantástica. La sociedad de estos niños es
una república anarquista y, sin duda, utópica en cuanto no hay jerarquía, el
lenguaje es una creación lúdica, el trabajo parece, en gran parte, abolido…
Los 32 niños,
al inicio, subsisten gracias a pequeños robos, pero pronto se convierten en una
sociedad autónoma y paralela a la sociedad de la que se excluye.
Sí, la
relación de los niños del contexto social varia a lo largo de la novela; al
principio, efectivamente, los niños conforman una especie de comunidad
oportunista que se beneficia de los bienes producidos por otra sociedad, pero,
a un cierto punto, como bien dices, comienzas a configurarse como una sociedad
perfectamente independiente, que se rige por leyes que desconocemos y que vive
completamente al margen. Me parecía muy divertido o, por lo menos, interesante
ver cómo se desarrollaba una sociedad desde su germen y así asistir, desde un
lugar un poco esquinado y sin tener todos los datos, a la conformación de un
sistema social que yo termino de definir como república.
¿La búsqueda
de un lugar esquinado desde donde narrar es lo que te llevó a recurrir al
género de la crónica como forma narrativa?
Sí, en gran
parte. No hago nada nuevo, es decir, República luminosa es una
novela muy clásica y son muchas las novelas que han trabajado a partir del
género de la crónica. En mi caso, recurrir a la crónica me permitía indagar
sobre cómo se construye una verdad en una sociedad a partir de un episodio
traumático. Para ello, necesitaba no sólo utilizar la forma narrativa de la
crónica, sino que la crónica fuera escrita mucho años después de los
acontecimientos narrados para que el cronista, en este caso narrador y protagonista,
pudiera integrar muchos discursos distintos sobre esos episodios, incluso,
discursos y opiniones contradictorias sobre un mismo hecho. De esta manera,
podía observar cómo la narración sobre un hecho colectivamente traumático se
conforma consensuadamente, puesto que, en el fondo, la verdad es consenso
histórico que se construye con discursos disimiles que, a veces integrados por
un cronista y a veces naturalmente superpuestos, van creando una especie de
monstruo informe.
La novela se estructura no sólo a
partir de la dualidad realidad-ficción, sino también a partir de la dualidad
bajo tierra- superficie. ¿Por qué situar la república luminosa de los niños
bajo la superficie de la sociedad?
Un libro que
me fascina y que está en el corazón de esta novela es La Peste. La
novela de Albert Camus comienza con una escena maravillosa: una rata sube a la
superficie y vomita sangre. Esta imagen refleja, por un lado, aquello que
sucede en el interior de la tierra, es decir, en el mundo de las ratas, y, por
otro lado, en el interior mismo de las ratas, donde se encuentra el germen de
la peste, que va a asolar la ciudad. Esta idea de Camus de lo que se produce
arriba y de lo que se produce abajo y que estos dos mundos están
interconectados por canales misteriosos y, sobre todo, canales mentales y
espirituales, antes que físicos, me parecía fascinante para trabajar en mi
novela. En República luminosajuego, por tanto, con la idea de los
mundos transparentes, que estaba muy presente en Camus, donde también se
planteaba la idea del destino y de la imposición de los dioses, que
aleatoriamente imponen la muerte a una ciudad entera sin aparentemente ninguna
explicación.
Esta
estructura vertical tiene también que ver con el aspecto económico: la sociedad
de la opulencia frente a la sociedad marginal de los niños.
Efectivamente
y precisamente por esto me interesaba que la sociedad que se describe en la
novela fuera una sociedad que había tenido un despertar económico. La aparición
de esos niños pone de manifiesto las distintas capas sociales y económicas que
componen la sociedad y, de hecho, me interesaba mucho que a lo largo de la
novela aparecieran niños pertenecientes a distintas clases sociales: están los
pobres, pero también está Teresa, que pertenece a una clase acomodada, pero de
origen trabajador.
Tal y como
narras en las primeras páginas, los 32 terminan siendo asesinados. Este hecho
obliga a preguntarse acerca de la legitimidad de la violencia o, en otras
palabras, ¿la violencia de Estado, aunque sea a modo de autodefensa, cómo se
legítima?
Estas dos cuestiones muy importantes en República luminosa, que es
una novela muy política y, en efecto, el tema de la violencia, que para mí era
fundamental, tiene que ver con la pregunta acerca de cómo se legitima una
acción violenta desde el punto de vista social, qué mecanismos interactúan para
que comiencen a formarse capas de ficción para legitimar la violencia sobre
alguien que debe ser protegido, en este caso los niños, y cómo la violencia se
convierte ella misma en una ficción, siendo, al mismo tiempo, una toma de
tierra: cuando ocurre un episodio violento, se suspenden todas las
especulaciones. La violencia es la toma de tierra más salvaje posible, no
admite especulación alguna. Volviendo a tu pregunta, me interesaba mucho
indagar el aspecto político de la novela y preguntarme: quien ejerce la
violencia, ¿cómo se legitima a sí mismo para ejercer la violencia,
especialmente, cuando se ejerce sobre el más débil?
La pregunta
sobre la legitimidad de la violencia es también la pregunta sobre la
responsabilidad ante los hechos narrados.
