Mirones
Juan Carlos Escudier
Cada suceso, cada
tragedia nos devuelve a un estadio primitivo que entreabre la puerta de nuestro
reverso tenebroso, ese pequeño cuarto del cerebro que se conduele hasta el gozo
con el dolor de los otros. Las memorias del subsuelo nunca acaban de saciarnos
porque nuestra hambre es infinita. Somos insectos estampados contra los ciegos
faros de las desdichas ajenas, atraídos sin remedio por una oscuridad que añade
negro sobre negro a nuestras propias sombras.
Hoy somos Gabriel como ayer fuimos Diana
y mañana seremos cualquier nombre teñido en rojo que pueda ser estampado en una
camiseta. Nuestra empatía es un disfraz de nuestra enfermiza inclinación hacia
el espanto. Y de ahí que busquemos entre los redactores de sucesos a un
Dostoyesvski que nos desnude el alma humana, que nos relate el terror y nos
transmita grandeza. Pero para ello sería necesario que el cronista, como
explicaba Zweig sobre el ruso más inmortal, hubiera sentido antes en los huesos
la “sierra del dolor físico”, que hubiera convulsionado como los “ardientes
alambres de los nervios” y que “el fino aguijón de la sensualidad” espoleará su
pasión insaciablemente. En su lugar nos conformamos con el relato atropellado y
morboso de unos empleados de casquería.
En realidad, ni siquiera tenemos educado
el paladar para algo que no sea un simple refrito de miserias e intestinos y
preferimos fisgonear por el ojo de la cerradura para contemplar el estrecho
ángulo que se nos ofrece de las vidas de los otros y de sus muertes.
Convertidos en voyeurs, no estamos obligados a ruborizarnos ni a bajar la
mirada. En este desenfrenado consumo de emociones no hay reglas éticas que
cumplir. Rebañaremos el plato, nos limpiaremos los restos con la manga del
jersey y nos sacudiremos las migajas. Muchos eructarán en el proceso.
Un país que no lee ni en defensa propia,
que no entiende su nómina o el recibo de la luz, que no ve llegar las
injusticias hasta que le alcanzan en su pensión, en su sueldo o en el precio de
las medicinas, es capaz de devorar y memorizar a un tiempo todos y cada uno de
los detalles de un crimen y de recrearse en el repetitivo mantra que escupen
los medios. Somos invencibles en ese penoso juego de hacer inventario de las
letrinas, quizás porque el acta notarial del basurero nos permitirá luego
emitir juicios y condenas. No nos basta el horror del presente y exigimos
antecedentes, inmersiones a pulmón en el pasado que certifiquen que dos y dos
son cuatro, que los monstruos no se hacen sino que ya nacieron así y se
agazapan entre nosotros.
Nuestro pretendido amor por las víctimas
es una válvula de escape de un odio que silba en las redes sociales y en las
tertulias de los bares. Odiamos al asesino, sus circunstancias, su condición y
su raza, aunque nada de ello sea pertinente ni descifre su conducta. Decimos
apreciar lo normal, lo positivo y el bienestar propio y ajeno pero nos
regocijamos con el sufrimiento, con el estruendo de las vajillas al hacerse
añicos, con los corazones rotos, con el caos. La civilización no ha conseguido
domar nuestros instintos. Nada surge que no esté ya allí. Somos malvados
bondadosos.
Comentario de Carlos A. Trevisi
DE LO MEJOR QUE HE LEÍDO
ÚLTIMAMENTE.
TE FELICITO, AMIGO ESCUDIER. ES UN
PLACER COMPARTIR TU VISIÓN DE LA SOCIEDAD EN LA QUE VIVIMOS.
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