El mundo, la familia, nuestros hijos, el sistema
Por Carlos A. Trevisi
A modo de introducción
Los últimos
acontecimientos que han tenido lugar en el mundo nos obligan a una reflexión
que excede el marco político, el religioso y hasta el personal; una reflexión
que está más allá de todo.
Este nuevo mundo, que se
despega cada vez más de nosotros, está destruyendo valores sin siquiera
proponérselo. Simplemente los destruye porque su derrotero no los contempla, no
los necesita. Así, los aplasta como un
elefante aplastaría a un ratón: sin darse cuenta.
Los recursos de los que
se vale son la información y una red de comunicaciones inimaginable hace apenas
15 años. Manipula la información, domina las redes y nos transforma en
convidados de piedra, distanciándonos cada vez más del conocimiento. El
crecimiento exponencial de la información, la precisión y velocidad de las
redes de comunicaciones, y los distractores que conlleva – la televisión, el
mayor de ellos- nos van aletargando al
extremo de que perdemos capacidad reflexiva. El “mare mágnum” informativo nos
sobrepasa, nos desalienta y quedamos inermes. Es el signo de los tiempos.
Se avecina un “crack”
–uno más de todos los que han sacudido la natural tendencia del hombre a dejar
que los demás hagan por él- del que nadie va a quedar exento. El primer mundo
no tiene capacidad, per se, para impedir
el desastre. Por eso, quebrando valores esenciales a la vida, y en satisfacción
de necesidades no siempre justificables,
acude a otras latitudes en busca de insumos críticos con los que se hace sin
complejos. Prueba de ello son las guerras que se han desatado. A poco de terminadas relucen todas las
mentiras y afloran los intereses que verdaderamente las han impulsado. Su
frecuencia está en relación directa con le imperiosa necesidad de sostener un
sistema que está al borde de la anoxia. No pasará mucho antes de que otra
guerra sacuda nuestros adentros.
La recesión está golpeando nuestras puertas. El desempleo
–o el empleo basura, que es una vertiente de aquél- los golpes financieros que
nos empobrecen de un día para otro, la
educación que no sabe dar respuesta a los cambios, la seguridad ciudadana,
totalmente apabullada por un incremento del delito que no tiene nombre; el
armamentismo (la crisis económico-financiera de Israel, casi terminal, no se
entiende a la luz de sus inversiones en armamentos, a ese extremo se ha
llegado); la sanidad (50 millones de norteamericanos caídos del sistema de la
seguridad social y un presupuesto para la guerra de Irak que insumió cerca de
200 mil millones de dólares); la justicia, en manos de los poderosos –léase el
caso de los prisioneros de Guantánamo , el no menos sonado de Berlusconi en
Italia...
En esta crisis entran
nuestros hijos; es la herencia que les vamos a dejar. Cuando se caiga todo, nuestros
hijos tendrán que asumir el desastre. Si están capacitados para ello, no les será difícil; pilotearán bien los
cambios y podrán sacar la crisis adelante.
Si están capacitados para
ello, insisto.
Por ahora, andan sueltos y solos. Ya que el hogar y la escuela no prestan
apoyo, su necesidad de plenitud, que la tienen,
se satisface, incompleta, fuera de los ámbitos que naturalmente hasta
ahora fueron los más propios para su educación. La calle, el mundo exterior,
egoísta y hostil, es su habitat y poco podrán hacer si no entran en él con una
infraestructura sólida que autorice una
inserción acabada. Y esa es tarea nuestra.
El descuido que los
padres hemos hecho de los valores creyendo que bastaba con recitarlos, el desinterés por el conocimiento, la abulia que nos anima, han
eclipsado nuestra relación con ellos centrifugándolos del entorno familiar. El
ámbito escolar, con sus filas de bancos donde se investigan la nuca del que los
precede, en un degenerado alineamiento
antieducativo que impide el diálogo y la puesta en común; con maestros que aún sostienen que “eso de la
informática no es para ellos”, como si pudieran decidir acerca de los recursos
prescindiendo de la realidad que los circunda;
que no quieren saber nada con los padres, a los que imputan que
depositan a sus hijos en las aulas para quitárselos de encima, y sin ninguna imaginación para encarar una
vida de relación que termine en un espléndido encuentro , los colegios,
insisto, poco aportan.
En pocos años el hogar se
transformará en el lugar donde se acuda a dormir y la escuela en un centro de
información donde se obtendrán datos y se evaluarán rendimientos. Otra forma de
vida, otra forma de ser que no está necesariamente mal, que sólo es distinta,
pero que padres y maestros tenemos que encarar
ahora mismo para que los chicos puedan asumir el cambio.
Esta es la realidad que
estamos empezando a vivir y de la que no tenemos porqué sentirnos satisfechos,
sino más bien todo lo contrario. Entendemos que la vida nos apura y apenas si tenemos
tiempo para sobrevivir a las angustias cotidianas. Pero también sabemos que
tenemos una responsabilidad que no podemos dejar de lado.
