Carlos A. Trevisi
¡La hierba seguirá creciendo!
La insensibilidad del gobierno de Israel masacrando a Palestina, matando niños , mujeres y jóvenes que también sufren la brutalidad de Hamás; el avión que fue derribado por un misil con 300 pasajeros a bordo; Rajoy dando explicaciones de las conclusiones a las que habrá de llegar la UE para terminar con la matanza (¡Rajoy!, nada menos que RAJOY que tendría tantos pecados que purgar...), no podrán con mi afán de que de pronto, ante tanta calamidad, se ilumine el alma de los sinvergüenzas que apelan a cualquier recurso para seguir ejerciendo el poder inclemente que ejercen desde el mundo de las finanzas.
La vida me sigue dando pruebas de que merece
ser vivida.
Sin embargo, vivimos
un proceso arrollador de pérdida de conciencia que a más de uno le pone en
duda el aserto. El hombre común, como somos la mayoría, si pensante y
preocupado por lo que ve, siente el desasosiego del abandono al que lo somete
un estado de cosas que piensa por él, imagina por él, hace por él y lo recluye
en una felicidad de “shopping centre” donde un amontonamiento de infelices como
él arropan su desgracia comprando y comprando y comprando.
Así, no dudamos en
mentir cuando las circunstancias lo exigen; dejamos afectos por el camino; la
memoria se nos torna flaca cuando se trata de ser agradecidos; abundamos
en calumnias insidiosas; nos tornamos falaces; cualquier malentendido, por
pequeño que sea nos sirve para terminar una relación y hasta una amistad;
dejamos abandonados por el camino a aquellos con los que hemos recorrido largos
trechos en común, confundimos la bondad con la estupidez; el éxito efímero con
la meta; la sinceridad con la ofensa; la gloria con el poder, la felicidad con
la alegría y los malos momentos con la desgracia; vivimos destemplados, sujetos
a conciencias ajenas; no sabemos mirar y, en consecuencia no vemos; confundimos
la templanza con la cobardía y la osadía con la valentía; exigimos a los
débiles, a los pobres, pero somos sumisos con el poderoso, con el que nos
esclaviza, con el que somete nuestra conciencia. No tenemos
introspección; somos sólo un vómito de existencia sin sentido.
El desconcierto que
vivimos los que hemos llegado a cierta edad está ligado al hecho de que, aún
entre los más allegados, uno va descubriendo que carecen de vida íntima,
y la poca vida privada que simulan tener se desdibuja en un afán por
exhibirse con total desaprensión: vamos y venimos: salidas, cenas, comidas;
puentes, veraneos, cambiamos coches… Y siempre montados en una fugacidad que
nos lleva, en su apresuramiento, donde quiere ella, y que apenas si nos permite
descabalgarla cuando nos encontramos con la realidad: una enfermedad, un
accidente, la pérdida de un trabajo.
Nuestra vida íntima,
la que autoriza a ver los adentros de cada uno, a juzgar nuestros propios
actos, la que nos abre las puertas para un proyecto común, está vacía; nuestra
vida privada es un atolondramiento donde hemos ido reemplazando el amor por la
complacencia que brindan las cosas, y nuestra vida pública, que nos
condena al egoísmo, al sálvese quien pueda, huele a impudicia.
Los años enseñan muchas
cosas. Una de ellas es que la hierba, por más que se pisotee de día, sigue, de
noche, creciendo entre las piedras (Shakespeare); que el sol sigue
calentando, que los niños siguen sonriendo, que hay quienes
trabajan por un mundo mejor y quienes salen al encuentro de los demás. Hay
quienes, no obstante, siguen pisoteando la hierba, ocultando la luz,
desoyendo la sonrisa de los niños, haciendo la guerra y
dividiendo a la gente.
Todos esos
infelices no saben ni pueden entender que haya quienes estén a la
espera de un reencuentro.
En nombre de estos,
¡A vivir, todos, entonces, y con felicidad, aunque alguna tristeza anide en
nuestras almas. ¡La vida merece ser vivida! La hierba seguirá creciendo, el sol
saliendo y los niños sonriendo. ¿Qué más podemos pedir?
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