Cualquier
intento de exponer un episodio traumático social para buscar una respuesta
final es absurdo. Lo que aquí se plantean son dilemas políticos y morales que
no tienen una respuesta clara. En el fondo, la pregunta original y que precede
a las demás es la que se hacía Stuart Mills: ¿Quién debe ser protegido? ¿A quién debemos proteger para seguir siendo
humanos y civilizados? Esta es una pregunta que no tiene una respuesta clara, a
veces, la respuesta es ambigua y, todavía peor, a veces para proteger aquello
que nos hace humanos tenemos que darnos la vuelta y dispararnos a nosotros
mismo. Esto es lo que hace que la civilización sea algo tan complejo y que los
derechos del hombre no estén tan claros.
En el fondo,
tu novela plantea cuestiones muy vinculadas a la narrativa de Conrad: el
encuentro entre la “civilización” y el otro, el “salvaje”, al que el
“civilizado” impone su orden y sus valores.
Efectivamente, en muchos de sus relatos, lo que hace
Conrad es llevar a alguien “civilizado” a un contexto supuestamente
incivilizado y convertirle en el salvaje civil, es decir, en aquel que trata de
imponer por la violencia los supuestos principios de la democracia y la razón.
Al final, el personaje de Conrad acaba desenmascarándose a sí mismo y
desenmascarando las contradicciones de la supuesta civilización: aquellos
valores que aquí nos parece razonable, extrapolados en otro contexto revelan su
naturaleza violencia e irracional. Con Conrad, el lector percibe la
aleatoriedad de los valores que hemos elegido como valores sociales y
percibimos, consecuentemente, la intercambiabilidad de los valores.
Al final,
estamos hablando del imperialismo de Occidente, de la voluntad de
“occidentalizar” al otro.
La relación de la “civilización” con el otro, con el
supuesto salvaje, es siempre una relación de verticalidad y de poder: el
poderoso impone unos valores al débil.
Otros de los
temas importantes de la novela es el de la paternidad.
Es uno de los temas centrales del libro, tanto desde el
punto de vista figurado como desde el punto de vista real. Todas las relaciones
son relaciones construidas y, por tanto, son relaciones de ficción, relaciones
inventadas. Mientras la maternidad es un sentimiento natural o, por lo menos,
hay una aproximación estrictamente natural al hecho de ser madre, la paternidad
es un sentimiento inventado y es, además, un trasunto de lo que la sociedad nos
hace a nosotros. En efecto, la sociedad inventa constantemente la relación con
nosotros, según nuestras necesidades y según la evolución de nuestra situación.
En este sentido, la paternidad engloba no solo la relación padre-hija, sino
también la relación de la sociedad con quienes la habitan; en otras palabras,
en la novela, la paternidad tiene que ver con aquello que les sucede a los
padres con respecto a sus hijos, pero también con el papel que adopta la
sociedad con respecto a la defensa tanto de los niños como de sí misma y de sus
valores.
Asimismo, la
novela aborda también el tema de la ausencia de un “padre”.
Lo que sucede a los 32 niños es que no tienen un
tutelaje, no tienen un adulto y, por tanto, no están sometidos a la autoridad
de un adulto, que trate de convertirlos en ciudadanos lo antes posibles. Estos
niños están abandonados a la fuerza de su propia infancia y esto es lo que da
miedo. ¿En qué se convierte un niño abandonado a su propia suerte?
También habría
que preguntarse en qué convertimos los adultos a los niños.
Hay un libro que a mí me fascina que es La tentación de la inocencia, donde
Pascal Bruckner plantea cómo los adultos esperamos constantemente que los niños
sostengan delante de nosotros la representación de que la infancia ha sido y es
la edad de la felicidad. La imposición vertical que obliga a los niños a
representar la felicidad y la alegría que supuestamente debe ser la infancia es
una forma de eludir una enorme y considerable naturaleza de la infancia: el
horror, la lucha, la violencia, el desamparo. Todos recordaremos estos
sentimientos si nos detenemos a recordar con seriedad de la infancia, sin
embargo, en esa proyección vertical que lleva a imponer a los niños representar
una felicidad inexistente solo se explica por la necesidad del adulto de
conservar la ilusión de que él también fue parte de ese paraíso llamado infancia.
La
construcción del niño por parte del adulto hace todavía más difícil acercarse
literariamente a la infancia sin impostura.
Hay muchos
peligros a la hora de hacer hablar a los niños, porque hay muchos lugares
comunes. Es muy difícil dar con verosimilitud la voz a los niños sin caer en la
cursilería o en la impostación. Los autores que me interesan que acaban
tratando temas vinculados a la infancia, siempre optan por una vía diagonal; en
mi caso, es el narrador el que especula sobre aquello que piensan los niños,
sobre la razón de su comportamiento y trata de recomponer un puzle, si bien la
mente de esos niños sigue siendo un misterio. En el mismo instante que tú pones
un pie en el templo del niño, todo se vuelve falso; en el momento que tú adoptas
la voz del niño y la imposta, la verosimilitud del texto se viene abajo. Por
esto, para hablar de los niños es necesario hablar desde fuera, desde un lugar
externo porque, de lo contrario, el mundo infantil se vuelve falso,
inconsistente, absurdo.
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