Así, ni como padres ni
como maestros podemos dar pruebas de
nuestra ligereza para encarar las nuevas tecnologías porque ya habitan en
nuestros hijos.
Tampoco podemos los
padres mantener una estructura familiar que los centrifugue ni puede el colegio
hacerlo. La pérdida de estas dos instituciones contribuirán a un vacío afectivo
que no podrán recuperar de mayores.
Tampoco podemos, ni
padres ni maestros, conculcar su independencia, se mire como se mirare: desde
el temor a que les pase algo o desde nuestra propia incapacidad para
impulsarlos a que sean ellos mismos.
Tampoco podemos abandonar
nuestros intentos para que descubran las maravillas del conocimiento como
elaboración estratégica personal para afrontar una vida rica en alternativas,
fluida, creativa e imaginativa.
Ni podemos contarles
cuentos de hadas respecto de Dios y de la Iglesia. Las cosas
son como son y si ambos, Dios e Iglesia
se precipitan a tierra, es porque no hemos sabido poner en acto la
existencia del uno ni las virtudes de la otra.
Tampoco podemos hablar de
paz si en nuestros corazones anida la indiferencia por los demás y terminamos aplaudiendo cualquier guerra que
se montan por ahí los intereses económicos.
Ni hablar de amor si
tenemos a toda la humanidad bajo sospecha.
Tampoco podemos
enseñarles la virtud de la puesta en común si vivimos para dentro, vidas
individuales, incluso en el seno del hogar.
Tampoco podemos insistir
en que todo es una porquería, porque no es cierto. La vida es lo más
maravilloso que tenemos y ellos lo saben;
miran adelante y saben que les espera un mundo descarnado, en el que podrán intervenir creando
circunstancias, estableciendo relaciones
y celebrando nuevos encuentros.
No podemos dejar que
entren desnudos, despojados de todo, como si se tratara de un comienzo cuyo
pasado no tiene nada que aportar.
Si nuestro aporte es
vital, nuestro legado es irremplazable: tenemos que convocarlos a descubrir que
el conocimiento es el sustento de la vida.
Y para eso es menester
que pongamos el nuestro propio en acto y cumplamos con nuestro deber de
maestros y padres.
El sistema
El sistema en el que vivimos –como cualquier
otro sistema- es opresivo. La opresión que ha ejercido sobre nosotros se ha
manifestado a través de sus instituciones. No obstante, nadie puede vivir ajeno
a esas instituciones que nacen a partir
de principios con los que la cultura nos consustancia desde el mismo momento en
que nacemos. A nadie se le puede ocurrir, en el mundo occidental, que la relación de pareja sea poligámica, por
ejemplo, o que se niegue la aplicación de una transfusión de sangre al que la
necesita o que el estado se quede con los ahorros de los ciudadanos. Se trata de derechos que derivan de
principios a los que adherimos por cultura y por convicción.
Sin embargo, una cosa son los principios –la verdad, la misericordia, la entrega, la
justicia y demás, de donde derivan
otros, como el derecho a la vida o a la propiedad - y otra muy distinta las instituciones que los
ponen en vigencia; lo que podríamos llamar la instrumentalización de esos
principios.
Cuando uno apela a la justicia de un tribunal
para dirimir un pleito, el principio de justicia pasa a ser una referencia en
la interpretación que hace la
”institución judicial” , es decir el tribunal.
Es entonces cuando juega otro tipo de principios, los que podríamos
llamar “de circunstancias”.
La vida, que se enaltece en los primeros, sin
embargo, transcurre entre los segundos. Y es en ellos donde las cosas dejan de ser blancas o negras
y hay que hacerlas transitar por la zona de grises. No podemos
aplicar principios absolutos a
las meras circunstancias, porque, de ser así, matar en defensa propia,
no punible judicialmente, sería tan condenable como matar para robar.
En los
últimos años, aquellos que prácticamente cubren la totalidad de vuestras vidas,
el “mercado” se ha apoderado de la familia, del estado, de los partidos
políticos, de la salud, de la educación,
de los sindicatos, de la seguridad, de las universidades y hasta de la defensa
nacional, y maneja sus instituciones según sus propias
necesidades.
El mercado hace caso omiso de los principios,
cualesquiera sean, porque no está atado a ningún compromiso que no sea el del
beneficio de la renta. De ahí el
desmoronamiento de los valores con los que tradicionalmente han jugado las instituciones. Se ha institucionalizado aquello del tango:
“lo mismo un ladrón que un gran profesor”
En este “mercado”, que sólo podríamos aceptar
por resignación pero jamás por convicción, querer mantener en alto los
“principios” sólo puede redundar en detrimento de nuestras posibilidades. No creo que nos hayamos transformado
todos en unos mal vivientes, pero sí
que, casi sin darnos cuenta, hemos ido abandonando a la familia y a la escuela
en manos de las circunstancias, como si no nos interesaran; nada menos que dos
instituciones que, por lo que les cumple hacer en el ámbito de la sociedad, son
pilares fundamentales de nuestra vida.
