miércoles, 21 de marzo de 2018

EL PICAPORTE


Reflexión sobre el picaporte
por Carlos A. Trevisi
 
Con todo que eres esencial a la puerta, se te nombra escasamente. Sólo se te evoca cuando no logras aparcarla dentro de su marco, o cuando caes, inerte, cansado, ajeno al pistillo que impulsas virilmente.
 
Hasta no hace muchos años, sobrevivías, lánguido, bailando excéntrico en un agujero que te excedía, en puertas interiores siempre abiertas que comunicaban comedores con salones o cuartos de estar  con pasillos. Holgabas, al igual que aquéllas, pues  ya nadie te asía.
 
Supiste, cuando pleno, en un afán de protagonismo, girar loco sobre tu eje, reclamando un tope que te articulara con tus adentros mecánicos. La impudicia de los más, sin embargo, ajena a tu prestigio, te ajustaba contra la puerta para devolverte funcionalidad, aplastando así la vieja argolla que, habiendo nacido resguardo, adorno y tapadera  del agujero por el que emergía tu eje, tras sucesivos maltratos, en su declinación, impotente,  transfería el daño que se le había inflingido a la  madera, en cuyo seno,  en un nicho ciego, áspero, sin pulir, pero con reminiscencias de  aroma a bosques, se refugiaba la cerradura, inalterada en su pobre brillo de metal barato.
 
No faltaron quienes, atendiendo sólo a tu función mecánica,  mellaban tus formas, doblando torpemente por debajo de tu cuerpo, pinza en mano y siguiendo la curva de tu caña, un viejo clavo en desuso insertado a tu través.
 
Sensible al tacto, desde la puerta de calle, has acompañado el sigilo del marido infiel, cediste  ante la mano del joven trasnochador embebido en desaciertos motrices, y antaño, hace ya mucho,  supiste devolver  a la realidad, desde el frío de tu metal, a la niña que arrebolada de amor y manos ajenas te empuñaba para recogerse en alterado descanso, abandonando un zaguán pleno de intimidades donde, noche a noche,  se mentía la legitimidad de tantas caricias con juramentos de amor eterno que el tiempo quebraría con otras manos y otros besos. En un afán de encuentros, has  abierto los hogares a otras gentes, has guardado tristezas y escondido disputas, protegido intimidades, resguardado prestigios...
 
La impúdica modernidad ha cercenado, cediendo  en  beneficio de artificiosas llaves, tu mitad hospitalaria, la que facilitaba la entrada. Esa mitad que ahora descansa tristemente de maridos infieles, borrachines y amores de zaguán, de chicos que entran y salen, de abuelos lidiando con una silla sobre la que han repasado su memoria sentados a tu puerta.
Sin embargo, tu otra  media existencia –esa parte de ti que nos autoriza a salir- seguirá brindándonos  la posibilidad  de ver el mundo y vernos en él.

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