jueves, 5 de diciembre de 2013

EL MUNDO, LA FAMILIA, NUESTROS HIJOS

El mundo, la familia, nuestros hijos, el sistema
Por Carlos A. Trevisi

A modo de introducción
Los últimos acontecimientos que han tenido lugar en el mundo nos obligan a una reflexión que excede el marco político, el religioso y hasta el personal; una reflexión que está más allá de todo.
Este nuevo mundo, que se despega cada vez más de nosotros, está destruyendo valores sin siquiera proponérselo. Simplemente los destruye porque su derrotero no los contempla, no los necesita.  Así, los aplasta como un elefante aplastaría a un ratón: sin darse cuenta.
Los recursos de los que se vale son la información y una red de comunicaciones inimaginable hace apenas 15 años. Manipula la información, domina las redes y nos transforma en convidados de piedra, distanciándonos cada vez más del conocimiento. El crecimiento exponencial de la información, la precisión y velocidad de las redes de comunicaciones, y los distractores que conlleva – la televisión, el mayor de ellos-  nos van aletargando al extremo de que perdemos capacidad reflexiva. El “mare mágnum” informativo nos sobrepasa, nos desalienta y quedamos inermes. Es el signo de los tiempos.
Se avecina un “crack” –uno más de todos los que han sacudido la natural tendencia del hombre a dejar que los demás hagan por él- del que nadie va a quedar exento. El primer mundo no tiene capacidad, per se,  para impedir el desastre. Por eso, quebrando valores esenciales a la vida, y en satisfacción de necesidades  no siempre justificables, acude a otras latitudes en busca de insumos críticos con los que se hace sin complejos. Prueba de ello son las guerras que se han desatado.  A poco de terminadas relucen todas las mentiras y afloran los intereses que verdaderamente las han impulsado. Su frecuencia está en relación directa con le imperiosa necesidad de sostener un sistema que está al borde de la anoxia. No pasará mucho antes de que otra guerra sacuda nuestros adentros.
La recesión  está golpeando nuestras puertas. El desempleo –o el empleo basura, que es una vertiente de aquél- los golpes financieros que nos empobrecen de un día para otro,  la educación que no sabe dar respuesta a los cambios, la seguridad ciudadana, totalmente apabullada por un incremento del delito que no tiene nombre; el armamentismo (la crisis económico-financiera de Israel, casi terminal, no se entiende a la luz de sus inversiones en armamentos, a ese extremo se ha llegado); la sanidad (50 millones de norteamericanos caídos del sistema de la seguridad social y un presupuesto para la guerra de Irak que insumió cerca de 200 mil millones de dólares); la justicia, en manos de los poderosos –léase el caso de los prisioneros de Guantánamo , el no menos sonado de Berlusconi en Italia...
En esta crisis entran nuestros hijos; es la herencia que les vamos a dejar. Cuando se caiga todo, nuestros hijos tendrán que asumir el desastre. Si están capacitados para ello,  no les será difícil; pilotearán bien los cambios y podrán sacar la crisis adelante.
Si están capacitados para ello, insisto.
Por ahora,  andan sueltos y solos.  Ya que el hogar y la escuela no prestan apoyo, su necesidad de plenitud, que la tienen,  se satisface, incompleta, fuera de los ámbitos que naturalmente hasta ahora fueron los más propios para su educación. La calle, el mundo exterior, egoísta y hostil, es su habitat y poco podrán hacer si no entran en él con una infraestructura  sólida que autorice una inserción acabada. Y esa es tarea nuestra.
El descuido que los padres hemos hecho de los valores creyendo que bastaba con recitarlos, el  desinterés por el  conocimiento, la abulia que nos anima, han eclipsado nuestra relación con ellos centrifugándolos del entorno familiar. El ámbito escolar, con sus filas de bancos donde se investigan la nuca del que los precede, en un  degenerado alineamiento antieducativo que impide el diálogo y la puesta en común; con  maestros que aún sostienen que “eso de la informática no es para ellos”, como si pudieran decidir acerca de los recursos prescindiendo de la realidad que los circunda;  que no quieren saber nada con los padres, a los que imputan que depositan a sus hijos en las aulas para quitárselos de encima,  y sin ninguna imaginación para encarar una vida de relación que termine en un espléndido encuentro , los colegios, insisto,  poco aportan.
En pocos años el hogar se transformará en el lugar donde se acuda a dormir y la escuela en un centro de información donde se obtendrán datos y se evaluarán rendimientos. Otra forma de vida, otra forma de ser que no está necesariamente mal, que sólo es distinta, pero que padres y maestros tenemos que encarar  ahora mismo para que los chicos puedan asumir el cambio.
Esta es la realidad que estamos empezando a vivir y de la que no tenemos porqué sentirnos satisfechos, sino más bien todo lo contrario. Entendemos que la vida nos apura y apenas si tenemos tiempo para sobrevivir a las angustias cotidianas. Pero también sabemos que tenemos una responsabilidad que no podemos dejar de lado.
Así, ni como padres ni como maestros podemos  dar pruebas de nuestra ligereza para encarar las nuevas tecnologías porque ya habitan en nuestros hijos.
Tampoco podemos los padres mantener una estructura familiar que los centrifugue ni puede el colegio hacerlo. La pérdida de estas dos instituciones contribuirán a un vacío afectivo que no podrán recuperar de mayores.
Tampoco podemos, ni padres ni maestros, conculcar su independencia, se mire como se mirare: desde el temor a que les pase algo o desde nuestra propia incapacidad para impulsarlos a que sean ellos mismos.
Tampoco podemos abandonar nuestros intentos para que descubran las maravillas del conocimiento como elaboración estratégica personal para afrontar una vida rica en alternativas, fluida, creativa e imaginativa.
Ni podemos contarles cuentos de hadas respecto de Dios y de la Iglesia. Las cosas son como son y si ambos, Dios e Iglesia  se precipitan a tierra, es porque no hemos sabido poner en acto la existencia del uno ni las virtudes de la otra.
Tampoco podemos hablar de paz si en nuestros corazones anida la indiferencia por los demás y  terminamos aplaudiendo cualquier guerra que se montan por ahí los intereses económicos.
Ni hablar de amor si tenemos a toda la humanidad bajo sospecha.
Tampoco podemos enseñarles la virtud de la puesta en común si vivimos para dentro, vidas individuales, incluso en el seno del hogar.
Tampoco podemos insistir en que todo es una porquería, porque no es cierto. La vida es lo más maravilloso que tenemos y ellos lo saben;  miran adelante y saben que les espera un mundo descarnado,  en el que podrán intervenir creando circunstancias, estableciendo relaciones  y celebrando nuevos encuentros.
No podemos dejar que entren desnudos, despojados de todo, como si se tratara de un comienzo cuyo pasado no tiene nada que aportar.
Si nuestro aporte es vital, nuestro legado es irremplazable: tenemos que convocarlos a descubrir que el conocimiento es el sustento de la vida.
Y para eso es menester que pongamos el nuestro propio en acto y cumplamos con nuestro deber de maestros y padres.