La familia
Se podrá
decir que hay tantos tipos de familia como estamentos sociales. Sin embargo,
como nunca antes, hay contenidos transversales de brutal impacto que las afectan por igual.
El
“sistema” necesita una campana que suene en todas partes. Le da lo mismo el
sonido que propague. Lo que interesa es que la gente tenga presente la
campana. Tal el caso de la televisión,
del fútbol, del veraneo, del coche nuevo, entre otros.
La
pertenencia de la gente a un determinado
estamento social no la inhibe de
“disfrutar” de la tele, ni del fútbol ni de ninguna de esas “ofertas”. Si no tiene acceso a una pantalla de plasma,
o a un BMW satisfará su necesidad de pertenencia con un aparato de 14´ , con
uno de esos coches que se venden a 50 euros por mes durante diez años, o
comprando los mismos modelos de ropa que ofrecen las grandes tiendas en el
mercadillo del pueblo. Pero no le faltará nada de lo que le ofrece el mercado.
Habrá comprado un televisor para ver a los Serrano, o los programas
documentales de la 2, pero tendrá televisor; tendrá motivos de conversación
tanto siendo del Real Madrid como del Barza, pero hablará de fútbol; irá a
veranear a Benidorm, a la
Costa Brava o a Mónaco, pero veraneará: se matará en un puente dentro de su cochecito
de 50€, o en su BMW, pero se matará. Tarde o temprano a todos nos llega el
campanazo.
Cuando
vemos un anuncio por televisión, por ejemplo el de un señor que besa su coche,
no pensamos que el tipo es un idiota: todo nos empuja a pensar en el coche. El
tipo que besa el coche sirve de disparador para llamar nuestra atención; es el
sonido de la campana (justo es decir, sin embargo, que hay avisos tan
artísticos que uno no recuerda qué promocionan: el sonido ha sido tan dulce que
uno ni se acuerda de la campana. Desgraciadamente son los menos).
La
campana nos convoca a lo que es accesorio. Nunca suena para avisarnos que
Savater va a dar una charla sobre educación en el Ateneo de Madrid ni que
Umberto Eco va a disertar sobre las “Ilusiones perdidas” en la Complutense.
Tampoco
suena la campana para advertirnos de que la familia española está en crisis, en
una severa crisis que afecta, sobre todo, a los hijos.
La familia media
No me
gusta hablar de “clases sociales” porque
creo que ya no existen. Sin embargo, si hay un grupo humano que es de
analizar con detenimiento es precisamente el de la “clase media”, denominación
ésta que excede mi afán por desvirtuar las clases sociales, tal su presencia en
nuestra sociedad. Tradicionalmente la
“clase media” es la depositaria de las costumbres y jueza de las
transformaciones que se operan en la sociedad.
No impulsa los cambios, pero es principal referente cuando evidencia su
aceptación o rechazo.
Hay un
tipo de familias de esta condición social, una gran mayoría, que han aprovechado y disfrutado del “boom”
económico de la España
de los últimos años. La abundancia ha autorizado a que mucha gente sin
capacitación formal pero con clara inteligencia y gran empuje, haya accedido a una posición expectante.
Sin preparación para abordar trabajos para los que es imprescindible una
formación sistemática –funcionarios, empleados administrativos, técnicos,
etc.- se han lanzado a trabajar por
cuenta propia aprovechando los nichos
que ha ido creando la abundancia -restauración, hostelería, franquicias de
cualquier género- y otros servicios que demanda
una sociedad dinámica como la nuestra.
La
“vieja” clase media, que aún se sostiene desde el funcionariato y
empleos que reclaman una cierta especialización, y que ha sido la que tradicionalmente ha
marcado las pautas sociales , se va replegando ante el empuje de los nuevos “cuentapropistas” que no tienen
tradición de “mantenimiento”. No tienen
nada que rescatar de su pasado como para transformarlo y relanzarlo a la
sociedad. Son todo presente, aunque incierto futuro: no saben hasta cuándo
durará.
Se
caracterizan por ser sumamente ansiosos; no manejan bien sus afectos; son de
fácil relación pero de difícil encuentro con los demás; se “muestran” entre sus
pares; son consumistas; viven pendientes
del dinero, que es su medida de todas las cosas; son voluntariosos para sacar adelante su
trabajo, pero desoyen otros llamados que exigen el mismo esfuerzo: la atención
de la familia, su necesidad de capacitarse
para acompañar a sus hijos en los estudios…; su formación es apenas rasante:
son ignorantes, no saben entender un texto sencillo, un discurso; no saben participar de una argumentación, son
dispersos. En pocas palabras, viven
atados a la “campana”: el fútbol, los
Serrano, el paddle, el coche nuevo, el chalet, comidas afuera, y colegios
privados para sus hijos.
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