Carlos A. Trevisi (A pocos días del atentado yihaista en París)
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El
atentado de los yihadistas en París ha dado lugar, una vez más, a que los
políticos apelen a la democracia y a las leyes para combatir sus atrocidades. Hollande “promete castigar a los yihadistas con todos
los mecanismos del Estado de Derecho”. Rajoy no ha sido menos; con el
entrenamiento que tiene de apelar continuamente a la ley y a la Constitución –jamás
al quehacer político- debe decirse que no le ha costado mucho: si la ley sirve
para tamaña atrocidad -5 millones de parados, subalimentación de los peques, el
descalabro sanitario, una educación antidiluviana al servicio del poder y
esconder la cabeza ante el desbarajuste catalán (entre otras muchas cosas)-
creo que ha llegado la hora de que pensemos en nuevas leyes y en otra democracia que ponga más
atención en la ciudadanía atendiendo a sus verdaderos intereses.
El terrorismo yihadista es producto de
una ideología de raíz religiosa que, como cualquier ideología, es críptica: ve
la realidad desde las limitaciones que imponen sus propias circunstancias. La
realidad es lo que yo digo que es, o, lo que es lo mismo, lo que me han dicho
que es. Producto de una cultura ancestral que quedó fuera el ámbito que impuso
el Renacimiento, sus gentes no tuvieron ocasión de individualizarse, asumirse personalmente,
dejar de ser lo que imponía un sistema en el que Alá imponía su verdad y
obligaba a la obediencia. Los musulmanes vivieron una cultura incontaminada
hasta que los cambios tecnológicos y científicos producidos en el siglo XX los
acercaron a nuestro mundo. Supieron disfrutar de las ventajas que les ofreció
hasta que las diferencias que conllevaba su forma de vida despertaron su
rechazo.
Fue el comienzo.
El poder económico-financiero del mundo
Occidental actuó sin reparos sobre sus países de origen. El afán de lucro desató guerras a
mansalva. Irak nos mostró al desnudo
cuál era el propósito que se perseguía. La excusa de que había armas de
destrucción masiva terminó con el país. La soberbia que representa aún hoy una
mesa de altos “capos” de la mafia
política de las naciones más poderosas del mundo dejó al desnudo el propósito
que se perseguía: quedarse con el petróleo del país africano. La “mesa” incluía
a un pobre actor secundario, Aznar que, con sus pies apoyados en ella –nunca
nada tan preciso-, a la par de Bush, demostró un afán de protagonismo
inaceptable como máximo representante de
un país que se jacta de pertenecer al primer mundo. Abatido Irak, unos pocos años después (2015) los que
impulsaron el ataque confesaron que no existían las armas de destrucción masiva
a las que se había apelado como excusa para
la invasión. Valga como dato ilustrativo que el actor secundario no lo
hizo.
Los sucesores de aquellos que
integraron la “mesa” yo no hablan de
armas de destrucción masiva. Sería una vergüenza que lo hicieran. Esclavizados
por el poder económico que los ha
transformado en sus comisarios, obligándolos a que avalen a los que desde los paraísos
fiscales venden a los yihadistas las armas con las que ahora matan a mansalva. El
yihadismo es la organización terrorista más importante del mundo. ¿De dónde
provienen las ramas y el dinero que autorizan estas masacres? ¿Cuántos
musulmanes han muerto en los sucesivos 8 ataques inclementes que han
perpetrado?
¿Significa esto que
acabamos de leer una justificación de la barbarie? Por supuesto que no. La
inestabilidad emocional de los asesinos yihadistas es producto de una vida
encriptada en el desconocimiento de lo que significa “el otro”. Y “el otro”
somos toda la humanidad, nosotros y todos aquellos musulmanes a los que han
asesinado en Siria, en Irak (y dónde no); musulmanes como ellos mismos dicen
serlo cuando invocan la voluntad de Alá para justificar sus atrocidades.
Tampoco podemos
aceptar graciosamente que es la fatalidad que nos toca vivir. Así como a lo
largo de la historia el hombre ha padecido todo tipo de quebrantos de los que
solo aparentemente salió indemne, nos quieren hacer creer que ahora es nuestro
turno de padecer.
Habría que preguntarse
porqué los comentarios solo imputan a los asesinos olvidándose de
nosotros mismos como partícipes del problema.
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