El sistema

El sistema en el que vivimos –como cualquier otro sistema- es opresivo. La opresión que ha ejercido sobre nosotros se ha manifestado a través de sus instituciones. No obstante, nadie puede vivir ajeno a esas instituciones  que nacen a partir de principios con los que la cultura nos consustancia desde el mismo momento en que nacemos. A nadie se le puede ocurrir, en el mundo occidental,  que la relación de pareja sea poligámica, por ejemplo, o que se niegue la aplicación de una transfusión de sangre al que la necesita o que el estado se quede con los ahorros de los ciudadanos.  Se trata de derechos que derivan de principios a los que adherimos por cultura y por convicción.
Sin embargo, una cosa son los principios  –la verdad, la misericordia, la entrega, la justicia  y demás, de donde derivan otros, como el derecho a la vida o a la propiedad -  y otra muy distinta las instituciones que los ponen en vigencia; lo que podríamos llamar la instrumentalización de esos principios.
Cuando uno apela a la justicia de un tribunal para dirimir un pleito, el principio de justicia pasa a ser una referencia en la interpretación que hace la  ”institución judicial” , es decir el tribunal.
Es entonces cuando juega  otro tipo de principios, los que podríamos llamar “de circunstancias”.
La vida, que se enaltece en los primeros, sin embargo, transcurre entre los segundos. Y es en ellos  donde las cosas dejan de ser blancas o negras y hay que hacerlas transitar por la zona de grises.  No podemos  aplicar principios absolutos a  las meras circunstancias, porque, de ser así, matar en defensa propia, no punible judicialmente, sería tan condenable como matar para robar.  
En los últimos años, aquellos que prácticamente cubren la totalidad de vuestras vidas, el “mercado” se ha apoderado de la familia, del estado, de los partidos políticos, de la salud,  de la educación, de los sindicatos, de la seguridad, de las universidades y hasta de la defensa nacional,  y maneja  sus instituciones según sus propias necesidades.
El mercado hace caso omiso de los principios, cualesquiera sean, porque no está atado a ningún compromiso que no sea el del beneficio de la renta.  De ahí el desmoronamiento de los valores con los que tradicionalmente han jugado las  instituciones.  Se ha institucionalizado aquello del tango: “lo mismo un ladrón que un gran profesor”
En este “mercado”, que sólo podríamos aceptar por resignación pero jamás por convicción, querer mantener en alto los “principios” sólo puede redundar en detrimento de nuestras posibilidades.  No creo que nos hayamos transformado todos  en unos mal vivientes, pero sí que, casi sin darnos cuenta, hemos ido abandonando a la familia y a la escuela en manos de las circunstancias, como si no nos interesaran; nada menos que dos instituciones que, por lo que les cumple hacer en el ámbito de la sociedad, son pilares fundamentales de nuestra vida. 

