Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo
Escritor y filósofo
… solo se puede aprender a filosofar”, decía Kant en una famosa frase mil veces citada cuando se habla de la presencia de la Filosofía en la enseñanza. Se utiliza esta cita para afirmar que esta asignatura no tiene como objetivo el aprendizaje de una serie de datos y contenidos eruditos sino el ejercicio de la capacidad de pensar. Y este es uno de los argumentos que se esgrimen contra la reforma educativa del exministro Wert, que reduce significativamente el papel de la Filosofía en el Bachillerato. Pero conviene preguntarse: ¿es realmente necesaria la Filosofía para aprender a pensar? Cualquier asignatura trata de enseñar a pensar: el pensamiento científico no es ‘menos pensamiento’ que el que requieren las humanidades. La radical separación entre ciencias y letras que se ha producido después del Renacimiento implica una división artificial de la cultura, obligando a nuestros alumnos a una opción demasiado temprana y excluyente entre la investigación científica y el cultivo de las disciplinas humanísticas. Y provocando de paso un menosprecio generalizado por el estudio de las humanidades, consideradas poco operativas para el mundo real.
El papel de la Filosofía en la enseñanza no consiste en ‘enseñar a pensar’ en general, sino en ejercitar una forma específica de pensamiento, ni más ni menos importante que otras maneras de comprender la realidad. Y esa originalidad del pensamiento filosófico consiste en su costumbre de ponerlo todo en cuestión, de no dar nada por supuesto, de intentar llegar a la raíz de todo aquello que parece natural y obvio. La ciencia se ocupa de los hechos, de lo que existe. Ningún científico pierde su tiempo cuestionando la existencia de la materia o la capacidad del hombre para conocer la verdad. Y hacen muy bien. Pero en la historia de la Filosofía ambas cosas han sido objeto de discusión. Berkeley afirmaba que cuando decimos que algo existe, lo único que queremos afirmar es que tenemos una percepción de ello, no que exista por sí mismo. Y algunos filósofos griegos llevaban su escepticismo tan lejos que se cuenta que uno de ellos se limitaba a mover un dedo en lugar de emitir cualquier opinión.
¿Tiene sentido invitar a nuestros estudiantes a estudiar semejantes excentricidades? Creo que sí lo tiene. Salvando las distancias con estos ejemplos extremos, el ejercicio de la Filosofía pretende formar al estudiante para que sea consciente de que aquellos dogmas sobre los cuales se edifica la cultura a la que pertenecen son dignos de ser revisados y sometidos a crítica. Y así como el estudio de las matemáticas no consiste en el aprendizaje de unas cuantas fórmulas ni el de física en la memorización de las leyes de la termodinámica, sino en la iniciación a un método de trabajo que el estudiante pueda transferir a su futura actividad profesional, el estudio de los problemas filosóficos constituye un excelente entrenamiento para que el joven asuma una actitud crítica ante los supuestos de la sociedad en que le tocó vivir. Que se acostumbre a preguntarse por los fundamentos de lo que parece obvio, natural y necesario. Es decir, ante la dictadura de las ideologías: un joven que haya leído a Platón, a Kant o a Marx está menos indefenso ante la imposición del pensamiento único. Aunque, por supuesto, no sea la Filosofía la única manera de conseguirlo.
Desde este punto de vista no resulta extraño que la enseñanza de la Filosofía se considere una actividad ociosa por parte de quienes defienden una sociedad ‘unidimensional’, que diría Marcuse, es decir, ocupada en producir, consumir y cultivar un hedonismo complaciente. Es evidente que la crítica a los fundamentos de la cultura no constituye una virtud necesaria ni conveniente para los ciudadanos posmodernos, aquellos para quienes supuestamente han muerto las ideologías.
La sociedad de la globalización trata de construir una ciudadanía uniforme, cuyo papel en la sociedad esté en proporción directa de su papel en la producción y el consumo y en la cual se nivelen las costumbres, los hábitos de consumo, los gustos artísticos. El habitante del mundo global es ante todo productor y consumidor, es el mercado quien establece las jerarquías sociales y hasta el idioma, que tiende a ser universal. Como dijo René Girard, el capitalismo globalizado “ha arrastrado, primero a Occidente, y luego a toda la humanidad, hacia un estado deindiferenciación relativa nunca antes conocido, hacia una extraña suerte de no-cultura o de anticultura que es lo que denominamos, precisamente, lo moderno”. Y lo más grave: hacia una sociedad que se trata de presentar como la única posible, como un modelo realista que intenta arrojar cualquier alternativa disidente a las tinieblas exteriores del reino de la utopía. Poco favor se le hace a esa nivelación globalizada formando a nuestros estudiantes en la práctica del pensamiento crítico.
El recorte -¡otro recorte!- del papel de la Filosofía en el Bachillerato por parte de la LOMCE se inscribe en esta manera de concebir los objetivos de la educación. El proyecto del exministro Wert se dirige a formar un ciudadano que tenga las habilidades necesarias para desenvolverse en el mundo empresarial y laboral, para lo cual se privilegian los conocimientos dirigido a este fin en desmedro de aquellos ‘inútiles’ que ocuparon tantas energías desde los viejos griegos en adelante. Se quiere formar un buen competidor, innovador, agresivo y capaz de hacerse un lugar en un mundo globalizado. A buen emprendedor pocas palabras. Sobre todo pocas palabras destinadas a divagar acerca del sentido de la vida, del bien y del mal, de lo bello y lo sublime, de los fines de la sociedad humana, es decir, de cuestiones triviales o, peor aún, peligrosas. O de construir mundos inexistentes, como se empeñan los literatos. O, en el colmo de la inutilidad, de estudiar lenguas que han muerto ya hace mucho tiempo y en las cuales se escribió la literatura fundacional de nuestra cultura y se formularon por primeras vez esas preguntas que se empeñan en repetir los filósofos.
Como sucede siempre que se habla de estos temas, todo depende de una opción. No está demostrado que el cultivo de la Filosofía, del arte y de las humanidades en general contribuya a hacer más felices a las gentes. Y mucho menos se puede demostrar que sirva a este objetivo la presencia de estas cuestiones en la enseñanza. También es posible una educación que se dirija a que los alumnos no se preocupen más que de aprovechar dócilmente el mundo que les ha tocado vivir y les evite el trabajo de preguntarse por cualquier cuestión que resulte molesta para cumplir el papel que la cultura vigente les asigna. Habrá que optar. Pero no parece legítimo escamotear a los estudiantes una actividad intelectual que ha estado presente a lo largo de toda la historia de la humanidad. Aunque no sea ‘útil’.
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