miércoles, 12 de julio de 2017

LA SOCIEDAD, LA ECONOMÍA Y EL TRABAJO

Economista. 

El modo de producción aísla a unos de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos (…) y la identidad de sus intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión nacional y ninguna organización política”.
No, no es una definición del precariado del siglo XXI, es la descripción que hacía Carlos Marx en 1852, en el 18 de Brumario de Luis  Bonaparte, del comportamiento político del campesinado francés, criticando su favorable actitud ante el golpe de Estado del sobrino de Napoleón.
El marxismo clásico ha considerado las clases sociales desde dos perspectivas:
1) como una categoría analítica sociológica que es previa al marxismo, esto es, grupos de individuos que se definen por una misma forma de relacionarse con los medios de producción;
2) como un instrumento político, mediante la conciencia de clase, para crear entre los trabajadores una percepción emocional de sentirse parte de una comunidad y gracias a ello ganar hegemonía.
La pertenencia a una clase no parte de la libre voluntad del individuo, sino de condicionantes económicos y culturales ajenos a la persona, la clase social no es algo a lo que uno pueda elegir vincularse emocionalmente, como la religión o la patria, viene dada por su relación con los medios de producción  y su papel en la organización del trabajo.
Creo que en las complejas sociedades desarrolladas actuales la clase social no es un instrumento útil para construir la comunidad. Los cambios políticos, productivos y sociales de los últimos cuarenta años han generado un mundo del trabajo mucho más diverso: un creciente volumen de jóvenes trabajadores de actividades de servicios (de alta
y baja cualificación) con una estructura empresarial muy atomizada y con escasa capacidad, individual y colectiva, de negociación de sus condiciones de trabajo, lo que algunos denominan precariado; una menguante clase obrera industrial pero en la que todavía hay un importante volumen de trabajadores que aun conservan una notable capacidad de negociación colectiva gracias a la actuación de los
sindicatos; un número creciente de trabajadores de alta cualificación, formados gracias a un sólido sistema de educación pública, con un elevado poder individual de negociación de sus condiciones de trabajo que en términos de capacidad de consumo les ha permitido ser  considerados como clase media.
Que la clase social sea el envolvente emocional colectivo de un abanico de trabajadores tan diverso y plural se me antoja un ejercicio político baldío. Además la pertenencia a una clase no parte  de la libre voluntad del individuo, sino de condicionantes económicos y culturales ajenos a la  persona, la clase social no es algo a lo que uno pueda elegir inculparse emocionalmente, como la religión o la patria, viene dada por su relación con los medios de producción y su papel en la organización  del  trabajo.

Insistir en la clase social como elemento que crea comunidad no ayuda a que el mundo del trabajo del siglo XXI recupere la hegemonía cultural de la que disfrutó en Europa durante los “treinta años dorados”.
Los retos que deben afrontar los sindicatos, y en general las fuerzas políticas progresista, para no quedar en la cuneta de la historia son:

1) dar una respuesta organizativa eficaz a los cambios que se han producido en el mundo del trabajo de forma que nos permita seguir   defendiendo eficazmente los derechos de los trabajadores, como ha planteado CCOO en el proceso de “Repensar el sindicato”;
2) crear nuevas redes de alta densidad social con otras organizaciones que, aunque no tienen al trabajo como centro principal de su actividad, no son ajenas a él,
3) reconstruir para millones de trabajadores la percepción emocional de ser parte de la misma comunidad desde la
ciudadanía democrática: “pertenecemos a una misma comunidad todos los individuos que libremente participamos en la toma de decisiones sobre nuestro futuro colectivo”.
Los sindicatos del siglo XXI deben reconstruir para millones de trabajadores la percepción emocional de ser parte de la misma comunidad desde la ciudadanía democrática.
Hay que recordar que ya en 1838 la recién constituida Asociación de Trabajadores de Londres, el primer sindicato, redactó la Carta del Pueblo en la que se exigía el sufragio universal, el voto secreto y la abolición de los requisitos de propiedad para ser miembro de la Cámara de los Comunes.
La ciudadanía democrática debería ser el catalizador de los
sentimientos de pertenencia a una comunidad incluyente. La enorme virtualidad social de la democracia es que nos permite sentirnos individuos libres a la vez que formamos parte de una colectividad en cuya definición participamos y que es muy fácil ampliar el perímetro de la comunidad, simplemente ensanchando la base social de quienes pueden participar en la toma de decisiones, sin tener que pertenecer a una misma raza, religión o clase social.


Economista. Adjunto al Secretario General de CCOO. Miembro de Economistas Frente a la Crisis. 

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