La familia

Se podrá decir que hay tantos tipos de familia como estamentos sociales. Sin embargo, como nunca antes, hay contenidos transversales de brutal impacto  que las afectan por igual.
El “sistema” necesita una campana que suene en todas partes. Le da lo mismo el sonido que propague. Lo que interesa es que la gente tenga presente la campana.  Tal el caso de la televisión, del fútbol, del veraneo, del coche nuevo, entre otros.
La pertenencia  de la gente a un determinado estamento social  no la inhibe de “disfrutar” de la tele, ni del fútbol ni de ninguna de esas “ofertas”.  Si no tiene acceso a una pantalla de plasma, o a un BMW satisfará su necesidad de pertenencia con un aparato de 14´ , con uno de esos coches que se venden a 50 euros por mes durante diez años, o comprando los mismos modelos de ropa que ofrecen las grandes tiendas en el mercadillo del pueblo. Pero no le faltará nada de lo que le ofrece el mercado. Habrá comprado un televisor para ver a los Serrano, o los programas documentales de la 2, pero tendrá televisor; tendrá motivos de conversación tanto siendo del Real Madrid como del Barza, pero hablará de fútbol; irá a veranear a Benidorm, a la Costa Brava o a Mónaco, pero veraneará:  se matará en un puente dentro de su cochecito de 50€, o en su BMW, pero se matará. Tarde o temprano a todos nos llega el campanazo.
Cuando vemos un anuncio por televisión, por ejemplo el de un señor que besa su coche, no pensamos que el tipo es un idiota: todo nos empuja a pensar en el coche. El tipo que besa el coche sirve de disparador para llamar nuestra atención; es el sonido de la campana (justo es decir, sin embargo, que hay avisos tan artísticos que uno no recuerda qué promocionan: el sonido ha sido tan dulce que uno ni se acuerda de la campana. Desgraciadamente son los menos).
La campana nos convoca a lo que es accesorio. Nunca suena para avisarnos que Savater va a dar una charla sobre educación en el Ateneo de Madrid ni que Umberto Eco va a disertar sobre las “Ilusiones perdidas” en la Complutense.
Tampoco suena la campana para advertirnos de que la familia española está en crisis, en una severa crisis que afecta, sobre todo, a los hijos.

La familia media

No me gusta hablar de “clases sociales” porque  creo que ya no existen. Sin embargo, si hay un grupo humano que es de analizar con detenimiento es precisamente el de la “clase media”, denominación ésta que excede mi afán por desvirtuar las clases sociales, tal su presencia en nuestra sociedad.  Tradicionalmente la “clase media” es la depositaria de las costumbres y jueza de las transformaciones que se operan en la sociedad.  No impulsa los cambios, pero es principal referente cuando evidencia su aceptación o rechazo.
Hay un tipo de familias de esta condición social, una gran mayoría, que  han aprovechado y disfrutado del “boom” económico de la España de los últimos años. La abundancia ha autorizado a que mucha gente sin capacitación formal pero con clara inteligencia y  gran empuje, haya accedido a una posición expectante. Sin preparación para abordar trabajos para los que es imprescindible una formación sistemática –funcionarios, empleados administrativos, técnicos, etc.-  se han lanzado a trabajar por cuenta propia  aprovechando los nichos que ha ido creando la abundancia -restauración, hostelería, franquicias de cualquier género- y otros servicios que demanda  una sociedad dinámica como la nuestra.
La “vieja” clase media, que aún se sostiene desde el funcionariato  y  empleos que reclaman una cierta especialización,  y que ha sido la que tradicionalmente ha marcado las pautas sociales , se va replegando ante el empuje  de los nuevos “cuentapropistas” que no tienen tradición de “mantenimiento”.  No tienen nada que rescatar de su pasado como para transformarlo y relanzarlo a la sociedad.  Son todo presente, aunque  incierto futuro: no saben hasta cuándo durará.

Se caracterizan por ser sumamente ansiosos; no manejan bien sus afectos; son de fácil relación pero de difícil encuentro con los demás; se “muestran” entre sus pares;  son consumistas; viven pendientes del dinero, que es su medida de todas las cosas;  son voluntariosos para sacar adelante su trabajo, pero desoyen otros llamados que exigen el mismo esfuerzo: la atención de la familia,  su necesidad de capacitarse para acompañar a sus hijos en los estudios…; su formación es apenas rasante: son ignorantes, no saben entender un texto sencillo, un discurso; no saben  participar de una argumentación, son dispersos. En pocas palabras,  viven atados a la “campana”: el fútbol,  los Serrano, el paddle, el coche nuevo, el chalet, comidas afuera, y colegios privados para sus hijos.

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