Reflexión
sobre el picaporte
por
Carlos A. Trevisi
Con todo que eres esencial a la puerta, se te nombra escasamente. Sólo se te
evoca cuando no logras aparcarla dentro de su marco, o cuando caes, inerte,
cansado, ajeno al pistillo que impulsas virilmente.
Hasta no hace muchos años, sobrevivías, lánguido, bailando excéntrico en un
agujero que te excedía, en puertas interiores siempre abiertas que comunicaban
comedores con salones o cuartos de estar con pasillos. Holgabas, al igual que
aquéllas, pues ya nadie te asía.
Supiste, cuando pleno, en un afán de protagonismo, girar loco sobre tu eje,
reclamando un tope que te articulara con tus adentros mecánicos. La impudicia de
los más, sin embargo, ajena a tu prestigio, te ajustaba contra la puerta para
devolverte funcionalidad, aplastando así la vieja argolla que, habiendo nacido
resguardo, adorno y tapadera del agujero por el que emergía tu eje, tras
sucesivos maltratos, en su declinación, impotente, transfería el daño que se le
había inflingido a la madera, en cuyo seno, en un nicho ciego, áspero, sin
pulir, pero con reminiscencias de aroma a bosques, se refugiaba la cerradura,
inalterada en su pobre brillo de metal barato.
No
faltaron quienes, atendiendo sólo a tu función mecánica, mellaban tus formas,
doblando torpemente por debajo de tu cuerpo, pinza en mano y siguiendo la curva
de tu caña, un viejo clavo en desuso insertado a tu través.
Sensible al tacto, desde la puerta de calle, has acompañado el sigilo del marido
infiel, cediste ante la mano del joven trasnochador embebido en desaciertos
motrices, y antaño, hace ya mucho, supiste devolver a la realidad, desde el
frío de tu metal, a la niña que arrebolada de amor y manos ajenas te empuñaba
para recogerse en alterado descanso, abandonando un zaguán pleno de intimidades
donde, noche a noche, se mentía la legitimidad de tantas caricias con
juramentos de amor eterno que el tiempo quebraría con otras manos y otros besos.
En un afán de encuentros, has abierto los hogares a otras gentes, has guardado
tristezas y escondido disputas, protegido intimidades, resguardado prestigios...
La impúdica
modernidad ha cercenado, cediendo en beneficio de artificiosas llaves, tu
mitad hospitalaria, la que facilitaba la entrada. Esa mitad que ahora descansa
tristemente de maridos infieles, borrachines y amores de zaguán, de chicos que
entran y salen, de abuelos lidiando con una silla sobre la que han repasado su
memoria sentados a tu puerta.
Sin embargo, tu
otra media existencia –esa parte de ti que nos autoriza a salir- seguirá
brindándonos la posibilidad de ver el mundo y vernos en él.
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