Fernando
García de Cortázar
“Se
educó entre hombres para quienes las ideas eran a menudo más reales que los
hechos.” En su celebrada biografía de Marx, Isaiah Berlin caracterizaba de este
modo el ambiente en que se formaron los revolucionarios socialistas de mediados
del siglo XIX. No se trataba sólo de personas con la apreciable voluntad de
mejorar el mundo, sino de individuos empeñados en convertir la existencia
humana en el campo de pruebas de una utopía. La historia nos ha señalado cuál
fue el precio pagado por aquel esfuerzo. Y es justo aceptar que incluso los
errores cometidos brotaban de las esperanzas que los ambiciosos afanes de la
Ilustración pusieron en los corazones de los hombres y que su intolerancia pudo
ser el fruto de una virtud exagerada que les llevó a renunciar muchas veces al
realismo y hasta a la compasión.
Pero el
carácter de nuestra actual izquierda poco tiene que ver con una rectitud
desordenada o con una firmeza abusiva. No estamos ante honrados apóstoles
con el gesto marcado por la severidad de una doctrina, sino ante insolentes
profesionales que se ganan el sueldo amedrentando a quienes ponen en duda la
calidad de su producto. Nuestra izquierda no ha madurado hacia un pacífico
pragmatismo, sino que ha envejecido hacia un colérico descreimiento. No ha
ganado flexibilidad en la defensa de sus principios, sino intransigencia en la
justificación de su conducta. No es leal a unas ideas cuya discusión pueda
enriquecer a todos, sino fiel a unas consignas indiscutibles.
Nada ha
hecho tanto daño a nuestra normalización democrática como la impunidad con la
que la izquierda se ha movido, segura de que sus ideas tenían un valor moral
añadido, una mayor envergadura cívica y una inexpugnable solidez teórica. La
falta de resistencia cultural a sus dictados es responsable de la ausencia de
un necesario debate sobre algunas cuestiones que en cualquier país avanzado
nunca podrían plantearse con la mezcla de acritud e ignorancia con que se
exponen en el nuestro.
Esa inexplicable ventaja que concedemos a la izquierda
no ha servido, sin embargo, para que esta preste oídos a las ideas ajenas, sino
para que eleve el tono de hartazgo e irritación con el que se digna
mencionarlas. Si en anteriores reflexiones me he referido a asuntos de una
agenda más habitual, como el derecho a la educación, la defensa del sector
público, la tutela de la igualdad de género o la vigencia del carácter de clase
de las opciones políticas, hay dos cuestiones que sólo en España parecen
haberse constituido en la línea divisoria que separa a los ciudadanos modernos
de los cavernícolas que impiden nuestra conversión colectiva en una nación
democrática normalizada.
La
primera es esa vehemente defensa de una sociedad laica que siempre se afirma
sobre el sombrío y estéril terreno del anticlericalismo.
A nuestra izquierda le
faltan toneladas de sutileza y cultura para distinguir entre ambos conceptos y,
en cambio, le sobran océanos de confusión intelectual, prejuicios
históricos y vulgaridad argumentativa para aceptar que hablamos de cosas
distintas. Resulta patético observar cómo sólo en función de su propia
inseguridad y de su deseo de afirmar un perfil ideológico que nadie en su sano
juicio plantea en el mundo occidental, la izquierda española trata de presentar
los valores del catolicismo como un asunto que se refiere, exclusivamente, a
los privilegios de la Iglesia. Una lógica exigencia del respeto a la libertad
religiosa y una pasmosa deferencia, cuando no sorprendente fascinación, por
confesiones ajenas a la católica, se acompañan de una recelosa actitud ante lo
que son además de creencias metafísicas, valores morales, normas de
conducta y criterios de organización social de los cristianos españoles.
De
ningún modo se trata de que los católicos impongan esos valores a quienes
no lo son, sino de que puedan disponer de ellos sin sentirse insultados o
ridiculizados, ni acusados de un inicuo sectarismo. Mientras en España basta
con que alguna persona declare profesar una fe distinta al catolicismo
para que la izquierda exija la custodia de los derechos de una minoría,
cualquier opinión emitida por un católico en nombre de sus principios es
considerada un vuelo hacia el pasado más fanático y una insufrible
agresión a la libertad de todos en nombre de la conciencia de unos pocos. El
catolicismo es sistemáticamente arrojado del espacio público, como si una
creencia personal compartida por buena parte de los españoles fuera un asunto íntimo,
que en nada tuviera que plasmarse en la vida colectiva. Mientras se considera
legítimo que se defiendan concepciones sociales antagónicas del catolicismo, se
niega que ese mismo derecho pueda ser ejercido por quienes comparten
además de una creencia religiosa, un modo de existencia. Creer que los
católicos deben mostrarse indiferentes a los criterios con los que se trama el
tejido moral de una comunidad es confundir dos ámbitos perfectamente
distinguibles en la articulación de nuestra sociedad: la defensa pública de
unos valores y la imposición del privilegio de una institución.
La
segunda cuestión quizás se refiera a esa nostalgia de lo absoluto
en la que, según George Steiner, desembocó la secularización de las sociedades
europeas hace dos siglos. Porque no es casual que el anticlericalismo infantil
que quiere presentarse como laicidad se haya acompañado de una actitud
reverencial ante la mística silvestre del nacionalismo mientras se frivoliza
con los derechos más esenciales de los ciudadanos. En este caso, el derecho a
ser español, garantizado por la Constitución de 1978 y corroborado en las diez
elecciones a Cortes realizadas desde su aprobación por no hablar de algo que
quizás a otros les parecerá secundario, pero no a mí: la tradición verificable
de quinientos años de Estado común y los doscientos de nación constitucional
que llevamos en eso que en todos los países civilizados suele llamarse
historia.
Si
sufrimos hoy la impugnación más grave que ha soportado España, no es
atribuible sólo a la tarea minuciosa y tramposa de los nacionalistas, probada
en esa doblez que les permite afirmar identidades irrevocables y firmar
acuerdos olvidadizos. Debemos ponerlo también en el saldo de esa izquierda que
ha traicionado a sus propios fundadores para entregar esta nación, que un día
dijo querer defender, a quienes ansían destruirla. Curiosamente, no en nombre
de la lucha de clases o en busca del paraíso proletario, sino empujada por su
patológico despiste al servicio de los egoístas horizontes de una oligarquía
regional.
No
debería sorprendernos este cambio de actitud, que separa a nuestra izquierda
actual de quienes empezaron a construirla en España, armados por ideas que
podemos considerar equivocadas, pero no carentes de dignidad. A esta izquierda
inmadura, a esta izquierda adolescente, se le pueden aplicar las palabras con
las que el propio Marx se refería a quienes repiten la historia, primero como
tragedia, luego como farsa: no son más que parodia de aquellos principios, no
son más que anacronismo frente al progreso, no son más que un espectro
que quiere hacerse pasar por espíritu.
Fernando García de Cortázar
Director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad
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